Bienvenidos a este rincón donde compartir pequeñas historias.

jueves, 29 de septiembre de 2011

RUMA

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Ruma no sabía como había llegado a esa situación. La mala fortuna, los hados siniestros, el cúmulo de desgracias que habían llenado su vida en pocos años, eran las nefastas consecuencias de que ahora, se encontrase en esa situación. Ella, una niña bien de una familia acomodada de bodegueros; que ejercía además de hija menor, y por lo tanto,  era la más mimada. Veía como en poco tiempo su vida se había roto en mil pedazos.

La muchacha no sólo era el ojito derecho de su padre, era la criatura perfecta de todo aquel pueblo que sabía arrimarse al dinero y al poder. Nunca le faltaron pretendientes, ni amistades, ni halagos que henchían su vanidad.

Siempre hizo lo que quiso. Siempre tenía las palabras perfectas para convencer a todo el mundo. No le costó trabajo de convencer a su padre para que la enviase a la capital con unos parientes, para que pudiese estar más cerca de su novio, que hacía el servicio militar en la guardia real. El único capricho que le negaron en la vida fue el de poder cultivar su linda voz. Su padre fue tajante y rotundo, imponiéndose a sus dos cuñadas que intercedieron por ella, incluso ofreciéndose a pagar sus estudios con uno de los músicos de más renombre de la época. Unas señoras cincuentonas, de buena posición y totalmente virtuosas no veían ningún reparo en que su sobrina se convirtiese en una diva del bel canto. Eso no tenía nada que ver  con ser una cupletista, pero al buen hombre no le hicieron entran en razones: “antes prefiero verla muerta que en un escenario, por muy diva de la ópera que pueda ser”.

Pero Ruma a pesar de todo era feliz. La vida le sonreía y en cuanto Víctor terminase el servicio militar comenzarían los preparativos de la boda. Nada les impedía unirse. Se conocían desde niños y los dos jóvenes pertenecían a la élite de la sociedad del pueblo.  Tenían dinero, tierras y todo un brillante porvenir delante de sus ojos.

Los primeros años de matrimonio fueron todo lo felices que cabía esperar en una pareja enamorada. Una buena casa, unas propiedades fructíferas y dos hijos que bendecían la unión. Pero la fatalidad, la hermana envidiosa y amargada de la felicidad, un día llamó a la puerta. Una enfermedad inesperada, unos meses de angustia, y Víctor murió, dejando a su mujer desconsolada, dos niños pequeños y otro al que aún le faltaban dos meses para nacer.

En aquellos momentos Ruma se vio sola, dejada de la mano de su familia política; sin ánimo ni fuerzas para dirigir a los hombres que trabajaban en sus tierras, rodeada de gente que se acercaba a ella con el propósito de ayudar, pero que tan sólo iban a sacar poco a poco lo que era de ella y de sus hijos, de la manera más cobarde y aprovechando sus momentos de dolor, desesperación y shock traumático. Con la excusa de proteger sus intereses los que se llamaban sus amigos se lucraban de las posesiones de aquella niña frágil y caprichosa que aún no se había visto obligada a crecer, porque aún no sólo había conocido el lado bueno de la vida.

Llegado el momento todo fueron encogimiento de hombros y palabras huecas de esperanza vana. Al final su único recurso fue acudir a su anciano padre, que les dio cobijo. Allí pasó los siguientes dos años de su vida, bajo su protección. Pero todo se había vuelto contra ella, su padre también murió dejando su escasa hacienda —todas su fortuna se habían ido diluyendo tras la muerte de su esposa, dilapidada en las juergas y el juego— a nombre de su hijo varón.

Ruma volvió a verse sola, presionada por un hermano que no podía o no quería hacerse cargo de ella, con sus  tres hijos.

Con lágrimas en los ojos y tras visitar las tumbas de su padre y su esposo para darles el último adiós, Ruma partió.

En una noche oscura y solitaria tomó sus pocas pertenencias y cogió a sus hijos de la mano, dejando atrás lo más querido y lo más odiado de lo que había sido su existencia hasta el momento.

Dos amores perdidos, su padre y su esposo. Y por otro lado parientes, amigos y vecinos; que con disimulo e hipocresía la vieron partir escondidos tras las cortinas de sus casas sin mostrar un ápice de compasión por una mujer muy joven, de sólo veintinueve otoños, que tenía que dejar todo lo que había sido suyo para sacar adelante a sus hijos en otro lugar.

Apretó los labios para ahogar un sollozo. Subió al carro y se sentó junto a sus hijos que la miraban con sus rostros inocentes sin comprender nada, eran demasiado pequeños. Ruma, bajito, muy bajito, con sus labios pegados a sus oídos comenzó a cantarles una hermosa canción, a la que seguiría otra, y otra; tratando de alejar así el miedo de los pequeños y el suyo propio, ante el incierto y negro futuro  que, como la boca de un lobo, se cernía sobre ellos.

FIN

domingo, 25 de septiembre de 2011

EL ÚLTIMO VIKINGO


“En la batalla nunca debemos
Escondernos detrás de los escudos…
Mi armadura me dice: Alza la cabeza,
Donde la espada encuentra el cráneo.”
                                                        Harald Hardraade

                               
Veo esa pequeña y fina flecha volar hacia mí. Veo mi nombre en ella, mas no vislumbro entre las nubes a Odín —el padre de todos los dioses— con los dos cuervos sobre sus hombros; tampoco distingo el martillo de Thor —el dios del trueno y  las tormentas—. Ni veo surgir de entre los blancos nimbos al ejército de valquirias que debería conducirme al Valhalla, el paraíso de los guerreros. ¿Será que mi vida ha sido un cúmulo de insensateces? ¿Será que realmente he sido cruel y despiadado y los dioses me han vuelto la espalda?

