Bienvenidos a este rincón donde compartir pequeñas historias.

martes, 4 de diciembre de 2012

MANTIDAE


Frágil, patética y pequeña, esos son los calificativos con los que siempre me llamaron hasta el punto de que llegué a olvidarme de mi nombre.

Y es que puedo dar fe de que siempre fui así. Nací en una pequeña aldea, que no podía considerarse ni pueblo, no había ni siquiera un médico, ya que el ambulatorio más cercano estaba a sesenta y dos kilómetros. No fue un parto fácil, mi madre murió al darme a luz y yo me quedé sola en una familia formada únicamente por varones, mi padre y tres hermanos bastante mayores que yo —con el menor de todos me llevaba siete años—. Estuve a punto de morir gracias a que uno de los vecinos, al ver que no lloraba me llevó inmediatamente al médico más próximo. Eso marcó mi vida, mi niñez fue una niñez triste y enfermiza donde estuve a punto de morir en varias ocasiones, debido a eso mi desarrollo fue demasiado complejo, ya que era muy menuda, para que se hagan una idea, a mis dieciocho años abultaba como una niña de diez.

El sentirme tan pequeña no sólo era debido a mi deterioro físico, mi mente tampoco me acompañaba por lo que a la fragilidad de mi cuerpo se sumó la de mi alma, volviéndome una persona deprimida y patética sin fuerza para enfrentarse a nada ni a nadie. Siempre pensé que mis enfermedades eran una rebelión de mi organismo que presentía, ya desde el momento de mi nacimiento, la vida que me esperaba. En mis noches solitarias y aterradoras en las que esperaba con el miedo metido en el cuerpo la vuelta de mi padre y hermanos muchas veces maldije en silencio a aquel vecino de buena voluntad que no me dejó marcharme con mi madre.

Ni la enfermedad, ni mi debilidad hizo que mi querida familia tuviese compasión de mí. Desde los primeros años de mi adolescencia sólo recuerdo maltratos y abusos tanto físicos cómo psicológicos. Yo a todos los efectos era su mujer, en la cocina y en la cama. Lo que me producía asco, rechazo, lo que sabía por puro instinto —ya que nadie jamás se preocupó de explicarme las más elementales leyes religiosas o éticas— que estaba mal, a ellos les producía placer y satisfacción.

Mi vida era un infierno y muy complicada, un cúmulo de sensaciones no muy fáciles de explicar, de día me sentía medianamente bien, incluso protegida entre las cuatro paredes de mi casa. Procuraba disfrutar de mis momentos de soledad entretenida en las tareas del hogar. No obstante el temor siempre estaba presente, viviendo en permanente tensión pensando que en cualquier momento la puerta se abriría y daría paso al horror y la repulsa que me producía la vuelta al hogar de mis parientes, llevándome al límite de la arcada cuando pensaba en esas caídas de la tarde; en que si el cansancio o un día satisfactorio para ellos no me alejase de sus hediondos olores a vino rancio y el terrible sonido de sus risas maléficas que, penetraban como cuchillos en mis oídos, mientras me llamaban a su presencia.

—¿Dónde está la patética?

—Estará como siempre escondida en el último rincón tan frágil como siempre y a punto de romperse de miedo.

—Como es tan pequeña cabe en cualquier rincón, cualquier día se meterá en la ratonera.

Por supuesto que de cara al resto de la aldea nosotros éramos una familia normal. Nuestra casa estaba bastante alejada del centro de la población y de cara a la galería mi padre y mi hermanos eran lo mejor que tenía. Nadie tenía duda que me querían y me cuidaban, de hecho en los tramos de mis enfermedades era cierto que lo hacían, pero yo no tenía ninguna duda de que lo hacían por su propio interés, no les convenía que su criada y puta se les muriera.

El primero que me abandonó fue mi padre, una noche me despertaron unos ruidos, mi padre estaba vomitando, no podía hablar y su rostro estaba completamente morado. Asustada corrí a llamar a mis hermanos y le llevamos a un médico, nada más llegar a la consulta mi padre murió; la autopsia no pudo desvelar los motivos, el médico forense nos dijo que podía ser un virus estomacal que mermase sus defensas, mi padre tenía el organismo bastante deteriorado debido a la ingesta de alcohol.

Aquella no fue la primera desgracia, en los siguientes cuatro años fui perdiendo uno a uno a mis hermanos, el mayor se me fue por un accidente, cuando volvía de un viaje a la ciudad, donde había ido a arreglar unos papeles de la herencia de nuestro padre, los frenos fallaron o le dio un mareo y se le fue el volante; las circunstancias no quedaron muy claras, lo cierto es que el coche dio varias vueltas de campana en una carretera, ya de por sí, muy peligrosa, explotando e incendiándose de inmediato. El segundo tuvo un ataque al corazón, algo impensable en un hombre completamente sano. El pequeño murió de una gripe, su cabezonería se lo llevó, a pesar de la fiebre y de mis sugerencias, él continuaba saliendo a pasear cada mañana a las bestias pardas de sus perros.

Con veintiséis años me vi sola, y en cierta forma desamparada, cerré la casa que había sido mi cárcel y a la vez mi refugio y me marche a la ciudad. Desde entonces he vivido mucho, contra todo pronóstico he llegada a una edad bastante avanzada. Por mi vida pasaron muchos hombres, que por diversas circunstancias me dejaron más pronto que tarde. Ahora estoy completamente sola, pero vivo en un lugar muy bonito, tengo cuidadores que me quieren, médicos que me miman y compañeros y compañeras de mi misma edad a los que puedo llamar amigos.

