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jueves, 6 de octubre de 2011

DESPERTAR

cama

Aún no sé ni cuándo ni cómo regresó mi consciencia tras el letargo. Fue como el despertar de un sueño. Sólo sé que un día escuché voces a mi alrededor: Las constantes vitales se están normalizando, parece mentira, después de veintisiete años”.

Lentamente abrí los ojos. Un corrillo de gente vestida de blanco riguroso me rodeaba. Esa no era ni mi casa, ni mi cama. ¿Qué hacía yo ahí? No me quisieron contar nada, no respondían a las preguntas. Un venerable anciano de larga barba blanca, y que debía ser el jefe de toda aquella tropa, me tranquilizó. Me dijo que aún era pronto, tenía que tener paciencia y esperar a recuperarme un poco más.

El paso de los días se me hizo lento y pesado, pero a medida que pasaba el tiempo me iba notando más fuerte. Todo fue transcurriendo a satisfacción del equipo de médicos —ahora ya tenía la consciencia suficiente para suponerlo sin preguntar—. Me encontraba en un hospital, aunque todavía no sabía las causas que me habían llevado allí.

Una mañana, una amable enfermera me ayudó a levantarme y me acompañó hasta el baño: “¡Vamos Pierre! Ya tienes fuerza suficiente para asearte tú mismo. Además hoy el doctor Dalmau, el jefe de neurólogos, te dará toda la información sobre tu caso”.

Alentado por esas palabras me apoyé en el brazo de la mujer y fui ilusionado hacía el baño. Al contemplarme en el espejo me alarmé. Yo no podía ser aquel tipo ajado con escaso pelo blanco que me miraba a través de la pulida superficie.

— No te alarmes Pierre —dijo la enfermera con voz cariñosa— tu aspecto es el normal. El efecto del paso de los años no perdona a nadie. Cuando llegaste aquí eras un joven vigoroso, atlético y con una buena melena color negra azabache. Llevas aquí mucho tiempo.

Esperé impaciente la llegada del médico. Al mediodía apareció, con su barba blanca y su aspecto de vejete bonachón.

— Buenos días Pierre, veo que el aseo te ha sentado muy bien. Creo que es cuestión de poco tiempo que estés ya con nosotros. Calculo que en un mes habrás acumulado la fuerza necesaria para reanudar tu vida de nuevo.

Realmente no sabemos cómo te llamas, aquí te bautizamos cómo Pierre, pero debes saber que no llevabas ningún tipo de documento. Sólo sabíamos que habías tenido un grave accidente de automóvil. La policía estuvo indagando pero todo fue en vano. Toda tu documentación se perdió en el accidente, y  nadie preguntó por ti, ni te reclamó. Llegaste en un estado muy delicado. El fuerte golpe en la cabeza te había producido un coágulo en el cerebro, en un lugar inoperable.

Por aquellos momentos yo estaba trabajando en ese tipo de cirugía y sabía que era cuestión de años que pudiese conseguir que ese tipo de operación fuera factible, así que te hemos mantenido todos estos años —veintisiete— en un coma inducido esperando ese logro. Y al fin llegó. La operación fue un éxito y ahora podrás llevar una vida completamente normal.

— Así que me utilizaron como conejillo de indias ¿no? —respondí.

— En cierta forma sí, tienes razón, hasta que no se realizase la primera intervención era imposible saber los pros y los contras, y si sería del todo viable. Era mejor hacerlo contigo que con otra persona que no hubiese perdido la consciencia. Al fin y al cabo tú habías perdido tu vida y todo contacto con la realidad desde hacía mucho tiempo. A los inversores les pareció bien y financiaron toda la operación y tu estancia aquí.

¿Inversores?, ¿financiar mi estancia y mi tratamiento?, ¿de qué me estaba hablando aquel tipo?

Lentamente iba recuperando mis recuerdos, efectivamente yo no tenía familia que me reclamase. Vivía sólo, mis padres habían muerto hacía años, y no tenía hermanos. Tampoco tenía mujer ni novia, al menos una novia formal. Todo en mí eran relaciones esporádicas, de momento no había querido comprometerme en nada serio. En cuanto a amigos, era un tipo bastante solitario, y mi trabajo como viajante de comercio, con media vida en la carretera, tampoco me permitía consolidar amistades duraderas. Y efectivamente no me llamaba Pierre, me llamaba Damien Candau.

— ¿Qué quiere decir con todo eso? Yo tengo mis derechos, y creo que uno de esos es la sanidad. No creo que nadie me haya financiado nada. Hasta donde recuerdo yo era un ciudadano ejemplar que siempre pagué mis impuestos. —repuse indignado.