Dicen que cuando una persona está a punto de morir ve pasar toda su existencia ante él. Ahora puedo asegurar que eso es una falacia, no es la vida lo que pasa ante mí, son los recuerdos los que acuden disciplinados y raudos a despedirme.

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Mi bautizo de sangre fue en 1030. Allí luché contra los malditos daneses en la batalla de Stiklestad. Nuestros taimados vecinos apoyaban a los rebeldes noruegos. Con apenas quince años vi al rey Olaf II, el mayor de mis hermanastros, morir a manos de los rebeldes. Yo mismo resulté gravemente herido, tuve que huir de mi tierra, escapar y viajar a Oriente, vender mi espada y mis servicios, cual mercenario, al mejor postor.

En aquellos momentos a nadie le importó mi crueldad. Cuanto más despiadado y más sanguinario era, más botines conseguía para mis jefes y para mí. Vagué por Rusia, Anatolia y llegué a Bizancio. Allí formé parte de la Guardia varega de la emperatriz Zoe Gorfirogueneta. Mi nombre se hizo famoso en todo el Mediterráneo, luchando contra árabes en Sicilia, Bulgaria e Italia. Me nombraron comandante de la guardia hasta que aquel avaricioso llegó al trono. Miguel, un vil usurpador que tras destronar y recluir a su tío en un monasterio, no dudó en deportar también a la emperatriz, su madre adoptiva, y mi señora.

Poco duró aquel alfeñique en el poder, era un simple aprendiz de tirano, un gato que quería ser león. No me quedó más remedio que tomar la justicia por mi mano y arrancarle los ojos. Sí, arrancarle sus míseros ojos, y en realidad le hice un favor, así no vio el caos que generó su mala gestión, ni cómo yo, el bárbaro guerrero venido de las tierras del norte, me apoderaba de su botín.

Me retuvieron en una celda de la cual me escapé y volví a mi tierra, a mi Noruega natal con muchas riquezas, tantas que el actual monarca —mi sobrino Magnus I “el Bueno”— que al no haber tenido hijos, no tuvo ningún pudor en venderme su trono por la mitad de mis pertenencias.

Yo hice que el nombre de mi patria fuese temido y respetado en todas las tierras del norte. Expandí mis dominios, anexioné territorios; dominé con mano férrea todo lo que poseía. Pero no me conformé. Quería la hegemonía de todo el Mar del Norte.

Fue mi sed de rapiña y avaricia de poder lo que me trajo a Inglaterra, dominada por estos estúpidos sajones y normandos, siempre batallando entre ellos. Reyes débiles pero crueles, que no dudan en traicionar y asesinar a sus propios hermanos, sangre de su sangre, si en ello les va el cetro y la corona. Al fin y al cabo, el viejo rey había muerto y yo también tenía mis derechos sobre esa corona.




Era mi momento de actuar, mientras ellos peleaban entre sí, yo entraría por el norte y me haría con su isla. Confié en mi fuerza no teniendo en cuenta la astucia de Godwinson, Duque de Normandía, que, ahora no tengo dudas, será el futuro rey de Inglaterra. Pensé que huían cuando fue sólo una estrategia, en cuanto vieron que mi ejército rompía filas, nos rodearon aprovechando nuestra indefensión. La batida en retirada llegó demasiado tarde para mí.

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Cuando los hombres de Godwinson —futuro Guillermo I “el Conquistador”— le confirmaron la muerte en la batalla de su rival, Harald III “el Despiadado” debido a una flecha que se le clavó en el cuello, cuenta la leyenda que el duque exclamó: “Contaba con ello, era sabida su fama de luchar con la cabeza alta; por eso os dije que a ese vikingo le daría seis pies de tierra inglesa, y uno más debido a su elevada estatura”.

FIN

jueves, 22 de septiembre de 2011

NO SIN MI CHUPETE



chupete
Hoy mami y papi me han despertado muy temprano, o eso me ha parecido a mí porque ¡¡tenía un sueño!!

Ya me venía oliendo que algo iba a cambiar, tanto ajetreo para arriba y para abajo no era normal. Bueno también ayudó el que sea un poco cotilla, hace días escuché a mamá comentar con una amiga que se la terminaba la excedencia —qué ni sé lo que es, ni me importa—, lo que ya no me gustó tanto fue escuchar que a mí tendrían que llevarme a un sitio que se llama guardería.

Confieso que me dio un poco de miedito ver a mami todos estos días suspirona y preocupada, nunca la había visto así, ella siempre sabe lo que tiene que hacer. Pero lo que realmente me acojonó, fue cuando la oí decir a todo aquel que quisiera escucharla, que la daba mucha penita dejarme allí, pero ¿Dónde iban a llevarme?

Mi mamá es muy valiente, sólo hay que ver lo bien que soporta —sin que se la mueva un pelo— las visitas a ese señor tan serio que me mete un palo en la boca, una cosa rara en los oídos y me aprieta la barriga con esas manos siempre heladas; aunque lo que peor llevo es la manía que tiene de pincharme en el culete, luego se queja y dice que siempre le dejo la camilla llena de pis. ¡A ver, que uno es humano! Así que llevo unos días que estoy nerviosito perdido, vamos más llorón de lo acostumbrado.