Esto tiene que costar mucho dinero, y la verdad es que no llego a entender del todo porque o quien me trajo aquí. Curiosamente recuerdo a la perfección toda mi infancia y mi primera juventud, recuerdo que me casé y mi marido era muy rico —estaba sólo y me empleó como asistenta, ya tenía una edad y necesitaba alguien que le cuidase— yo lo hice tan bien que me convertí en su esposa. Pero el pobre no me duró ni quince días, fue mi última pareja. A partir de ahí cambió mi existencia, comenzando desde mi viudez estos lapsus míos de memoria, fue como si una nube penetrase en mi cabeza y comencé a vivir en un sueño o una pesadilla. Reconozco a la gente que me rodea, pero no consigo recordar mis actos.

Esta mañana, por ejemplo, al dar mi paseo mañanero por los jardines de esta lujosa mansión sé que he estado hablando con Enrique, un hombre de mi edad, muy amable y caballeroso. Lo sé porque hablamos a menudo e incluso por las tardes algunas veces, junto con dos de mis amigas, hemos jugado una partidita de parchís. Hoy su mirada era diferente, en sus ojos, hasta el momento, siempre atentos y bondadosos, me pareció reconocer las miradas de mi padre y hermanos. Al final, siempre me pasaba lo mismo, no llego a comprender porque razón todos los hombres que se han cruzado en mi camino de una forma u otra  me les han recordado.

Ayer fui con Loli una de las cuidadoras a un Centro Comercial y me he comprado un infernillo para hacerme mi propia comida, la que hacen aquí está buena, pero quiero mantenerme ocupada y a mi siempre me gustó mucho cocinar.

Esta noche he invitado a cenar a Enrique, no sé aún que voy a hacer, pero seguramente le prepararé ese plato especial que tanto les gustaba a ellos, ese plato que fue su perdición y mi libertad. Me gusta volver al pasado, revivir esas vivencias que ahora me son tan  difíciles de retener, me miro en el espejo y me veo mucho más débil que antes, soy una anciana huesuda y diminuta pero, paradójicamente, me siento mucho más fuerte. Es curioso ver como a pesar de que nadie daba un pimiento por mí cuando nací, me he superado. Lo que puede dar de sí una mujer frágil, patética y pequeña.

FIN

miércoles, 28 de noviembre de 2012

VUELVA USTED EL MES QUE VIENE


Toñi llevaba más de tres cuartos de hora haciendo cola en la secretaría del instituto de su hijo: «Esto me pasa por despistarme y esperar siempre a última hora, si me descuido se me pasa el plazo de solicitud de la beca». Claro, que eso parecía que les había pasado a todos. La mujer miraba el reloj angustiada, si seguía así perdería la cita que tenía con el médico para la revisión de su hija pequeña, y no estaban las cosas para bromas, ya le había costado Dios y ayuda conseguirla, vamos, que poco más, y la revisión de los siete años se la hacen a la niña a los catorce: «Cosas de la crisis señora Huélamo, con tantos recortes estamos desbordados». Recordaba las palabras de la secretaria del Centro de ¿Salud?

Toñi tenía una maldita manía; siempre que esperaba muerta de aburrimiento en un sitio le daba por mirar las caras de los que, como ella, compartían espera, entraban o salían y, ¡oh Dios!, las caras de todos los que se marchaban en aquel momento no le gustaban nada.

Al fin, tras una paciente dilación, llegó a pie de mostrador. El ansia viva inundó  su cuerpo e hizo multiplicar por dos su velocidad al hablar.

— Buenos días, venía para solicitar la beca de mi hijo, un poco más y se me pasa el plazo —soltó de carrerilla y a punto de ahogarse.

— Buenos días, ya veo que trae toda la documentación en regla, voy a comprobar el expediente de su hijo, Iván Mateos Huélamo, ¿verdad?

— Sí, sí.

El hombre se apartó de allí y al cabo de un rato volvió con una carpeta y un gesto no muy esperanzador.

— Pues me temo que este año lo de la beca lo va a tener muy mal.

— ¿Por?

— ¿Es que no se ha enterado que ahora las becas las van a conceder por las calificaciones de los chicos? Sí, ya no vale eso de que los sueldos no llegan. Cosas de la crisis, es una forma más de reducir, ¿sabe? Y es que Iván, bueno que quiere que le diga de su hijo que usted no sepa, no es precisamente un buen estudiante.

— ¿Cómo? Entonces ahora aunque su padre gane una miseria y nos veamos con el agua al cuello a final de mes, ¿no tendremos beca?

— Pues me temo que no señora, porque además veo que ustedes no son tampoco familia numerosa…

— Un momento, me acaba de decir que esas cosas ya no valen.

— Bueno sí, pero quizá, si fuesen más de familia algo se podría hacer.

— Pues a mí me parece que la manutención de cuatro personas ya está bien,  con esos sueldos de pacotilla —dijo la mujer indignada.



Toñi salió cabreada de allí y, para colmo, ya no llegaba ni de coña al médico con Laurita, se imaginaba la cara de circunstancias de la recepcionista del Centro de Salud: «Lo siento señora Huélamo, pero ya no va a poder ser hasta el mes que viene; cosa de los recortes».


FIN

domingo, 25 de noviembre de 2012

TIERRA DE NADIE



Era un día primaveral, uno de esos días en los que el sol se reflejaba en aquel ancho caudal que rodeaba aquella hermosa y verde isla que servía a su pueblo de refugio cada verano; Waban y su gente habían cruzado el gran río que separaba aquel paraíso de tierra firme. Como cada año, al inicio de la primavera su pueblo se ponía en marcha desde el interior buscando el clima magnánimo que proporcionaba la cercanía del mar a las inclementes temperaturas estivales.