— No te alteres, debes tranquilizarte. El mundo ha ido evolucionando, nada permanece siempre igual. Todo cambia y lo comprobarás por ti mismo.

Cómo dijo el médico, al cumplir un mes de nuestra conversación, me dieron el alta. Al fin iba a salir a la calle, a respirar el aire. Intentar buscar indicios de mi vida pasada. Volver a trabajar, a pesar de los años transcurridos, aún era joven, si mi memoria no me fallaba, no había cumplido aún los cincuenta.

Salí del hospital una mañana temprano. Me llevaron en coche hasta el centro ya que me comentaron que el hospital estaba bastante lejos. Una verja de hierro alta y maciza me devolvió al mundo. Tras un largo recorrido al fin pararon y descendí de aquel lujoso automóvil.

Un soplo de aire fétido me dio en la cara. El cielo estaba despejado pero una neblina espesa y gris cubría la atmósfera. Los edificios estaban destartalados y renegridos por aquel ambiente. En mi camino no me crucé con ningún parque ni zonas verdes. Las calles estaban llenas de fango, no sé distinguían las aceras de las carreteras.

No había coches, ni se distinguían farolas ni alumbrado de ningún tipo. Ese no era el recuerdo que tenía grabado en mi mente de lo que era una ciudad.

Todo parecía muerto, callado. No se veía trasiego, ni niños camino del colegio, ni amas de casa camino del mercado.

Permanecí todo el día dando vueltas. La sensación era muy extraña, era algo irreal, cómo si aún estuviese preso de un sueño —el sueño que nunca había tenido en mi largo período de coma—. No tenía reloj y no pude apreciar el paso de las horas, la niebla espesa y grisácea se iba haciendo más oscura, por lo que deduje que ya era de noche.

fábricaSeguía sin cruzarme con nadie, algún perro flaco y alguna sombra de otro tipo de animal mucho más desagradable, así me fui alejando y me vi en las afueras. Unos grandes edificios negros llamaron mi atención. Eran unas moles compactas, negras y feas. No tenían ningún tipo de vano, una gran puerta de hierro y unas grandes chimeneas en los tejados componían los únicos huecos al exterior.

El ruido estridente de una sirena me sobresaltó. El gran portón se abrió y lentamente fue saliendo una lenta marea humana: hombres, mujeres y niños se mezclaban en esas largas hileras. Había de todas las edades; desde niños que no aparentaban más de doce años; a ancianos que podrían traspasar y con mucho los setenta. Algunos no podían casi caminar y eran ayudados por otros compañeros. Pequeños y mayores, compartían caras tiznadas y semblantes tristes.

Me parecía que estaba viviendo una situación irreal, como si estuviera fuera de mi tiempo. Paré a uno de aquellos niños y me le llevé a parte.

— ¿Qué son estos edificios muchacho?

— Son fábricas señor —me contestó con voz cansina.

— Y tú, ¿qué haces ahí?, ¿qué edad tienes?

— Tengo doce años señor, y estoy trabajando igual que todos.

— ¿Y la escuela?, ¿cómo es que no estás en el colegio?, ¿en que están pensando tus padres para hacerte trabajar con esa edad? Esto es para denunciarlo. Ahora mismo hablaré con el responsable de esta fábrica. ¿No saben que es ilegal contratar menores? ¡Esto es increíble!

— Yo no sé nada señor, llevo trabajando aquí tres años. Mis padres y mis abuelos también. Todos tenemos que trabajar en casa, excepto mi hermana pequeña que tiene cinco años. Si no trabajamos no hay comida. Entramos con las primeras luces del sol y salimos ya de noche. No sé lo que es el colegio, nunca he ido, ni mis amigos tampoco. Mis padres y mis abuelos si recuerdan que ellos alguna vez fueron.

Me quedé anonadado, lo que me estaba contando aquella criatura no era creíble. Niños y ancianos trabajando. ¿Dónde había quedado el derecho al menor? El derecho universal a la enseñanza. ¿Dónde había quedado la jubilación de nuestros mayores? Y, sobre todo, ¿qué había pasado con los derechos humanos y la dignidad de las personas?

Entonces recordé cómo estaba la situación antes de mi accidente, gobiernos en crisis, deudas externas y capital congelado. Ricos haciéndose cada día más ricos y pobres sumidos cada día más y más en la miseria. Un pensamiento amargo llenó mi mente y entre dientes sólo pude murmurar una frase, que era más un juramento:

¡Hijos de puta, ya tenéis lo que queríais! ¡Ya habéis cambiado personas por esclavos!

FIN

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