El viaje es muy largo, papá dice que ha sido una suerte encontrar una guardería tan cerca del trabajo de mami. Y yo aprovecho para echar una cabezadita. ¡Ale! Ahora que estaba soñando con montañas de chuches otra vez en danza.

A la entrada nos espera una señora alta y muy delgaducha, dice que se llama Remedios y será mi cuidadora ¿eso qué es lo que es? Me coge en brazos, contemplo con estupor que me da un beso y raspa, esta señora tiene más bigote que papi. Mamá le da una bolsa y a continuación tras besarme y decirme que sea bueno se van. “¡Mamá, papá, eh no os vayáis!” Una cosilla rara me sube por la garganta, es como cuando tengo ganas de gimotear, pero en este caso no puedo. Creo que mami se iba llorando y no quiero que la dé más penita. Además tengo que estar pendiente de que “la Bigotuda” no me vuelva a besuquear y trato de zafarme de sus brazos como pueda.

No me suelta hasta que no llegamos a una sala donde veo muchos coleguitas. ¡Bueno esto ya empieza a mejorar, un montón de amiguitos nuevos para jugar!

— Hola me llamo Luiz ¿y tú? —pregunto al que tengo más cerca, por cierto, que asquito está lleno de mocos.

— Yo me llamo Jozé Carloz Alfonzo —¡hala! el avaricioso casi no deja nombres para los demás— Te voy a daz un conzejo, ¿vez eze niño maz mayó, el que lleva la camizeta vede? Ojito con él que ez el maz vetedano. Ze llama Zedgio y le llamamoz “el godila” poque en cuanto noz descuidamoz noz da de hoztiaz.

¡Vaya pues empezamos bien! menos mal que a mí no hay matones que se me resistan. Que no fue cosa de dos días ganarme mi prestigio en el parque. Si al “Gorila” se lo ocurre meterse conmigo no sabe lo que les espera. No en vano en el parque todos me llamaban “el Guau” por mi fama de buen mordedor.

En ese momento llegó Reme, y sin más ni más nos quitó el chupete: “Vamos niños, ahora un ratito sin chupete, que ya muchos tenéis todos los dientes y se os pueden deformar. Luego hablaré con las mamás y las daré unas pautas para que en casa también os vayan quitando poco a poco la manía del chupe. ¡A ver esos chiquitines guapos agugugug agugugugu, agugugugugu!

No hay cosa que me dé más rabia que ver a los mayores haciendo el gilipuertas, ¡hombre! eso se lo consiento a mis abuelitos, que son de la familia no a una señora con mostacho con quien aún no hay confianza. ¡A mí quitarme el chupete!, ¡eso nunca!, ¡a las barricadas!, prefiero batirme en mil duelos que perder mi prenda más estimada. No me quedaba otra que llamar a la revolución. Un hermoso cubo enorme me esperaba y allí trepé con afán.

— Queridos coleguitas, yo soy nuevo aquí; no sé vosotros sí estaréis acostumbrados a estos atropellos, pero desde ahora yo os digo que no. ¡A mí nadie me va quitar mi chupete! No sé si os importará perder vuestra dignidad pero a mí sí. Podré aguantar cualquier cosa, hasta los besos de Reme “la Bigotuda”, pero jamás dejaré que pisoteen nuestros privilegios. Amigos y compañeros os propongo ejercer nuestro derecho y sumarnos todos a una estruendosa y enérgica protesta ¿Vamos a dejar que los adultos nos mangoneen  cómo si fuéramos monigotes?, ¿vamos a seguir consintiendo que manipulen nuestra libertad? Yo os digo ¡NOOOO! ¡Todos unidos en nuestra lucha!

Por suerte me les había ganado a todos, incluso Sergio “el Gorila” me miraba con admiración. El coro de berridos fue tan ensordecedor y mareante que a la pobre Reme no le quedó otra que devolvernos nuestros preciados tesoros.

Horas más tarde cuando mamá pasó a recogerme y preguntó a la mujer que tal había ido todo, esta con palabras melosas la contestó: “Estupendamente Alicia, todo ha ido perfecto teniendo en cuenta que ha sido el primer día. Ha habido un momento en que ha llorado un poquito, normal, era de esperar,  pero para eso inventaron los chupetes; hija mía es que son mano de santo”.

Uhmmmm bigotuda y mentirosa, ¡mañana te espero Reme, mañana te espero! Je,je,je.

Y tú, mami puedes estar tranquila, si esto es la guardería, asunto dominado, que lástima que aún no me entiendas y no te pueda contar mi hazaña.

En ese momento llega también la mamá de Sergio y se cruzan con nosotros. No puedo más que mirarle frente a frente y decirle con orgullo y un poco de mala leche: ¡Qué te den, “Gorila”!






FIN

domingo, 18 de septiembre de 2011

EL REY Y EL ALDEANO



Cuenta una antigua leyenda popular que hace muchos años un monarca que iba de viaje por su reino, atravesó un hermoso paraje al pie de las montañas. Inmediatamente se quedó prendado del lugar, un maravilloso valle rodeado de una sierra. Fue tal la emoción que le embargó, que mandó construir un fastuoso palacio que le sirviese de recreo y solaz en los breves periodos de descanso que sus múltiples obligaciones le dejaban.

Para el cuidado de tal maravilla arquitectónica y su entorno, el rey decidió que lo mejor era elegir a algún aldeano de la localidad. Quién mejor que alguien conocedor de la zona, criado en ella, alguien a quien los lazos de sangre le uniesen con aquella tierra y sus pobladores, para cuidar de todo aquello.