El cuadro que contemplaban sus ojos le gustaba, los hombres acomodaban las tiendas para sus familias, mientras las mujeres preparaban la comida parloteando alegremente. El griterío de los niños chapoteando en la orilla del agua era música celestial para sus ya ancianos y cansados oídos.



Los lepanes tenían dos señas de identidad, por una parte eran una tribu nómada, caminaban en pos de su destino, se buscaban la vida viajando de un lugar a otro, no se sentían dueños de nada porque en realidad nada era suyo, pero en cierta forma todo les pertenecía. Se podía decir que por lo único que sentían cierto arraigo era por aquel pedazo de tierra al que volvían desde tiempos inmemoriales cuando los rayos de sol comenzaban a acariciar sus cuerpos con más fuerza. Por otro lado, también era un pueblo pacífico, fundamentalmente porque vivían en un estado de inocencia completa. En su pequeño mundo rodeado de grandes praderas, altas montañas y anchos y caudalosos ríos no sabían lo que era la violencia, porque tampoco les había hecho falta utilizarla, sólo conocían y temían el gran poder de la naturaleza que para ellos era, sin lugar a dudas, también su gran aliada, porque sabían que de ella extraían todo aquello que necesitaban, pero a ninguno de aquellos hombres sencillos se le hubiese ocurrido violentar su ley. En su código moral, sin escrituras de ningún tipo, ellos sabían muy bien que aquella señora poderosa podía llegar a ser inclemente y terminar con ellos de un plumazo igual que si fueran la más pequeña y vulnerable de las hormigas.

Waban se sentía en paz con todo lo que le rodeaba y con él mismo, cerró los ojos y se dejó llevar por los sonidos que le envolvían y por aquella brisa con sabor a sal que acariciaba su rugosa cara pegándose a sus labios. En cuestión de un instante todo se paró, los ruidos cesaron, hasta el aire se paró. Waban abrió los ojos, su aguda vista de lince contempló a lo lejos un pequeño punto negro que surcaba esa inmensidad azul y que poco a poco se hacía más grande. Lo que hacía pocos instantes era un bello cuadro en movimiento se había convertido en una imagen estática, todos habían parado sus actividades y contemplaban mudos aquel extraño espectáculo.

************

Corría el año 1626, el capitán del barco holandés terminaba de abrir el diario de a bordo cuando escuchó los gritos de la tripulación desde cubierta. Tras muchos días de navegación habían divisado tierra. El hombre dejó el diario abierto sobre la rústica mesa de madera que le servía de escritorio y salió de su camarote. En poco tiempo pisarían una nueva tierra, pero tenían que ser prudentes ya que no sabían lo que podían encontrarse allí, fieras extrañas, hombres hostiles, todo era posible. Con la voz impregnada de emoción el capitán comenzó a impartir órdenes entre su tripulación.

************

Todo había resultado mucho mejor de lo esperado, ese puñado de hombres curtidos por tantos viajes y la dura vida de los marinos se vieron rodeados por muchos ojos curiosos que contemplaban con ojos perplejos sus extraños ropajes, sus altos sombreros y sus caras cubiertas de pelo. Pasado el primer momento de estupor y desconfianza aquellos hombres de pieles oscuras y ojos achinados se acercaron a ellos y comenzaron a tocarles, pero sin asomo de violencia, lo único que les movía era la más pura curiosidad. Con el paso de los días la confianza se iba afianzando entre aquellos seres humanos a los que la cultura y un ancho océano había separado a través del tiempo.

Cuando hay interés y voluntad el acercamiento es posible y también la comunicación aunque los lenguajes sean distintos y así, Waban y el jefe de aquellos hombres de pálidos rostros se sentaron y hablaron, en distintas lenguas, pero hablaron, y así llegaron a un acuerdo fácil e incruento, dieron un pequeño paso que sin ellos saberlo cambiaría para siempre su mundo y el de toda la Humanidad. Así por un puñado de abalorios brillantes que no sobrepasaban los 60 florines, aquel grupo de hombres lepanes que no conocían el valor del dinero vendieron su pequeño paraíso, su querida isla de Manhattan, realizando así el negocio más ventajoso y más barato de la historia de la Humanidad.

La última noche que Waban pasó bajo el cielo de su isla un sueño extraño e inquietante le despertó en medio de turbios pensamientos. En su sueño vio a gente muy parecida a él, sus mismos rasgos se dibujaban en una gran hilera de personas que caminaban con pasos cansinos, cargando con sus escasas pertenencias por un camino polvoriento y desértico. Unos hombres blancos montados a caballo y vestidos de forma rara de color oscuro y con la pechera tachonada de botones dorados en el pecho bordeaban aquella fila. Los hombres de su raza que caminaban despacio en medio de aquella polvareda estaban tristes, muy tristes, caminaban con la cabeza baja, arrastrando los pies como soportando una gran carga o, mejor dicho, una gran decepción a sus espaldas. Su mirada tenía el desgarro de una pena profunda y a la vez no era pura, habían conocido las guerras, la violencia; también habían firmado pactos, tratados y treguas que aquel que llamaban Gran Padre Blanco había vulnerado una y otra vez empujándoles cada vez más al límite de aquella inmensa tierra que sus antepasados nunca habían considerado suya, porque nadie les había enseñado el significado de las palabras  pertenencia y "civilización".

Waban ya no pudo conciliar el sueño. A la mañana siguiente recogió lo poco que le pertenecía y caminó como aquellos que había visto en sueños, con los pies cansados, la espalda curvada llevando un peso que no era real y la mirada velada con la tristeza del destierro.



