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martes, 17 de septiembre de 2013

LOS "SIN CIUDAD"


El humo cegaba sus ojos, la ceniza impregnaba los girones de su túnica, que si antes era de color púrpura brillante, ahora se había vuelto gris. En su retina aún guardaba las imágenes de los horrores vividos el día anterior.

El pequeño grupo que comandaba le rodeaba, hombres, mujeres y niños le imploraban sin palabras. Habían conseguido huir de la destrucción; agotados y desesperanzados habían salido de sus casas, sin equipaje, dejando atrás toda su vida, luchando hasta el final. Tuvieron que desistir; ellos eran buenos guerreros, los mejores, pero la astucia de los enemigos había sido superior. Quien iba a imaginar que lo que ellos suponían un regalo, aquel bonito y grandioso caballo, estuviese envenenado.

Ahora, en aquella playa desolada, aquel lugar donde pensaban encontrar una vía de escape, se había convertido tan sólo en una absurda ratonera. Eneas, uno de los más valientes príncipes troyanos, había conseguido escapar antes y con él se había llevado las pocas naves que aún quedaban. Bianor, el otro príncipe troyano, se veía abandonado. A sus leales y a él no les quedaba nada. Oteaba el horizonte y tan solo podía ver una inmensidad oscura y amenazante. ¿Cómo decir a esa buena gente que tanto había sufrido, que su única puerta a la libertad había quedado cerrada? Les daría un par de horas para descansar, podrían esperar ese tiempo, no más; tenía que aprovechar la madrugada, ahora que los griegos no estaban para persecuciones, ahora era su tiempo de festejo, borrachera y saqueo; habían vencido a la todopoderosa Troya. Bianor, curtido en muchas batallas,  sabía que aquella fiebre pasaría, ningún guerrero griego iba a olvidar la humillación del rapto de su reina, y no perdonarían a nadie, era peligroso permanecer en aquella playa demasiado, los enemigos no tendrían piedad. Su única salida era viajar por tierra, dirección oeste, intentar encontrar otro territorio que les acogiese, un lugar donde fundar otra ciudad y comenzar de nuevo. Miró a su alrededor, no iba a ser fácil, todos estaban al borde de la extenuación, ni a los niños les quedaban fuerzas para llorar, pero Bianor vio algo que le animó y le dio unas fuerzas que creía no tener, en aquellos ojos abrumados vio determinación y, reflejados en sus retinas, el mismo sueño que él había visualizado segundos antes. Tenían que buscar otro hogar.

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Los años pasaron y Bianor se convirtió en el rey de un nuevo país, Albania, su reinado fue justo y cuando llegó su último viaje, era tan venerado por su pueblo que alcanzó el rango de semidiós. A su muerte le sucedió su hijo Tiberis, un rey tan justo como su padre, pero tuvo una debilidad: cayó en las redes de  Eros, se enamoró de una hermosa campesina llamada Manto. Fue tal su amor que tuvo un hijo con ella. Desde entonces Tiberis vivió con el corazón dividido, como rey tenía la obligación de dejar el trono en manos de su hijo legítimo, como padre le dolía pensar en el futuro de su pequeño bastardo, el más querido, y a quien puso el nombre de Bianor en honor a su padre.

Era tanto el dolor del rey, que cuando el pequeño tan solo tenía tres años, dotó a su madre de dinero y un pequeño séquito, y les dejó marchar pensando que fuera de su país la vida de su hijo sería mejor.

Manto y su gente vagaron durante varios años hasta encontrar un lugar donde poder asentarse. Tras cruzar muchos territorios al fin encontraron una buena llanura donde instalarse y allí fundaron la ciudad a la que llamaron Mantova, en honor a Manto, que se convertiría con el paso del tiempo en la actual Mantua.

Bianor creció con todos los honores de príncipe y su pueblo soñaba con el día en que se convirtiese en rey.

Al cumplir quince años el príncipe comenzó a tener extraños sueños. Se despertaba sudoroso y jadeante. Una noche, en medio de sus pesadillas, sintió una mano en su cabeza, cuando se despertó el muchacho se encontró junto a Apolo, el dios de las flechas, el gemelo de la diosa cazadora.

Apolo habló al sorprendido niño:

— Si quieres que tu ciudad no perezca ante la peor de las enfermedades debes abandonarla. Sólo así podrás salvar a tu tierra y a tu gente.

— Pero señor, tú lo puedes todo, tú puedes ahuyentar todos los males.

— No, yo tan solo puedo espantar a los malos espíritus, pero volverán.

Bianor, asustado, fue a hablar con su madre; ésta se rio del temor de su hijo:

— Eso sólo son pesadillas, inquietudes de adolescentes.

Pero cuando tres de los vasallos más leales y cercanos a la reina murieron en breve espacio de tiempo de peste, ésta no tuvo más remedio que creer a su hijo y con las lágrimas inundando su rostro, le vio partir, y desde entonces le llamó Ocno (el que habla con los dioses) Bianor.

La primera noche de su viaje, Apolo se le volvió a aparecer.

— Tu valentía ha salvado a tu pueblo, sigue tu viaje joven Bianor, sigue tu camino hasta donde el sol muere, sigue sus rayos y espera.

Ocno Bianor caminó durante diez años, atravesó montañas, cruzó ríos, convivió con tribus salvajes a las que enseñó a fundir el hierro y a construir armas y herramientas de trabajo.