En cuanto se promulgó el edicto, muchos campesinos acudieron a la llamada. Tras una larga y fatigosa jornada, el soberano —hombre justo y bondadoso— eligió al más modesto de todos ellos. La historia de ese hombre humilde vestido con ropas viejas que llevaba a su hija de la mano, una bonita niña de cinco años, le conmovió.

Y no era para menos. En los últimos años, el aldeano había sufrido una sucesión de infortunios. Todo había comenzado hacía tres años cuando enviudó, quedándose solo con una niña de corta edad. Aunque tenía sirvientas que se ocupaban de la casa y de la pequeña, tenía la sensación de que a su hogar le faltaba la presencia de un ama, y a su hija de una madre. Y ahí fue cuando la verdadera desgracia llamó a su puerta vestida de pariente solícita. A los tres meses de enviudar, apareció en su vida otra mujer, su cuñada, la hermana de su difunta esposa. Con la excusa de cuidar de la niña y de ayudar y consolar al apenado viudo, se fue haciendo con las riendas de la casa. Al principio los mimos y arrumacos tanto al hombre cómo a su hija eran constantes en aquella morada. Buena comida, ropa limpia y buena mano para la administración casera. Así, poco a poco se fue haciendo dueña de su corazón, hasta el punto de que nada se hacía sin su asesoramiento.

El hombre aprisionado en las redes del amor fue dando más y más poder a su cuñada. Sin darse cuenta, pasó de ser el amo de su casa y sus tierras, a ser casi un criado. Ella hacía y deshacía a su antojo.  Mandaba en dinero y tierras, y llegó el momento en que sirvientes y trabajadores la obedecían más a ella. Poco a poco aquella amorosa dedicación fue mutando en desapego y desdén. Pero el amor es ciego y hasta que no vio que incluso  la pobre niña inocente carecía de la atención más básica, el hombre no reaccionó.

Cuando quise poner las cosas en su sitio, ya era demasiado tarde, aquella arpía valiéndose de engaños y la firma que él mismo la había otorgado y abusando de su confianza, le había traicionado. Ante sus asombrados ojos contempló cómo esa serpiente con forma de mujer, ayudada por un vil leguleyo —su amante, cómo más tarde comprobaría— se habían adueñado de toda su hacienda. Viéndose su hija y él arrojados a la calle solamente con la ropa que llevaban puesta.

Desde entonces sobrevivían gracias a la caridad de sus vecinos que le proporcionaban algún  trabajo —cuando lo había— y sobre todo comida, algo de ropa usada para la pequeña, y un techo donde cobijarse.

El rey compadecido no lo pensó dos veces, aquel hombre sin duda era quien más necesitaba aquel cometido y no sólo por supervivencia, también para salvaguardar su dignidad: “El puesto es tuyo buen hombre, tú serás el encargado de cuidar todo esto. Mis deberes me tendrán alejado mucho tiempo de este querido lugar. Te daré poderes para que puedas hacer o deshacer, según tu sentido común y tu lógica te dicten. Quien mejor que tú, que has sufrido las consecuencias de la villanía en tus propias carnes, para gobernar con honradez, pagando con creces a estas buenas gentes los favores que te hicieron durante tu adversidad. Disfruta de estas mis posesiones cómo si fueran tuyas, administra mis bienes con equidad y prudencia, imparte la ley entre mis vasallos con justicia e imparcialidad. Y sobre todo, cuida de este hermoso paraje y su entorno cómo si se tratase de un mineral precioso. Nada, ni la belleza del diamante más delicadamente pulido puede superar la perfección de la naturaleza”.


Pasó un largo tiempo, y el soberano no volvió a su venerado edén. Sus deberes y una larga guerra con el país vecino le mantuvieron alejado. Las noticias eran inciertas, unos decían que el rey había sido apresado por el ejército enemigo, otros que incluso había muerto en una batalla. El caso es que poco a poco los habitantes de aquel lugar se fueron haciendo a la idea de que probablemente el monarca no volvería por allí.

Una buena mañana, adelantándose a su séquito de incógnito, sin poder frenar el deseo de volver a disfrutar de su paraíso, el rey regresó, a lomos de un espléndido alazán, volvía triunfador y dichoso, ansiando gozar de aquel entorno de paz. A medida que avanzaba, su rostro se fue empañando, no quedaban restos de sus hermosos bosques, los árboles habían sido talados, los animales habían desaparecido, el río cuyas aguas en otro tiempo eran puras y cristalinas; ahora solo era una corriente de barro e inmundicias. A su alrededor lo que antes fuera armonía y belleza, ahora era miseria y podredumbre.

Los felices y acomodados campesinos que había dejado años atrás, vivían en la miseria más absoluta, ya que el bosque, que siempre les había proporcionado alimento para sus animales y leña para calentar sus fogones, había desaparecido dejando en su lugar solo hileras de tocones secos. Sus campos, antes fértiles se habían convertido en terrones de tierra secos y duros. Sin los árboles que atraían las lluvias, la sequía había asolado el lugar.

Cuando el rey se dio a conocer y preguntó por el hombre a quién había dejado a cargo de sus tierras, un anciano famélico consumido por la falta de alimento se arrojó a sus pies.

— Yo soy, señor, el responsable de esta desgracia.

Al monarca le costó reconocer en aquel ser al hombre harapiento que vio una vez. Si en aquella ocasión, a pesar de su pobreza, pudo ver en él algún resto de dignidad y fortaleza, hoy tan sólo era un despojo humano, en el que el tiempo había posado sus negras manos.