FIN

lunes, 24 de septiembre de 2012

UNA CONSTITUCIÓN PARA UN REY



"No cesaba Fernando de pedirme una esposa de mi elección: me escribía espontáneamente para cumplimentarme siempre que yo conseguía alguna victoria; expidió proclamas a los españoles para que se sometiesen, y reconoció a José, lo que quizás se habrá considerado hijo de la fuerza, sin serlo; pero además me pidió su gran banda, me ofreció a su hermano don Carlos para mandar los regimientos españoles que iban a Rusia, cosas todas que de ningún modo tenía precisión de hacer. En fin, me instó vivamente para que le dejase ir a mi Corte de París, y si yo no me presté a un espectáculo que hubiera llamado la atención de Europa, probando de esta manera toda la estabilidad de mi poder, fue porque la gravedad de las circunstancias me llamaba fuera del Imperio y mis frecuentes ausencias de la capital no me proporcionaban ocasión".

Napoleón Bonaparte (Extracto de las notas que el Emperador escribió en su   retiro en la isla de Santa Elena)

************

Castillo de Valençay (Francia) 11 de marzo de 1812

El joven se paseaba nervioso por la sala del palacio que, ahora, le servía de residencia en el país vecino que cuatro años atrás se había convertido en enemigo. No podía quejarse, al fin y al cabo, el taimado gabacho o, mejor dicho, el corso; ya que para más inri aquel advenedizo no era ni siquiera francés de nacimiento, no le trataba mal.

Sus primeros temores habían sido injustificados, claro que en esto había influido su forma de ser esquiva, ambigua y sobre todo maleable para cualquiera de sus intereses. El corso se la había jugado tanto a su padre como a él; les había engañado ladinamente haciendo abdicar al primero en beneficio del segundo. Nadie en la corte había sido capaz de advertir la astucia del emperador. Ni su padre ni él habían heredado la agudeza de su abuelo. Aun así, Fernando no perdía las esperanzas. Allí, preso en el castillo de Valençay, pasaba los días junto a su hermano menor Carlos Isidro ambos amparados por su tío y tutor.  No, no podía lamentarse de su situación pese a que Napoleón no pagase lo prometido o, al menos, no su totalidad, su vida no era mala.

Pero aquel joven que aún no había cumplido los treinta años no se conformaba con esa vida; él quería más y más, no podía contar las innumerables misivas que había dirigido a aquel advenedizo “generalucho” salido de la nada que ahora gobernaba los destinos de Francia y que aspiraba a gobernar los de toda Europa y, por ende, todos los territorios de ultramar. El joven siempre recordaba aquella máxima: «Si no puedes contra tu enemigo, únete a él», o algo parecido, y eso es lo que él había pretendido durante todo su destierro, pero aquel pequeño cabrón no le hacía ni caso, a él, uno de los príncipes de la rama más pura y del linaje más antiguo de toda Europa.

Su rostro dibujó una difusa sonrisa: «Mejor, —pensó— de todas formas yo nunca me habría conformado con ser el segundón de este bastardo intruso, él mismo cavará su propia tumba y, entonces, me tomaré la revancha; por fin, podré tomar lo que me pertenece por derecho».

A pesar de esos gratos pensamientos, aquella mañana no conseguía  dominar su estado de nerviosismo. Hacía meses que habían enviado a uno de sus mejores hombres a España y aún no tenía ninguna noticia al respecto, tan sólo un correo recibido hacía más de veinte días, en el que su hombre, le comunicaba que había arribado al puerto de Marsella sin ningún contratiempo. Cierto que entre la importante ciudad portuaria y el lugar donde él se encontraba retenido distaba muchas millas, pero el real invitado del castillo no era un hombre caracterizado por su paciencia.

De repente, la puerta de la estancia se abrió de par en par y el fiel Dámaso Fuentes, su secretario, atravesó la puerta de forma casi intempestiva, algo extraño, dada su naturaleza sosegada.

— ¡Alteza!, ¡Alteza! Acaba de llegar…

El joven le dirigió una mirada fría y cargada de odio, no podía soportar que sus subordinados le tratasen con un rango inferior al que él merecía, parecía que todos olvidaban que él ya era rey, que su padre había renunciado al trono al poco tiempo de pisar suelo francés. Dámaso, dándose cuenta de inmediato de su desliz, puso rápidamente solución al asunto.

— Perdón Majestad, la emoción del momento y el saber que vuestro ansiado enviado acaba de atravesar la puerta del castillo me hizo perder por un momento la cabeza, os ruego me perdonéis tan lamentable error —contestó el secretario con un total servilismo inclinando la cabeza hasta casi rozar sus  rodillas.

— ¡A que esperas, hazle pasar inmediatamente! Sabes que ardo en deseos de conocer las últimas novedades de mi patria.

El secretario salió del gabinete y al momento volvió acompañado por dos hombres. Uno de ellos, el que entraba en primera posición, con porte marcial y largas patillas canosas, a pesar de vestir ropas civiles, hizo un perfecto saludo militar al rey. El otro hombre, mucho más joven, más o menos de la edad de Fernando y también vestido de paisano, hizo lo propio pero unos pasos por detrás del hombre mayor.

— ¡Bienvenido mi estimado general! Esperaba ansioso vuestro regreso, espero presto vuestras noticias, tomemos asiento junto a ese ventanal y ponedme de inmediato al corriente de todo lo que está sucediendo en mi querida España. Dámaso, mande que nos traigan alguna vitualla, los viajes suelen son agotadores y algo de comer y beber restablecerá el ánimo de nuestro viajero.