Llegó a las cimas de unas cumbres cubiertas de nieve, donde pudo sobrevivir cobijado en una cueva y protegido por un oso que le daba calor. Un cuervo le salvó de la agresión de unos bandidos. Pese a sus muchas aventuras, no cejó en su empresa, no flaqueó porque sabía que Apolo, fuera cual fuese la forma tomada, estaba junto a él. Tras mucho caminar, el joven llegó a las inmediaciones de un arroyo, allí se dispuso a descansar y Bianor durmió, y en su sueño volvió a recibir la visita del dios.

— Has llegado al final de tu viaje. Por fin has llegado al lugar elegido.

— ¿Ya puedo volver a Mantova?

— No, olvídate de tu pueblo, tu madre murió hace tiempo y ellos tienen un nuevo rey y son felices. Ahora tienes otra misión: fundarás otra ciudad aquí mismo, la poblarás y la ofrecerás a los dioses.

— Quiero que mi nueva ciudad sea feliz, próspera y que perdure por siempre. ¿Lo conseguiré?

— Lo lograrás, pero tendrás que hacer un sacrificio para conseguirlo a cambio de su felicidad tendrás que entregar tu vida. Cuando llegue el momento volveré a visitarte.

Al despertar al día siguiente, Bianor contempló un hermosa meseta rodeada en la distancia por montañas, el lugar era fértil y le gustó.

Sus habitantes eran gente pacífica y acogedora que vivían en chozas dispersas y se dedicaban al pastoreo.




Éstos se comunicaron con él y le contaron que ellos mismos se denominaban “carpetanos”, que en su lengua significaba “los sin ciudad”. Su raza procedía de Oriente y se asentaron hace muchos años en la costa. Allí construyeron grandes ciudades amuralladas, hasta que otras civilizaciones más avanzadas las conquistaron. Muchos eligieron huir y asentarse en el interior, pero el desencanto y la sensación de pérdida les hizo desdeñar la posibilidad de crear nuevas ciudades como las que habían perdido.

Bianor se convirtió en el líder de estas gentes sencillas y desencantadas, la voz se corrió por los distintos poblados, incluso bajaron los habitantes de las tribus de las laderas de las montañas próximas.

La ilusión volvió a inundar sus espíritus y bajo la supervisión del fugitivo extranjero, y siguiendo las pautas de los más ancianos que aún conservaban en la memoria cual era su forma de construir utilizando la piedra, edificaron una ciudad con altas murallas protectoras y sólidas casas de piedra.

Había llegado el momento de festejar la fundación de la nueva población, y lo más importante, agradecer a los dioses su ayuda y ofrecerles la ciudad.

Allí comenzaron los problemas, cada sector o grupo tenía sus dioses favoritos y nadie se ponía de acuerdo, unos pensaban en Apolo, el dios que había llevado allí a Bianor, otros pensaban en Zeus, el dios rey por excelencia, Atenea, Afrodita… Los días pasaban y Ocno Bianor se desesperaba. ¿Qué dios sería el adecuado para aquella nueva población?

— Bianor, ¡despierta! Llegó la hora del sacrificio. ¿Sigues queriendo que tu ciudad sea feliz y eterna?

— Sí, Apolo, lo deseo.

— La única diosa que puede velar por ella es Metragirta (hija de Saturno), la diosa de la Tierra y de la vida. A ella deberéis consagrarla.

— Como tú digas.

El rostro de Apolo se ensombreció.

— Pero te tengo que dar una mala nueva, el tiempo ha llegado. Para su felicidad, deberías pagar con tu vida.

Por la mañana se levantó un Bianor entristecido, que les dio la mala noticia a los carpetanos. Deberían consagrar la ciudad a la diosa, pero tendrían que cavar un pozo profundo. Bianor bajó al hoyo y pidió a los hombres que tapasen la abertura con una gran piedra.

Todo el pueblo permaneció junto al gran agujero una luna entera, rezando y haciendo ofrendas a los dioses.

La última noche de aquella luna un temblor sacudió la tierra, una terrible tormenta azotó el lugar. Al resplandor de los relámpagos, todos los presentes vieron descender desde las cumbres de las montañas una nube con la forma de un carro sobre el que se adivinaba una sombra femenina difusa.

— El carro de la diosa. Metragirta viene a reclamarnos la ciudad —gritaron los más ancianos.

Una espesa cortina de agua desalojó a todos los curiosos que, aterrorizados, corrieron a sus casas.

A la mañana siguiente vieron que la piedra tapaba el pozo había desaparecido y en su lugar había nacido una capa de hierba fresca cubierta de flores. Bianor había expirado, había ofrecido su vida a cambio del bienestar de aquella nueva población.

Esa ciudad recién fundada se llamó Metragirta*. Unas veces creció, otras se hizo más pequeña; incluso llegó a conocer la gloria más esplendorosa, llegando a ser la capital de un imperio donde nunca se ponía el sol, pero también conoció los reveses de la decadencia.

La fonética caprichosa cambió el nombre y se convirtió en el Magerit árabe, actualmente la conocemos como Madrid. Una ciudad que, con sus altos y sus bajos, será eterna; tal y como quiso aquel héroe solitario y fugitivo, que dio su vida por ella, y sacó del tedio a aquellos hombres sin patria que dejaron de serlo; eso sí, siempre y cuando se mantenga bajo la sombra protectora de la diosa, que subida ya en su carro y escoltada por sus fieles leones, contempla con serena tranquilidad el paso del tiempo.



* Metragirta, más conocida en otras civilizaciones y por los madrileños como "La Cibeles".