— Majestad, soy el único culpable de esto que veis —dijo el hombre con los ojos anegados en lágrimas.

— Habla de una vez bellaco, o a pesar de tu lastimero aspecto no sé si podré resistirme a mandarte azotar —gritó el rey enojado.

— Os contaré mi historia, luego acataré de buen grado el castigo que me impongáis,  hasta el más cruel me lo tengo merecido. Al cabo de unos años mi hija creció y se convirtió en una muchacha llena de virtudes, inteligente, humilde, recatada y bondadosa; sumándose a todas estas cualidades su gran belleza, pareciera que un ángel hubiera bajado del cielo para alegrarme la vida. Pronto tuvo una corte de admiradores y pretendientes a su alrededor. Y yo se la entregué al más vil de todos ellos. El hombre causante de toda esta desgracia, se presentó ante mí alardeando de sus virtudes. Era un rico comerciante, un hombre honrado; y sobre todo, me prometió hacer feliz a mi niña. Se instaló aquí y se ganó mi confianza, yo me iba haciendo mayor y un hombre joven me venía muy bien para ir descargándome de algunas tareas pesadas. Jamás dudé de su honradez, un hombre rico no tenía por qué necesitar más de lo que tenía. Fui cediendo ante sus propuestas —en principio inofensivas— era mi yerno, un hijo. Cuando yo estaba delante, era el mejor de los maridos, pero en la intimidad ese mal bicho maltrataba a mi pobre hija, que por miedo y, sobre todo, por no disgustarme; callaba y sufría en silencio. Yo, ajeno a todo esto, firmaba todos los papeles que ese malnacido ponía en mis manos. Cuando me quise dar cuenta había cedido los derechos del bosque a un maderero sin escrúpulos. Los documentos eran tan firmes, que yo estaba atado de pies y manos, sólo vuestra regia presencia y vuestro real mandato hubiese podido detener este desastre.

— ¿Dónde está ese vil canalla? La justicia del rey caerá sobre él.

— Mi señor, cuando hubo acabado con todo esto ese nacido de mala madre puso tierra de por medio. No le importó abandonar a mi hija en avanzado estado de gestación. La pobrecita mía murió a los pocos días. El parto se le adelantó y el niño nació muerto a causa de la última paliza de aquel demonio. Sólo en sus últimos momentos me confesó el martirio que había vivido. Ahora señor, espero vuestro castigo que no será mayor que el que yo me he impuesto, viviendo cada día de mi vida en un infierno. Volví a caer en la necedad. No supe dar a mi hija una buena madrastra, la entregué al peor de los hombres y he llevado a la ruina a todas estas buenas gentes.

El monarca contempló el paisaje desolado, las gentes que le rodeaban con las huellas del hambre y la miseria marcadas en su rostro, y lloró. Lloró por los que sufrían, lloró por la maldad que dominaba el mundo. Pero sobre todo lloró por su mala elección, él había sido el único responsable de aquella desgracia dando poder a quien no supo utilizarlo.

MORALEJA: “No des a cuidar tu hacienda a quien no supo guardar la suya”

FIN

jueves, 15 de septiembre de 2011

VIAJERO LEJANO



Nadie imaginó jamás lo que supuso la entrada de  aquel viajero de lejanas tierras en mi vida.

Aún era una niña de poco más de seis años cuando, sentada a los pies de mi padre, el Gran Khan de Catay, fui testigo excepcional del encuentro de dos culturas lejanas y completamente diferentes. Dos de aquellos hombres ya habían estado allí, y habían mantenido tratos con mi padre, pero para mí fue algo completamente novedoso, ya que cuando ellos regresaron a su país yo aún no había nacido. No era nada habitual que viajeros de lugares tan lejanos llegasen hasta el otro extremo el mundo, así que, el impacto de ver a aquellos seres desconocidos, de piel morena y vestidos de forma extraña y extravagante, fue tan fuerte, nunca olvidé aquel momento, ni la sensación que me produjo. La curiosidad y el miedo se fundieron en mi menudo cuerpo a partes iguales, el primer impulso fue esconderme entre los pliegues de las amplias vestiduras de mi padre, pero entonces vi el más joven de los extranjeros  me dirigía una sonrisa amable, abierta y cálida que me tranquilizó de inmediato, aquel extranjero era de fiar. Mi instinto infantil no me engañó. 

Marco en aquella época no habría cumplido aún los veinte años. Él no había nacido para ser un simple comerciante, su viva inteligencia y un don de gentes natural hizo que en poco tiempo fuese muy apreciado en la corte. Llegó a tal punto su fama que llegó a hacerse imprescindible para mi padre, que le nombró consejero y asesor personal. Desde ese momento las tareas comerciales recayeron en Nicolás (su padre) y en (Mateo) su tío, mientras el joven europeo pasaba largos períodos de tiempo en palacio.

Mi padre, el gran Kublai Khan, era un hombre inteligente y abierto, cómo no podía ser de otra manera, gran amante y defensor de la cultura y de las artes. Siempre dijo que de todos sus hijos, yo era la que había heredado esos rasgos de su personalidad, ya que desde niña siempre fui curiosa y nunca me abandonaron mis ganas de aprender. Ese fue uno de los motivos por los que nunca le importó que pasase tantas horas junto a Marco. Era una oportunidad única para que su pequeña Mi Lí Án ampliase su educación conociendo de cerca otra lengua y otra cultura.