En ese momento el rey se fijó por primera vez en el hombre que acompañaba a su confidente.

— General, ¿quién es este joven que os acompaña?

— Majestad, es Don Rafael de Riego, un patriota y un valiente; un gran defensor de los intereses españoles y un héroe, me lo encontré en el camino y, dado que los dos íbamos en la misma dirección, no pude por menos que instarle a acompañarme para que os pudiese conocer. Este joven que veis se alistó antes de la guerra como Guardia de Corps y posteriormente fue ayudante del general Acevedo.

— ¿Vos también venís de España? —preguntó el Monarca interrumpiendo la explicación de su general.

— Desgraciadamente no mi señor, en el intento por liberar del asedio al general Acevedo fui hecho prisionero, me trasladaron a Francia pero afortunadamente me dejaron libre hace unos meses. Llevo fuera de nuestra querida patria desde 1808.

— Bien, no tengo ningún reparo en que este joven escuche sus explicaciones general, puesto que está demostrado que ha sido un valiente defensor de nuestros intereses. Tomen asiento, general no se demore más y contadme  como está la situación en España.

— Bueno majestad, los ánimos están muy caldeados en contra del francés, no hay ciudad o pueblo que no se le resista. Todos os aclaman como su legítimo heredero, de hecho, el pueblo ya os ha puesto un sobrenombre con el que no dudo que pasaréis a la posteridad, os llaman “El Deseado”, así de fuerte es el amor que os profesan vuestros súbditos.

Fernando no pudo disimular una sonrisa de satisfacción, ni evitó un envaramiento de su cuerpo. Eso era lo que quería, que su pueblo lo amase sobre todas las cosas. Aquello era fundamental para la lucha contra aquel bastardo invasor.

— He cumplido la misión que me encomendasteis, no sin muchas dificultades, conseguí llegar a Cádiz, el único bastión que consigue ser inexpugnable para los franceses. Aquellas gentes con su gracejo peculiar, no sólo se mantienen a raya de los constantes bombardeos de los asaltantes, es que encima tienen el coraje de reírse de ellos en sus narices. Las Cortes trabajan incesantemente por y para los intereses españoles, cuando salí de allí estaban ultimando unas leyes que llamarán Constitución, una especie de acuerdo entre los gobernantes y el pueblo.

— No entiendo bien,  general, ¿cómo que un pacto entre los gobernantes y el pueblo? Pero eso no me afectará a mí, yo soy el rey, mi mandato es divino y mi poder viene directamente del Todopoderoso.

— ¡Ejem! —el general intentó aclararse la garganta con un ligero carraspeo, se temía que lo que iba a decir al rey no iba a ser de su gusto— Bueno, majestad, algo si que puede afectar a vuestra realeza. Una de las premisas de esas nuevas leyes será que la soberanía residirá en el pueblo, y que este tendrá poderes para decidir su destino. La nueva constitución rechaza la Monarquía Absoluta, no creen en el poder divino del Soberano.

Fernando apretó los dientes y se levantó de la silla de un salto, en su abrupto gesto dio un manotazo a la bandeja que contenía las viandas para los invitados y una copa del excelente vino rojo de Burdeos, cayó en su casaca beige tiñéndola de rojo.

— ¡Panda de degenerados! No se puede dejar el destino de un país a esos locos incompetentes, la soberanía real no se discute, ¡¿me escucha, general?! Eso es sagrado, mi poder viene de la Divina Providencia y un grupo de lunáticos jamás podrán quitarme ni mis privilegios, ni mis derechos. ¡Malditos liberales! ¡Malditos mil veces! La culpa de todo la tiene este corso loco que ha ido metiendo ideas raras por donde ha pasado, constituciones, libertad para los esclavos… paparruchas y más paparruchas, ¿qué se podría esperar de alguien que se ha coronado así mismo siendo un vulgar ladrón advenedizo?

— Majestad, me temo que esas leyes que quiere adoptar el Emperador, son muy suaves comparadas con las que están elaborando nuestros políticos.

— ¿Qué pretenden estos canallas con estas libertades? ¿Otra revolución, más guillotinas? ¿Intentan hacer en España lo mismo que estos bárbaros gabachos hicieron aquí, no hace tanto tiempo? ¡No lo consentiré!

— Tranquilícese Majestad, de momento es sólo un proyecto, no creo que nuestros diputados sean tan insensatos cómo para defender una revolución tan violenta como la que sufrieron nuestros vecinos en el 89. Lo primero es expulsar a los franceses de nuestra tierra, luego…

— Efectivamente general, en eso os doy la razón, lo primero es lo primero y quiero que estos usurpadores salgan pronto de mi país, quiero tomar lo que me pertenece cuanto antes. Dejemos que ahora luchen por mí, si hay que decir que sí a esas espantosas leyes y estar de acuerdo con ellas, aunque sea momentáneamente, lo estaremos. Dejemos que me adoren, que el populacho se bata en las calles por mí, permitamos que rieguen con su sangre valiente ese suelo bendito que es su patria y que veneren a su rey, cuando todo esto termine ya veremos que pasa con ese puñado de papeles inservibles. ¿Qué sería de las naciones si no existiesen los héroes? ¿Y vos, qué opináis, Don Rafael?

Rafael de Riego apretó los puños intentando contener la nausea que le subía por la garganta. Aquel hombre no merecía su cargo, ni su cargo ni el esfuerzo, el valor y la sangre que tantos españoles valientes estaban derramando por él. Aquel hombre envestido de un halo majestuoso y, según él, divino, estaba hecho de la peor pasta que podía estar hecho un ser humano, la de la cobardía. Aquel hombre no era un ser divino elegido por Dios para gobernar un pueblo, era tan sólo un egoísta y un felón.

