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martes, 4 de diciembre de 2012

MANTIDAE


Frágil, patética y pequeña, esos son los calificativos con los que siempre me llamaron hasta el punto de que llegué a olvidarme de mi nombre.

Y es que puedo dar fe de que siempre fui así. Nací en una pequeña aldea, que no podía considerarse ni pueblo, no había ni siquiera un médico, ya que el ambulatorio más cercano estaba a sesenta y dos kilómetros. No fue un parto fácil, mi madre murió al darme a luz y yo me quedé sola en una familia formada únicamente por varones, mi padre y tres hermanos bastante mayores que yo —con el menor de todos me llevaba siete años—. Estuve a punto de morir gracias a que uno de los vecinos, al ver que no lloraba me llevó inmediatamente al médico más próximo. Eso marcó mi vida, mi niñez fue una niñez triste y enfermiza donde estuve a punto de morir en varias ocasiones, debido a eso mi desarrollo fue demasiado complejo, ya que era muy menuda, para que se hagan una idea, a mis dieciocho años abultaba como una niña de diez.

El sentirme tan pequeña no sólo era debido a mi deterioro físico, mi mente tampoco me acompañaba por lo que a la fragilidad de mi cuerpo se sumó la de mi alma, volviéndome una persona deprimida y patética sin fuerza para enfrentarse a nada ni a nadie. Siempre pensé que mis enfermedades eran una rebelión de mi organismo que presentía, ya desde el momento de mi nacimiento, la vida que me esperaba. En mis noches solitarias y aterradoras en las que esperaba con el miedo metido en el cuerpo la vuelta de mi padre y hermanos muchas veces maldije en silencio a aquel vecino de buena voluntad que no me dejó marcharme con mi madre.

Ni la enfermedad, ni mi debilidad hizo que mi querida familia tuviese compasión de mí. Desde los primeros años de mi adolescencia sólo recuerdo maltratos y abusos tanto físicos cómo psicológicos. Yo a todos los efectos era su mujer, en la cocina y en la cama. Lo que me producía asco, rechazo, lo que sabía por puro instinto —ya que nadie jamás se preocupó de explicarme las más elementales leyes religiosas o éticas— que estaba mal, a ellos les producía placer y satisfacción.

Mi vida era un infierno y muy complicada, un cúmulo de sensaciones no muy fáciles de explicar, de día me sentía medianamente bien, incluso protegida entre las cuatro paredes de mi casa. Procuraba disfrutar de mis momentos de soledad entretenida en las tareas del hogar. No obstante el temor siempre estaba presente, viviendo en permanente tensión pensando que en cualquier momento la puerta se abriría y daría paso al horror y la repulsa que me producía la vuelta al hogar de mis parientes, llevándome al límite de la arcada cuando pensaba en esas caídas de la tarde; en que si el cansancio o un día satisfactorio para ellos no me alejase de sus hediondos olores a vino rancio y el terrible sonido de sus risas maléficas que, penetraban como cuchillos en mis oídos, mientras me llamaban a su presencia.

—¿Dónde está la patética?

—Estará como siempre escondida en el último rincón tan frágil como siempre y a punto de romperse de miedo.

—Como es tan pequeña cabe en cualquier rincón, cualquier día se meterá en la ratonera.

Por supuesto que de cara al resto de la aldea nosotros éramos una familia normal. Nuestra casa estaba bastante alejada del centro de la población y de cara a la galería mi padre y mi hermanos eran lo mejor que tenía. Nadie tenía duda que me querían y me cuidaban, de hecho en los tramos de mis enfermedades era cierto que lo hacían, pero yo no tenía ninguna duda de que lo hacían por su propio interés, no les convenía que su criada y puta se les muriera.