Así me pasé toda mi infancia y mi adolescencia escuchando las historias de aquel joven aventurero. Supe entonces que su familia siempre se había dedicado al comercio y procedían de un lejano país llamado Venecia. Me gustaba escuchar su risa franca y sonora cuando me decía que ponía ojos como platos cuando escuchaba embobada sus historias, cuando me hablaba de su hermosa ciudad anclada, como un barco, sobre el mar. Eran tan vehementes sus narraciones que podía imaginarme sin ningún esfuerzo sus calles de agua, sus hermosos palacios y su serena belleza.


Me habló de sus noches insomnes, siendo aún un niño, que pasaba junto al puerto esperando los barcos de su padre. El ansia casi avariciosa a la hora de pedirle que le contase los más mínimos detalles de sus viajes. Y sobre todo, su afán de que el tiempo corriera lo bastante deprisa y alcanzar la edad suficiente para acompañarle, su amor por la aventura era más fuerte que el amor que sentía por su patria. Quería ver con sus propios ojos aquellas maravillas, viajar por la ruta de la seda, cruzar infinitos desiertos, escalar montañas enormes y sobre todo tomar contacto con otras culturas totalmente desconocidas para él. Podía pasarme horas escuchándole hablar en su idioma, aquella lengua agradable y cantarina que me acariciaba los oídos.

Al mismo tiempo que yo conocía las maravillas de su lejano mundo, hice lo propio y también me convertí en su maestra intentando dar respuesta a cualquiera de sus dudas, allanar el terreno de su lógica ignorancia en lo respecto a la cultura y las costumbres chinas. Le conté muchas de nuestras leyendas, le hable de nuestra Historia, de nuestra forma de vida, de nuestra religión. Esa religión que había abrazado mi padre no hacía mucho tiempo y que, aun respetando otras creencias milenarias que coexistían con la nuestra, trató de inculcar a sus hijos. Su mirada —por lo general risueña y desenfadada— se volvía reflexiva cuando me decía que esa historia de nuestro Buda, le recordaba en muchos aspectos a un tal Jesucristo, el Dios que según decía veneraban en los lejanos países occidentales. Aquello me alegraba sobremanera, podíamos hablar lenguas diferentes, tener rasgos y tono de piel distintos, pero algo tan importante como nuestras creencias nos igualaba, ya que tanto su Dios cómo el nuestro predicaba la bondad y el amor.

Lo que más le costó fue nuestra escritura. Todavía conservo el papel en el que después de mis insistentes clases consiguió escribir mi nombre.



Sin darme cuenta el tiempo fue pasando, un día Marco me comunicó con pesar no disimulado que tenía que partir, había pasado muchos años fuera y debía regresar a su Venecia natal. En ese momento mi corazón sé sintió como un pájaro oprimido, y creo que mi sangre —por un momento— dejó de correr por mis venas. Pero antes de marcharse, Marco tenía que realizar una última misión para mi padre, y yo era la protagonista principal de aquel postrero servicio.

Se había fraguado mi casamiento, un rey de la lejana Persia me había solicitado cómo esposa, ofreciendo a mi padre riquezas y un tratado militar que no podía rechazar. Cuanto más grande y poderosa es una nación, más grandes son sus enemigos, y mi padre necesitaba alianzas para mantener su reinado. Los deberes del Estado están por encima de los sentimientos paternos, por mucho que los segundos duelan y los primeros sean frías obligaciones de un cargo.

Marco, sin yo quererlo, ni él pretenderlo, se convirtió en mi custodio y en el guía del viaje más infeliz de mi vida. Durante el largo recorrido quise engañarme a mí misma tomándome aquella expedición cómo la aventura que siempre deseé vivir: subir altas montañas, atravesar grandes desiertos, vadear anchos ríos y cruzar profundos valles de la mano del hombre que más admiraba.

El viaje llegó a su final. En principio me sorprendió lo que iba a ser mi nueva casa, un palacio suntuoso, imponente, hermoso. Adiviné de inmediato que en su interior se atesorarían muchas más riquezas que en el de mi padre. Una vez en la entrada, unas mujeres con la cabeza y el rostro cubierto con velos, que sólo dejaban ver sus ojos nos rodearon.  La despedida fue breve, una mirada, y un: “jamás te olvidaré”  que compartimos en un apagado susurro. Luego  las mujeres me llevaron a las salas que serían mis aposentos, donde me prepararon para el encuentro con mi esposo. Allí termino mi espejismo engañoso, mi destino estaba zanjado, sólo me quedaba una vida lánguida rodeada de seres extraños a los que no comprendía.

En los días siguientes no volví a tener contacto con Marco, yo no podía salir de mi claustro y a él no le dejaron entrar. Unos días más tarde cuando los hombres y las bestias descansaron lo suficiente y una vez se hubieron abastecido de agua y víveres para las siguientes jornadas, ya no quedaba excusa para reemprender el viaje.

—ºOº—

Hoy, a través de la celosía de mi balcón veo partir la caravana de mi amigo veneciano, con él al frente, erguido, desafiante. A pesar de la distancia que nos separa puedo adivinar la determinación en su rostro. Esa voluntad e intrepidez que sólo poseen los auténticos aventureros, aquellos que emprenden con valentía el camino que les lleva a encontrarse con su futuro por muy incierto que este sea. Aún le queda un largo recorrido y muchos peligros que enfrentar y sobre todo la incertidumbre de lo que podría encontrarse en su tierra tras tantos años de ausencia. Mientras una lágrima resbala por mi pálida mejilla trato de consolarme pensando que cumplirá su promesa y que jamás olvidará nuestros momentos compartidos. Pero no puedo evitar la sensación de sentirme morir cuando veo que su silueta difuminada entre el polvo del sendero va siendo engullida lentamente por la implacable y cruel línea de la lejanía. Noto cómo cae a mis pies el último pedazo que queda de mi corazón roto, mientras mi alma vuela, libre al fin, tras sus pasos.