— Majestad, general, si me lo permiten yo debo seguir mi camino, quiero subir a Bayona y de ahí tomar un barco que me lleve de vuelta a España, quiero estar con mi pueblo, luchando como uno más contra cualquier tipo de opresión que quieran ejercer sobre él. En cuanto a lo que yo piense o deje de pensar ahora no es prioritario, Majestad; todos estamos en las manos de alguien mucho más importante, sólo Dios sabe lo que nos puede deparar el futuro. Hoy mi misión, como la de todos, es ayudar a mis compatriotas a liberar nuestro país, mañana, ¿quién sabe lo que pasará mañana?

— Sois un valiente Don Rafael, llevad con vos mis mejores deseos y expulsad pronto a estos viles usurpadores, ya estoy harto de ser un prisionero.

Rafael de Riego hizo un perfecto saludo militar y salió rápidamente de aquella estancia que le estaba asfixiando: «Nos volveremos a ver las caras Fernando, tarde o temprano nos volveremos a encontrar y juro, por lo más sagrado, que la traición que tramáis contra vuestro pueblo no os saldrá barata aunque a mí me vaya la vida en ello».


************

Cádiz, 19 de marzo de 1812

Toda la ciudad de Cádiz se agolpaba en la Plaza del Remolar junto a las puertas del Oratorio de San Felipe Neri, aquel día nadie pensaba en trabajar y mucho menos se preocupaba por las bombas que caían de continuo en la ciudad. En las calles se respiraba un aire festivo ajeno al dramatismo de aquel asedio que duraba ya dos años. Ese día los diputados de las Cortes Españolas, que residían desde hacía más de un año en aquella ciudad inexpugnable para las tropas imperiales, darían a conocer la primera Constitución Española, no es que nadie supiera muy bien de que iba aquello, pero las voces que corrían eran esperanzadoras. Aquellas leyes garantizarían la igualdad y la libertad de todos los ciudadanos, los ricos y los pobres. Todos, a partir de entonces, vivirían un poco mejor bajo la protección de ese puñado de papeles que les prometía  una serie de garantías hasta entonces desconocidas.

Era tal el jolgorio y la alegría popular que aquel evento ya tenía nombre, llevaría, como no, el del santo del día al más puro estilo tradicional español. Cuando el Presidente de las Cortes hizo acto de presencia en el portalón del Oratorio todo Cádiz se unió en un mismo clamor que silenció, por unos momentos, el ruido de las bombas: «¡Abajo el invasor! ¡Viva nuestro rey Fernando! ¡Viva la Constitución! ¡VIVA LA PEPA!»

FIN
  

domingo, 18 de marzo de 2012

EL ÚLTIMO ROMÁNTICO


Mariano nunca pensó que le iba a tocar, ¿a él?, ¡imposible! Llevaba trabajando más de diez años en la empresa, un negocio grande, solvente y con un montón de empleados. Esa señora no osaría tocar aquellos sagrados muros, ese pilar de la economía, de las finanzas y, ante todo, aquel icono del buen funcionamiento del país. Estaba convencido de que si caía su empresa todo se iría a la mierda.

Aun así los rumores se propagaban como la pólvora entre los más de quinientos  empleados que componían la plantilla, solamente de su centro de trabajo: «Guerrero, el Jefe de Personal, está llamando a algunos a su despacho, creo que están empezando a repartir las nuevas condiciones laborales y dicen que van a ser tremendas». Paparruchas, pensaba Mariano: «estos incautos se están dejando apabullar por los sindicatos. No, la compañía va viento en popa, la prueba está en que sigue teniendo beneficios, no tantos como otros años; pero seguimos subiendo y ganando dinero». Él lo sabía bien, no en vano era uno de los muchos contables que llevaban las cuentas de aquel emporio.

— Mariano, acude ipso-facto al despacho del Sr. Guerrero, quiere hablar contigo inmediatamente —escuchó la voz de Noelia, la secretaria del Jefe de Personal.

— ¿Sabes para qué quiere hablar conmigo? —Preguntó Mariano lleno de curiosidad— Estoy escuchando rumores entre los compañeros, dicen que es para pactar las nuevas condiciones laborales.

— Pues algo de eso hay, Mariano, no te puedo decir gran cosa, pero sí que es verdad que el jefe se está reuniendo con todos los trabajadores. Estoy viendo muchas caras largas desfilar por aquí, imagino que la crisis está llamando a nuestra puerta. Venga Mariano, dejémonos de charlas que tampoco puedo contarte nada. No sé mucho más, todo esto viene de las altas instancias, directamente de la oficina principal y no pasa por mis manos, pero se cuece algo y, me da la impresión, que no es nada bueno.

— ¿Tanto como para despedir? —insistió Mariano.

— ¡Ay Mariano, ya te he dicho que no lo sé! Lo mejor es que vengas inmediatamente y te enteres, ¡hombre!, tengo la impresión de que al ser llamados uno por uno la cosa va a ser personalizada, de nada te serviría saber lo que le ha pasado a fulanito o a menganito, lo mismo a ti eso no te afecta.

Mariano, por fin, a caballo entre la duda y el miedo colgó el auricular y voló más que corrió al despacho de la tercera planta.

— Me han dicho que quería verme Don Gonzalo.

— Efectivamente Mariano, pasa y siéntate. Ya sabes que estamos atravesando un período difícil, así que la empresa ha decidido hacer unos ajustes.

— ¿Eso significa que habrá despidos?

