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lunes, 24 de septiembre de 2012

UNA CONSTITUCIÓN PARA UN REY



"No cesaba Fernando de pedirme una esposa de mi elección: me escribía espontáneamente para cumplimentarme siempre que yo conseguía alguna victoria; expidió proclamas a los españoles para que se sometiesen, y reconoció a José, lo que quizás se habrá considerado hijo de la fuerza, sin serlo; pero además me pidió su gran banda, me ofreció a su hermano don Carlos para mandar los regimientos españoles que iban a Rusia, cosas todas que de ningún modo tenía precisión de hacer. En fin, me instó vivamente para que le dejase ir a mi Corte de París, y si yo no me presté a un espectáculo que hubiera llamado la atención de Europa, probando de esta manera toda la estabilidad de mi poder, fue porque la gravedad de las circunstancias me llamaba fuera del Imperio y mis frecuentes ausencias de la capital no me proporcionaban ocasión".

Napoleón Bonaparte (Extracto de las notas que el Emperador escribió en su   retiro en la isla de Santa Elena)

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Castillo de Valençay (Francia) 11 de marzo de 1812

El joven se paseaba nervioso por la sala del palacio que, ahora, le servía de residencia en el país vecino que cuatro años atrás se había convertido en enemigo. No podía quejarse, al fin y al cabo, el taimado gabacho o, mejor dicho, el corso; ya que para más inri aquel advenedizo no era ni siquiera francés de nacimiento, no le trataba mal.

Sus primeros temores habían sido injustificados, claro que en esto había influido su forma de ser esquiva, ambigua y sobre todo maleable para cualquiera de sus intereses. El corso se la había jugado tanto a su padre como a él; les había engañado ladinamente haciendo abdicar al primero en beneficio del segundo. Nadie en la corte había sido capaz de advertir la astucia del emperador. Ni su padre ni él habían heredado la agudeza de su abuelo. Aun así, Fernando no perdía las esperanzas. Allí, preso en el castillo de Valençay, pasaba los días junto a su hermano menor Carlos Isidro ambos amparados por su tío y tutor.  No, no podía lamentarse de su situación pese a que Napoleón no pagase lo prometido o, al menos, no su totalidad, su vida no era mala.

Pero aquel joven que aún no había cumplido los treinta años no se conformaba con esa vida; él quería más y más, no podía contar las innumerables misivas que había dirigido a aquel advenedizo “generalucho” salido de la nada que ahora gobernaba los destinos de Francia y que aspiraba a gobernar los de toda Europa y, por ende, todos los territorios de ultramar. El joven siempre recordaba aquella máxima: «Si no puedes contra tu enemigo, únete a él», o algo parecido, y eso es lo que él había pretendido durante todo su destierro, pero aquel pequeño cabrón no le hacía ni caso, a él, uno de los príncipes de la rama más pura y del linaje más antiguo de toda Europa.

Su rostro dibujó una difusa sonrisa: «Mejor, —pensó— de todas formas yo nunca me habría conformado con ser el segundón de este bastardo intruso, él mismo cavará su propia tumba y, entonces, me tomaré la revancha; por fin, podré tomar lo que me pertenece por derecho».

A pesar de esos gratos pensamientos, aquella mañana no conseguía  dominar su estado de nerviosismo. Hacía meses que habían enviado a uno de sus mejores hombres a España y aún no tenía ninguna noticia al respecto, tan sólo un correo recibido hacía más de veinte días, en el que su hombre, le comunicaba que había arribado al puerto de Marsella sin ningún contratiempo. Cierto que entre la importante ciudad portuaria y el lugar donde él se encontraba retenido distaba muchas millas, pero el real invitado del castillo no era un hombre caracterizado por su paciencia.

De repente, la puerta de la estancia se abrió de par en par y el fiel Dámaso Fuentes, su secretario, atravesó la puerta de forma casi intempestiva, algo extraño, dada su naturaleza sosegada.

— ¡Alteza!, ¡Alteza! Acaba de llegar…

El joven le dirigió una mirada fría y cargada de odio, no podía soportar que sus subordinados le tratasen con un rango inferior al que él merecía, parecía que todos olvidaban que él ya era rey, que su padre había renunciado al trono al poco tiempo de pisar suelo francés. Dámaso, dándose cuenta de inmediato de su desliz, puso rápidamente solución al asunto.

— Perdón Majestad, la emoción del momento y el saber que vuestro ansiado enviado acaba de atravesar la puerta del castillo me hizo perder por un momento la cabeza, os ruego me perdonéis tan lamentable error —contestó el secretario con un total servilismo inclinando la cabeza hasta casi rozar sus  rodillas.