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Llevaban años atosigando al anciano para que renegase de su obra, el libro que contenía todos los recuerdos y las vivencias de aquel maravilloso viaje emprendido hacía ya tantos años. El relato que tuvo tanto éxito, pero también muchos detractores que aseveraban que todo era fruto de su imaginación  —una imaginación a la que dio rienda suelta durante los meses que estuvo cautivo en  Génova tras haber caído prisionero en la batalla naval de Curzola— tachándole de mentiroso.

La familia Polo rodeaba el lecho del moribundo, acuciaban al anciano en su última hora, de una vez por todas tenía que confesar que había mentido, y que todo había sido producto de su fantasía. Marco Polo posó sus cansados ojos sobre todos ellos, y les dijo: “¡Sólo he contado la mitad de lo que vi!”

FIN

domingo, 11 de septiembre de 2011

EXPERIMENTO MALDITO (Final)




Tras el horrible asesinato del que la acusaban, la mente de Eliza se había quedado bloqueada, y durante mucho tiempo no fue capaz de apartar de su retina la imagen de aquella película a cámara lenta. Recordaba con total nitidez que había llegado puntual a la casa de Marc. A pesar de que a ella no le apetecía beber, él se empeñó en descorchar una botella de oporto y brindar por el éxito de su gestión. Pronto los dos hermanos podrían reunirse. De repente la habitación comenzó a girar a su alrededor y todo se volvió negro. Cuando despertó estaba tendida en el suelo, y a su lado yacía el cuerpo sin vida de Marc rodeado de un charco de sangre y con uno de los puñales de su colección de armas blancas clavado en su espalda.

Luego todo ocurrió muy deprisa, se levantó con torpeza y aún tambaleante, se dirigió hacia el teléfono y llamó a la policía.

Eliza, aún después de tanto tiempo, no había sido capaz de recordar que había pasado; ni los duros interrogatorios, ni su permanencia aislada en la prisión, le habían hecho recuperar la memoria, podía acordarse con total claridad su vida anterior y posterior al horrible suceso; pero ese espacio de tiempo, en el que se suponía que había cometido un asesinato, sólo era un lapsus vacío en su cerebro. Los médicos diagnosticaron un episodio amnésico temporal irreversible debido al fuerte shock traumático; con total seguridad jamás recuperaría esos momentos de su vida. Una pregunta martilleaba continuamente su cabeza. ¿Cómo había sido capaz de asesinar al hombre que había supuesto su salvación y prometía la de su hermano? Sí, ella había descubierto algo, algo horroroso sobre él, pero nada era más importante que rescatar al único familiar que le quedaba en el mundo y que tuvo que dejar con todo el dolor de su corazón al cuidado de unos vecinos, cuando apenas era un niño de poco más de nueve años.

El caso estaba claro desde los primeros momentos. Todas las pruebas la señalaban a ella. Varios testigos declararon haber estado presentes durante una fuerte discusión entre la pareja, donde ella había amenazado a Marc Rimbau en público, sus huellas en la daga, su ropa manchada de sangre, y lo más importante, nadie salvo ella había entrado en esa casa durante las anteriores veinticuatro horas. La policía no había encontrado indicios de que nadie hubiese forzado los accesos a la vivienda, ni se hubiese perpetrado ningún robo, todo estaba en su lugar. Eso sí, descubrieron que los asuntos del doctor Rimbau habían sido liquidados hacía dos semanas y el servicio había sido despedido dos días antes. Al parecer el señor Rimbau, un científico acaudalado y de mucho prestigio, había decidido regresar a su Francia natal y seguir desarrollando allí sus brillantes trabajos científicos.

Esta fue la pieza clave para establecer el móvil de Eliza, todo apuntaba a que había sido un crimen pasional, aquella judía alemana, que además había trabajado durante algún tiempo como puta en las calles más sórdidas de los bajos fondos londinenses, no había podido soportar el abandono. No pudo asumir que tan sólo había sido el objeto de una distracción pasajera, ni entender que un hombre de aquel prestigio jamás podría unirse a ella de forma permanente, y menos aún crear un vínculo legal con ella.

— El caso Rossenthal-Rimbau queda cerrado. —Fue más el fuerte golpe del martillo del juez que su voz rotunda lo que sacó a Eliza de su ensoñación.


A la muchacha ya no la quedaban fuerzas para gritar su inocencia, incluso ya tenía dudas al respecto. Tampoco la quedaban lágrimas que derramar, su cuerpo se había ido secando lentamente. Custodiada por los dos policías que caminaban un par de pasos por detrás de ella, comenzó a salir de allí. La gente que abarrotaba la sala se agolpaba en torno al pasillo por donde pasaba la acusada. Cuando estaba a pocos pasos de la puerta notó como algo la rozaba junto al bolsillo de la bata negra que le habían hecho ponerse para la vista.

Levantó la mirada del suelo y difuminado entre el resto de la gente que la contemplaba, le pareció ver, cómo un terrible espectro del pasado, el rostro de Marc. Fue sólo una milésima de segundo, la visión desapareció. El agotamiento físico y moral, la emoción, y sobre todo, el miedo a su inminente muerte, la estaba jugando una mala pasada; Marc había muerto hacía dos años, y ella había sido su asesina, Eliza fue consciente que su salud mental pendía de un hilo. Tampoco le importó demasiado, pronto iba a dejar de sufrir; volvió a dirigir la vista al suelo enlosado y siguió caminando arrastrando los pies, sin fuerza, cómo si la vida ya se le estuviese escapando de su cuerpo.