— Lamentablemente sí, y esos despidos los tendrán que cubrir los que se queden en la empresa y eso llevará a ampliar horarios de trabajo y a ajustar las jornadas, incluso pasando por encima del convenio. Pero alégrate, Mariano, no pongas esa cara de estreñido, que tú sigues con nosotros, eres fundamental para la empresa y no podemos prescindir de tus servicios.

 Mariano respiró, por unos instantes su corazón había dejado de latir.

— Eso sí, tendrás que realizar un pequeño esfuerzo, la jornada ahora será de nueve horas, y con la nueva libertad de horarios, tendrás que venir algunos domingos, no todos, por supuesto.

— Pero la conciliación laboral, los derechos a tener tiempo libre y estar con la familia. Yo vivo muy lejos y ampliar mi horario dos horas más me supondrá estar fuera de casa doce o trece horas. ¿Cuándo podré ver a mi familia y disfrutar de mis hijos?

— Pero que me estás contando Marianito, ¿conciliación laboral, horario para la familia? Cuentos chinos, lo fundamental hoy en día es tener trabajo hombre, lo demás está fuera de lugar, así que no me jodas, ni me vengas con pamplinas. En fin esté será tu nuevo cuadrante, te lo lees y si estás conforme lo firmas y me devuelves la copia firmada.

— ¿Hay alguna posibilidad de rebatir este cuadrante? —preguntó lánguidamente Mariano.

— No, no la hay —contestó el jefe en tono ácido y cortante—. La situación es esta y ahora tenemos todas las de la ley para hacerlo, cada empresa tiene libertad de adaptar las normas que crea convenientes para salvar la situación de crisis que vivimos. Estas son lentejas, si las quieres las comes, y si no las dejas.

— De acuerdo Sr. Guerrero, en unos minutos me lo leo y le pasaré la copia firmada.

— No hace falta que vuelvas al despacho, se lo puedes dejar a Noelia y ella ya se encargará de archivarla. ¡Ah! Mariano, se me olvidaba decirte que a partir del mes que viene las nóminas se van a ver mermadas en un 5%, la situación es mala, muy mala y todos nos tenemos que apretar el cinturón para intentar salir de esta mierda.

A Mariano se le quedaron muchas cosas dentro, como el decir a aquel lechuguino engreído que la empresa podía aguantar perfectamente sin recortes de personal o de sueldos. Y que seguramente, si jefecillos como él, en lugar de subirse el sueldo un 10% y cobrar esas cantidades exorbitantes se redujesen ellos ese famoso 5%, ya sería la “releche”, pero no pudo más que agachar la cabeza, suspirar tristemente y pensar en el disgusto que se llevaría Adela, su mujer, cuando llegase a casa con la noticia, mientras las últimas palabras de Don Gonzalo Guerrero rebotaban en sus oídos: «Y recuerda Mariano, lo más importante hoy en día es trabajar y trabajar para salir de este pozo de porquería, eres afortunado de tener un puesto de trabajo, no lo olvides».


FIN

jueves, 15 de marzo de 2012

MAMÁ BETH


Cuando una mañana lluviosa del mes de octubre Diane vio pasar al pequeño de los Davenport a su coqueto establecimiento —un elegante salón de té en pleno centro del pueblo— no se pudo creer lo que veían sus ojos.

Los Davenport eran la familia aristocrática por excelencia de aquella pequeña ciudad situada en Nueva Inglaterra. No es que fuese una familia de arraigo en la zona, los Davenport tan sólo llevaban viviendo allí unos veinticinco años. De la noche a la mañana los lugareños vieron como la vieja mansión de los Kelly, situada en lo alto de la colina, a las afueras del pueblo, era ocupada por una familia numerosa.

Nada se sabía de esta señora Davenport, una mujer que rozaba ya la cincuentena, elegante y aún muy hermosa, que demostraba una alegría jovial que no desmerecía para nada su noble porte. Mamá Beth, como quería que la llamara todo aquel que intimaba con ella; era una mujer encantadora que se desvivía por su prole de nueve hijos y dejaba ingentes cantidades de dinero en  los pequeños negocios locales.

A pesar de la bonanza que los nuevos inquilinos suponían para la población, esta familia fue objeto de murmuraciones; unos decían que la señora Davenport era una dama inglesa, viuda de un militar que había muerto en acto de servicio durante la Primera Guerra Mundial, que había dejado a la apesadumbrada viuda cargada de hijos y también de dinero.

Pero tampoco faltaron los comadreos que tildaban a la mujer de poco menos que de prostituta. En todos los sitios siempre hay el sabiondo de turno que quiere o cree saber la vida de los demás; así que mientras una parte de la población consideraba a Mamá Beth como una respetable viuda y madre; la otra mitad pensaba que era una antigua madame de uno de los burdeles más lujosos de Nueva Orleans, incluso se llegó a decir que sus hijos no eran de ella y que los había ido adoptando en los diferentes lugares donde se había establecido.

El caso es que los años fueron pasando y todos llegaron a acostumbrarse a esta familia que comenzó a hacerse sentir en la localidad. Una vez por semana la viuda bajaba al pueblo y hacía las compras semanales, acompañada de alguno de sus hijos y dos de sus sirvientes, era su día de relaciones sociales que ella aprovechaba al máximo, mañana de compras y tarde de merienda acompañada de las señoras prominentes de la ciudad.

Un día Mamá Beth dejó de hacer acto de presencia en el lugar. Al parecer, y según comentaban sus hijos mayores, la pobre mujer se había visto aquejada por una extraña enfermedad nerviosa. La familia, preocupada por su madre, mandó llamar a un médico europeo especialista en este tipo de enfermedades, que desde entonces, se convirtió en un miembro más del clan Davenport.