— ¡A que esperas, hazle pasar inmediatamente! Sabes que ardo en deseos de conocer las últimas novedades de mi patria.

El secretario salió del gabinete y al momento volvió acompañado por dos hombres. Uno de ellos, el que entraba en primera posición, con porte marcial y largas patillas canosas, a pesar de vestir ropas civiles, hizo un perfecto saludo militar al rey. El otro hombre, mucho más joven, más o menos de la edad de Fernando y también vestido de paisano, hizo lo propio pero unos pasos por detrás del hombre mayor.

— ¡Bienvenido mi estimado general! Esperaba ansioso vuestro regreso, espero presto vuestras noticias, tomemos asiento junto a ese ventanal y ponedme de inmediato al corriente de todo lo que está sucediendo en mi querida España. Dámaso, mande que nos traigan alguna vitualla, los viajes suelen son agotadores y algo de comer y beber restablecerá el ánimo de nuestro viajero.

En ese momento el rey se fijó por primera vez en el hombre que acompañaba a su confidente.

— General, ¿quién es este joven que os acompaña?

— Majestad, es Don Rafael de Riego, un patriota y un valiente; un gran defensor de los intereses españoles y un héroe, me lo encontré en el camino y, dado que los dos íbamos en la misma dirección, no pude por menos que instarle a acompañarme para que os pudiese conocer. Este joven que veis se alistó antes de la guerra como Guardia de Corps y posteriormente fue ayudante del general Acevedo.

— ¿Vos también venís de España? —preguntó el Monarca interrumpiendo la explicación de su general.

— Desgraciadamente no mi señor, en el intento por liberar del asedio al general Acevedo fui hecho prisionero, me trasladaron a Francia pero afortunadamente me dejaron libre hace unos meses. Llevo fuera de nuestra querida patria desde 1808.

— Bien, no tengo ningún reparo en que este joven escuche sus explicaciones general, puesto que está demostrado que ha sido un valiente defensor de nuestros intereses. Tomen asiento, general no se demore más y contadme  como está la situación en España.

— Bueno majestad, los ánimos están muy caldeados en contra del francés, no hay ciudad o pueblo que no se le resista. Todos os aclaman como su legítimo heredero, de hecho, el pueblo ya os ha puesto un sobrenombre con el que no dudo que pasaréis a la posteridad, os llaman “El Deseado”, así de fuerte es el amor que os profesan vuestros súbditos.

Fernando no pudo disimular una sonrisa de satisfacción, ni evitó un envaramiento de su cuerpo. Eso era lo que quería, que su pueblo lo amase sobre todas las cosas. Aquello era fundamental para la lucha contra aquel bastardo invasor.

— He cumplido la misión que me encomendasteis, no sin muchas dificultades, conseguí llegar a Cádiz, el único bastión que consigue ser inexpugnable para los franceses. Aquellas gentes con su gracejo peculiar, no sólo se mantienen a raya de los constantes bombardeos de los asaltantes, es que encima tienen el coraje de reírse de ellos en sus narices. Las Cortes trabajan incesantemente por y para los intereses españoles, cuando salí de allí estaban ultimando unas leyes que llamarán Constitución, una especie de acuerdo entre los gobernantes y el pueblo.

— No entiendo bien,  general, ¿cómo que un pacto entre los gobernantes y el pueblo? Pero eso no me afectará a mí, yo soy el rey, mi mandato es divino y mi poder viene directamente del Todopoderoso.

— ¡Ejem! —el general intentó aclararse la garganta con un ligero carraspeo, se temía que lo que iba a decir al rey no iba a ser de su gusto— Bueno, majestad, algo si que puede afectar a vuestra realeza. Una de las premisas de esas nuevas leyes será que la soberanía residirá en el pueblo, y que este tendrá poderes para decidir su destino. La nueva constitución rechaza la Monarquía Absoluta, no creen en el poder divino del Soberano.

Fernando apretó los dientes y se levantó de la silla de un salto, en su abrupto gesto dio un manotazo a la bandeja que contenía las viandas para los invitados y una copa del excelente vino rojo de Burdeos, cayó en su casaca beige tiñéndola de rojo.

— ¡Panda de degenerados! No se puede dejar el destino de un país a esos locos incompetentes, la soberanía real no se discute, ¡¿me escucha, general?! Eso es sagrado, mi poder viene de la Divina Providencia y un grupo de lunáticos jamás podrán quitarme ni mis privilegios, ni mis derechos. ¡Malditos liberales! ¡Malditos mil veces! La culpa de todo la tiene este corso loco que ha ido metiendo ideas raras por donde ha pasado, constituciones, libertad para los esclavos… paparruchas y más paparruchas, ¿qué se podría esperar de alguien que se ha coronado así mismo siendo un vulgar ladrón advenedizo?