En su celda le esperaba doblada en una esquina de su camastro la ropa usual de presidaria, lentamente se sacó por la cabeza aquella especie de saco negro que había cubierto su cuerpo durante las largas sesiones del juicio. Eliza pensó con alivio que ya no tendría que volver a ponerse aquel saco oscuro, a menos que sus verdugos pretendiesen que fuese el sudario que la acompañase a la tumba. En ese momento sintió como algo caía al suelo rozando sus pies.

Eliza se agachó, era un papel que tenía varias dobleces; recordó esa sensación de roce en su cuerpo mientras salía del tribunal. Alguien se había apañado para introducir esa nota en su bolsillo. La muchacha con manos temblorosas fue desdoblando el papel:

“Querida Eliza:

Sé que te habrás preguntado qué pasó aquel día, como sé que en el fondo jamás creíste que tú fueses la causante de la muerte de Marc Rimbau. Ahora que ya ha pasado todo creo que antes de morir tienes derecho a saber la verdad, toda la verdad.

Ante todo quiero que sepas que no hubo ninguna premeditación en mi actuación. No querida, aquel día que me crucé contigo en aquel oscuro callejón, sólo vi una muchacha muy hermosa que podría darme el cariño que tanto me había faltado.


Hasta entonces mi vida había sido un calvario, siempre encerrado en aquella casona, llevando una vida fría y solitaria, con la única compañía de aquel ser despreciable, sí, en tu concepto y en el de toda la humanidad, ese hombre sería el equivalente a un padre o a un hermano, pero para mí era sólo un vulgar secuestrador, y yo imbécil de mí, le seguía el juego. Pero con el tiempo me fui haciendo más osado, y aprovechando las ausencias de mi carcelero, que tenía por costumbre salir todos los jueves —día en que también daba descanso a los sirvientes— y no regresar hasta el sábado, fui saliendo de aquella cárcel asfixiante, primero tímidamente, luego cada vez más audaz, ja,ja,ja. Los jueves y los viernes se convirtieron en mi solaz particular. Me divertía ver cómo podía usurpar su personalidad sin que nadie se diese cuenta de ello. Claro que también ayudó que ese pobre infeliz no tuviese apenas relaciones sociales y por supuesto a que llevase una vida sumida en el secretismo y en su bien ganada fama de científico prominente y sí, pero como todos ellos, algo excéntrico y huraño.

Eliza querida, tu jodida curiosidad vino a estropearlo todo, pero me dio la coartada perfecta para hacer lo que llevaba tiempo planeando. Aquel día tuviste que leer la carta donde ese estúpido comandante tan cercano al Fuhrer, uno de sus perros serviles y el que más estimula su locura de crear una raza perfecta, única, y capaz de imponer su hegemonía al resto de la humanidad; comentaba todo lo referente a ese gran proyecto, en el que Rimbau trabajaba para el gobierno alemán en el más estricto de los secretos.

Afortunadamente, lo que no ponía en esas líneas, era que ese experimento ya se había realizado hace años, aquel patán tuvo la pequeña iluminación de hablar en términos hipotéticos y teóricos, sin duda por temor a que la carta no llegase a su destino cayendo en otras manos.

Sí, pequeña, sé que me has visto esta tarde, y no, no estás loca. Marc Rimbau murió aquella noche, pero no fue tu mano quien clavó la  daga en su espalda, fue la mía, fue su ansiado experimento, su maldito clon, quien segó la vida de su creador, mientras tú dormías plácidamente bajo el efecto de la droga que te suministré en el vino.

Soy consciente de que tu siguiente paso puede ser entregar esta carta… pero no te lo aconsejaría, ¿quién iba a creer una historia tan inverosímil?, la humanidad no está preparada para un descubrimiento cómo ese, nadie en su sano juicio creerá que los seres humanos se pueden calcar a imagen y semejanza de otros. ¿Hombres convertidos en simples gemelos prefabricados, sin voluntad? Ja,ja,ja, vosotros, los seres que os llamáis racionales, sois tan jodidamente orgullosos… Eso era lo que pretendían, pero lamentablemente no contaron con que el proyecto experimental se les rebelase.

Lo más que podrías conseguir sería que te tomasen por loca, sí, con un poco de suerte conmutarían la pena de muerte por una estancia pagada y de por vida en uno de esos sanatorios psiquiátricos ingleses tan fríos e inhóspitos, donde un puñado de extraños diseccionarán tu cuerpo y tu mente mientras vivas. Yo no lo dudaría ni un momento, preferiría la corta agonía de una cuerda rodeando mi cuello.

Pero, tú misma, yo ahora desapareceré, tengo un destino previsto donde nadie podrá encontrarme jamás, además Rimbau tenía un aspecto tan corriente, tan poco personal, que sé que con unos pequeños retoques nadie podría reconocerme, en todo caso lo más que llegarán a pensar es que tengo cierto aire a alguien conocido.

Querida, espero que durante el poco tiempo que te queda, puedas perdonarme. Sé que es duro que el comienzo de mi vida suponga el final de la tuya, pero recuerda que solo soy un humilde clon sin voluntad propia, una fiel copia de vosotros mismos con vuestras grandezas y vuestras miserias".

JA,JA,JA

FIN