Nadie volvió a ver a Mamá Beth, ni siquiera sus amistades más cercanas lograron visitarla a pesar de que lo intentaron en varias ocasiones, la respuesta  de alguno de los hijos era invariable: «Lo sentimos pero mamá no se encuentra bien, lamenta mucho no poder recibirla».

Los años fueron pasando y de la antigua relación de los Davenport con los lugareños quedó poco. Los hijos de Mamá Beth se habían convertido en hombres y mujeres extraños, solitarios, envarados y altivos; todos parecían haber sido cortados por el mismo patrón, altos, enjutos, de piel cetrina y, sobre todo, ninguno había heredado la amable jovialidad de su progenitora. Todos menos el pequeño, Mortimer, un chico que había llegado a la ciudad siendo un niño de tres años y que había pasado casi toda su vida estudiando en el extranjero.

El regreso de Monty, como le llamaban en el pueblo, supuso un aire nuevo para todos, ya que este joven de carácter abierto vino a romper, en parte, aquella extraña barrera que se habían impuesto sus hermanos.

A los pocos meses la sorpresa llegó en forma de compromiso, Mortimer y Diane se casaron en la iglesia de la pequeña localidad. Los preparativos de la boda fueron la comidilla del momento, y muchos, fueron los que pensaron que seguramente Mamá Beth ya estaría mejor y que asistiría a la boda. ¿Cómo iba a perderse el enlace del primero de sus hijos que daba ese importante paso? Pero llegó el día señalado y la mujer no apareció por ningún sitio.

Mientras, la vida en la mansión continuaba su monótono curso. Diane se vio obligada a cerrar su negocio; ni a Monty, ni al resto de la familia les gustaba que fuese todos los días al pueblo. Así que el tiempo se le hacía eterno encerrada allí, rodeada por las sombras de sus mudos cuñados, con quienes no tenía la más mínima relación.

— Querido, ¿cuándo podré ver a tu madre? Me gustaría tanto poder hablar aunque fuese unos minutos con ella. Aún la recuerdo, cuando yo era pequeña el pueblo se convertía en una fiesta cuando ella aparecía. Era tan amistosa y tan amable, es una lástima que esa incómoda enfermedad se haya cebado en ella.

— No te preocupes cariño, todo llegará, dentro de no mucho tiempo entrarás con nosotros a nuestras tertulias de los jueves, así que vete preparando.

A los pocos meses de la boda Monty la sorprendió con una noticia.

— Diane, esta noche subirás con nosotros a la habitación de mamá, por fin ha dado su consentimiento, quiere verte.

Diane pasó el día nerviosa y ocupada pensando que ropa podría lucir ante su suegra, cuando llegó el momento, Monty fue a buscarla a su alcoba común.

— Estás preciosa, cielo, mamá se sentirá orgullosa de ti.

La joven subió las escaleras hasta la última planta de la mansión con el corazón desbocándose por su boca.

Al llegar ya estaban allí todos sus cuñados, la habitación era grande pero estaba completamente a oscuras, todos los ventanales habían sido cegados.  Una luz blanca y mortecina iluminaba una especie de cama redonda donde un ser amorfo, sin formas, sin cabeza, sin cuerpo y sin extremidades, reposaba. Alrededor de aquella masa gelatinosa de un color verde grisáceo, había diez sillas extrañas de madera; a Diane le parecieron como aquellos asientos que había visto un día retratados en un periódico, esas malditas sillas donde mataban a los condenados a la pena capital.

La joven ahogó un grito e intentó salir de allí, pero los fuertes brazos de Mortimer la retuvieron.

— No te preocupes cariño, no pasará nada, ahora si que ya serás uno de los nuestros.

La última imagen que logró recordar Diane fue como la arrastraron a una de esas sillas y ataron su cintura al respaldo con un fuerte cinturón de cuero, mientras aquel horrible doctor se acercaba a ella con una jeringuilla.

Al despertar, Diane se vio allí sentada, rodeada por su marido y sus cuñados, un gran peso se concentraba en su cabeza, seguía atada. Tanto Mortimer, como el resto de la familia permanecían con los ojos cerrados, ninguno tenía puesto el cinturón, y sobre sus cabezas reposaba una especie de casco de metal que les cubría todo el cráneo y la frente hasta casi rozarles las cejas, de estos artilugios salían un montón de cables que estaban conectados a una extraña y enorme máquina. Diane no la había visto antes, suponía que, en un principio, se hallaba oculta tras los cortinones verdes que había visto al fondo de la habitación. De este raro aparato salían más cables que se hallaban enchufados a esa masa deforme que pretendía ser Mamá Beth.

Diane poco a poco se fue convirtiendo en uno de ellos, triste, con la piel amarillenta, solitaria, flaca hasta casi rozar esos límites en los que la delgadez puede considerarse enfermedad, sin ganas de hablar y reír. Todo lo que fue alguna vez se había quedado en un rincón de su pasado.

Ahora sólo le quedaba un recuerdo, su nombre, y las palabras que, procedentes de una voz desconocida y que, ahora, recordaba lejanas rebotaron en su mente durante su primera reunión familiar: «No olvides nunca tu nombre, es lo único que te mantendrá enlazada a la vida».

— Me llamo Diane Gillbert, me llamo Diane Gillbert —repetía como una autómata la joven día y noche, sobre todo cada jueves antes de penetrar en el dormitorio de Mamá Beth— podrás robarme toda mi energía, podrás absorberme entera, pero mi nombre y mis recuerdos no te los llevarás jamás.


FIN