— Majestad, me temo que esas leyes que quiere adoptar el Emperador, son muy suaves comparadas con las que están elaborando nuestros políticos.

— ¿Qué pretenden estos canallas con estas libertades? ¿Otra revolución, más guillotinas? ¿Intentan hacer en España lo mismo que estos bárbaros gabachos hicieron aquí, no hace tanto tiempo? ¡No lo consentiré!

— Tranquilícese Majestad, de momento es sólo un proyecto, no creo que nuestros diputados sean tan insensatos cómo para defender una revolución tan violenta como la que sufrieron nuestros vecinos en el 89. Lo primero es expulsar a los franceses de nuestra tierra, luego…

— Efectivamente general, en eso os doy la razón, lo primero es lo primero y quiero que estos usurpadores salgan pronto de mi país, quiero tomar lo que me pertenece cuanto antes. Dejemos que ahora luchen por mí, si hay que decir que sí a esas espantosas leyes y estar de acuerdo con ellas, aunque sea momentáneamente, lo estaremos. Dejemos que me adoren, que el populacho se bata en las calles por mí, permitamos que rieguen con su sangre valiente ese suelo bendito que es su patria y que veneren a su rey, cuando todo esto termine ya veremos que pasa con ese puñado de papeles inservibles. ¿Qué sería de las naciones si no existiesen los héroes? ¿Y vos, qué opináis, Don Rafael?

Rafael de Riego apretó los puños intentando contener la nausea que le subía por la garganta. Aquel hombre no merecía su cargo, ni su cargo ni el esfuerzo, el valor y la sangre que tantos españoles valientes estaban derramando por él. Aquel hombre envestido de un halo majestuoso y, según él, divino, estaba hecho de la peor pasta que podía estar hecho un ser humano, la de la cobardía. Aquel hombre no era un ser divino elegido por Dios para gobernar un pueblo, era tan sólo un egoísta y un felón.

— Majestad, general, si me lo permiten yo debo seguir mi camino, quiero subir a Bayona y de ahí tomar un barco que me lleve de vuelta a España, quiero estar con mi pueblo, luchando como uno más contra cualquier tipo de opresión que quieran ejercer sobre él. En cuanto a lo que yo piense o deje de pensar ahora no es prioritario, Majestad; todos estamos en las manos de alguien mucho más importante, sólo Dios sabe lo que nos puede deparar el futuro. Hoy mi misión, como la de todos, es ayudar a mis compatriotas a liberar nuestro país, mañana, ¿quién sabe lo que pasará mañana?

— Sois un valiente Don Rafael, llevad con vos mis mejores deseos y expulsad pronto a estos viles usurpadores, ya estoy harto de ser un prisionero.

Rafael de Riego hizo un perfecto saludo militar y salió rápidamente de aquella estancia que le estaba asfixiando: «Nos volveremos a ver las caras Fernando, tarde o temprano nos volveremos a encontrar y juro, por lo más sagrado, que la traición que tramáis contra vuestro pueblo no os saldrá barata aunque a mí me vaya la vida en ello».


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Cádiz, 19 de marzo de 1812

Toda la ciudad de Cádiz se agolpaba en la Plaza del Remolar junto a las puertas del Oratorio de San Felipe Neri, aquel día nadie pensaba en trabajar y mucho menos se preocupaba por las bombas que caían de continuo en la ciudad. En las calles se respiraba un aire festivo ajeno al dramatismo de aquel asedio que duraba ya dos años. Ese día los diputados de las Cortes Españolas, que residían desde hacía más de un año en aquella ciudad inexpugnable para las tropas imperiales, darían a conocer la primera Constitución Española, no es que nadie supiera muy bien de que iba aquello, pero las voces que corrían eran esperanzadoras. Aquellas leyes garantizarían la igualdad y la libertad de todos los ciudadanos, los ricos y los pobres. Todos, a partir de entonces, vivirían un poco mejor bajo la protección de ese puñado de papeles que les prometía  una serie de garantías hasta entonces desconocidas.

Era tal el jolgorio y la alegría popular que aquel evento ya tenía nombre, llevaría, como no, el del santo del día al más puro estilo tradicional español. Cuando el Presidente de las Cortes hizo acto de presencia en el portalón del Oratorio todo Cádiz se unió en un mismo clamor que silenció, por unos momentos, el ruido de las bombas: «¡Abajo el invasor! ¡Viva nuestro rey Fernando! ¡Viva la Constitución! ¡VIVA LA PEPA!»

FIN