El primero que me abandonó fue mi padre, una noche me despertaron unos ruidos, mi padre estaba vomitando, no podía hablar y su rostro estaba completamente morado. Asustada corrí a llamar a mis hermanos y le llevamos a un médico, nada más llegar a la consulta mi padre murió; la autopsia no pudo desvelar los motivos, el médico forense nos dijo que podía ser un virus estomacal que mermase sus defensas, mi padre tenía el organismo bastante deteriorado debido a la ingesta de alcohol.

Aquella no fue la primera desgracia, en los siguientes cuatro años fui perdiendo uno a uno a mis hermanos, el mayor se me fue por un accidente, cuando volvía de un viaje a la ciudad, donde había ido a arreglar unos papeles de la herencia de nuestro padre, los frenos fallaron o le dio un mareo y se le fue el volante; las circunstancias no quedaron muy claras, lo cierto es que el coche dio varias vueltas de campana en una carretera, ya de por sí, muy peligrosa, explotando e incendiándose de inmediato. El segundo tuvo un ataque al corazón, algo impensable en un hombre completamente sano. El pequeño murió de una gripe, su cabezonería se lo llevó, a pesar de la fiebre y de mis sugerencias, él continuaba saliendo a pasear cada mañana a las bestias pardas de sus perros.

Con veintiséis años me vi sola, y en cierta forma desamparada, cerré la casa que había sido mi cárcel y a la vez mi refugio y me marche a la ciudad. Desde entonces he vivido mucho, contra todo pronóstico he llegada a una edad bastante avanzada. Por mi vida pasaron muchos hombres, que por diversas circunstancias me dejaron más pronto que tarde. Ahora estoy completamente sola, pero vivo en un lugar muy bonito, tengo cuidadores que me quieren, médicos que me miman y compañeros y compañeras de mi misma edad a los que puedo llamar amigos.

Esto tiene que costar mucho dinero, y la verdad es que no llego a entender del todo porque o quien me trajo aquí. Curiosamente recuerdo a la perfección toda mi infancia y mi primera juventud, recuerdo que me casé y mi marido era muy rico —estaba sólo y me empleó como asistenta, ya tenía una edad y necesitaba alguien que le cuidase— yo lo hice tan bien que me convertí en su esposa. Pero el pobre no me duró ni quince días, fue mi última pareja. A partir de ahí cambió mi existencia, comenzando desde mi viudez estos lapsus míos de memoria, fue como si una nube penetrase en mi cabeza y comencé a vivir en un sueño o una pesadilla. Reconozco a la gente que me rodea, pero no consigo recordar mis actos.

Esta mañana, por ejemplo, al dar mi paseo mañanero por los jardines de esta lujosa mansión sé que he estado hablando con Enrique, un hombre de mi edad, muy amable y caballeroso. Lo sé porque hablamos a menudo e incluso por las tardes algunas veces, junto con dos de mis amigas, hemos jugado una partidita de parchís. Hoy su mirada era diferente, en sus ojos, hasta el momento, siempre atentos y bondadosos, me pareció reconocer las miradas de mi padre y hermanos. Al final, siempre me pasaba lo mismo, no llego a comprender porque razón todos los hombres que se han cruzado en mi camino de una forma u otra  me les han recordado.

Ayer fui con Loli una de las cuidadoras a un Centro Comercial y me he comprado un infernillo para hacerme mi propia comida, la que hacen aquí está buena, pero quiero mantenerme ocupada y a mi siempre me gustó mucho cocinar.

Esta noche he invitado a cenar a Enrique, no sé aún que voy a hacer, pero seguramente le prepararé ese plato especial que tanto les gustaba a ellos, ese plato que fue su perdición y mi libertad. Me gusta volver al pasado, revivir esas vivencias que ahora me son tan  difíciles de retener, me miro en el espejo y me veo mucho más débil que antes, soy una anciana huesuda y diminuta pero, paradójicamente, me siento mucho más fuerte. Es curioso ver como a pesar de que nadie daba un pimiento por mí cuando nací, me he superado. Lo que puede dar de sí una mujer frágil, patética y pequeña.

FIN