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jueves, 31 de octubre de 2013

EL SORDO HOSTIL


Qué bonita es la niñez, su inocencia, su alegría, su pureza… Cuando somos niños nuestra mente está limpia de todo concepto y, por ese motivo, absorbemos como esponjas todo lo que vemos, todo lo que oímos, todo lo que vivimos y sentimos aunque tardemos años en asimilar todo lo aprendido.

¿Por qué empezar así mi narración? Porque esta paz que me envuelve me  retrotrae en el tiempo y recuerdo cosas de mi vida que, con el paso de los años, empiezan a borrarse de mi mente.

Siempre me han gustado los atardeceres veraniegos. De niño era el momento álgido de mis andanzas. Ahora que soy viejo esta parte del día, cuando las sombras comienzan a tomar posiciones, es el reposo para mi alma. La casa se queda silenciosa. Todos salen a la calle en busca del frescor que nos niega el sol aplastante de las primeras horas de la tarde. Por fin puedo descansar un rato del alboroto que provocan los juegos de mis nietos y de la continua cháchara de mis parlanchinas hijas.

Una de las múltiples desventajas de la vejez es que tienes que aguantar la convivencia con los parientes que, con la excusa de cuidarte, usurpan tu territorio y viven de balde. Y no es que me enoje su presencia, al contrario, mis dos hijas son habladoras pero buenas mujeres y quiero a mis nietos más que a mi vida… pero lo ideal es tenerles un rato, con una visita diaria me doy por contento luego, como decía mi madre, “cada mochuelo a su olivo”.

¡Ah! Mi madre, sabia mujer, a pesar de que era analfabeta. No sabía ni leer ni  escribir, pero ni falta que le hacía. La vida le había sido su mejor escuela.

Los ocasos durante mi infancia también fueron especiales. A esa hora ya nos habíamos despertado de la tediosa siesta, siempre impuesta por nuestras madres. ¡Maldita la gracia que nos hacía tener que dormir! Era injusto perder esas horas de juego. Pero no hay nada más disuasorio que una buena alpargata, la sensación del duro y áspero esparto estrellándose contra tu culo, era más humillante que dolorosa. Al final no quedaba otra que rendirse y, cansados por los llantos, dejar que el sueño acabara dominando la situación.

Ya liberados de la dictatorial obligación, los chiquillos salíamos disparados de las casas buscando con desesperación a nuestros amigos. Yo siempre iba con Pepe y Luisillo, los hijos de los vecinos más próximos. Los tres formábamos un trío inseparable unidos por los mismos intereses y la misma edad, incluso cumplíamos años el mismo mes. Éramos igual de inquietos y nos gustaba explorar todo lo que desconocíamos. Ese afán nuestro nos llevó a correr muchas aventuras inesperadas, pero ninguna tan disparatada como la que les voy a relatar.

Ese verano nuestra curiosidad nos llevó a cruzar el río, jamás nos habíamos atrevido a pasar a la otra orilla. En aquella zona las casas se espaciaban mucho y entre una y otra había amplios campos de labranza. Allí, debidamente amparados por unos arbustos, esperábamos la caída de la noche contemplando un viejo caserón que, sin ninguna duda, habría conocido tiempos mejores.

Era un edificio abandonado, sus muros estaban renegridos por el paso del tiempo. Pero su estructura, eso lo sé ahora, era magnífica. Su diseño era espectacular, habría sido una casa grandiosa si sus dueños hubieran tenido el más mínimo interés por cuidarla.

El lugar nos tenía hechizados, no nos atrevíamos a acercarnos demasiado y sentíamos una especie de temor reverencial que nos erizaba la piel. Pero era un sentimiento que más que desagrado, nos producía placer. Si el exterior nos despertaba esas emociones —imagínense ustedes, queridos lectores— lo que provocaba en nosotros pensar lo que escondería el interior de aquellos muros.

De los tres era yo quien tenía una imaginación  más despierta, extravagante, o como prefieran llamarla. Yo alentaba a mis amigos a seguir acudiendo cada día a aquel rincón. Allí se estaba bien; la humedad del agua hacía que la temperatura fuese mucho más agradable. Entre susurros llenaba sus cabezas de historias fantásticas de brujas, fantasmas y todo tipo de monstruos perversos que mi imaginación podía abarcar y, créanme, mi imaginación daba para mucho.

Nuestras madres nos tenían advertido que no fuésemos allí, que podríamos molestar a su inquilino, un hombre gruñón y poco amigo de visitas inoportunas. No salía apenas de la casa y sus escasas salidas eran sigilosas y siempre aprovechando la noche para evitar encontrarse con alguien. Nosotros nunca conseguimos verlo a pesar de nuestras largas horas de guardia.  Lo que si vimos alguna vez fue un carro que, suponemos, llevaría provisiones. Ese era todo el movimiento que había en la casa. Se rumoreaba que el hombre vivía en la más completa soledad. Su única compañía era una vieja sirvienta, a quien no vimos nunca.

Pero yo, terco como una mula, porfiaba con mis amigos; por mucho que dijeran los demás que sí, que en alguna rara ocasión habían visto al inquilino, no lo creía. En las casas vive gente, gente que entra y sale. Era imposible que allí viviese nadie, al menos, nadie humano.

Así estuvimos todo el año; en verano, escondidos en nuestra madriguera particular, en invierno añorando nuestras tardes junto al río. Sin darnos cuenta, llegó la primavera y con ella nuestros cumpleaños. Ya teníamos diez años, el atrevimiento y el amor por lo desconocido aumentó de forma directamente proporcional a la edad.

En cuanto el tiempo fue mejorando y las tardes se fueron haciendo más largas y calurosas, volvimos a nuestras rutinarias guardias, pero eso ya no nos satisfacía tanto. Necesitábamos emociones más fuertes y nos propusimos un reto. Ese verano entraríamos en la casona. Teníamos que dar ese paso, nuestra silenciosa vigilancia ya no tenía sentido. Habíamos dejado de ser niños —o eso era lo que pensábamos— y los hombres tienen que emprender acciones arriesgadas.

Al caer la noche los tres salimos sigilosos de nuestras casas, aunque ya habíamos pasado la fase más tierna de la infancia, éramos conscientes de que si nos pillaban nuestros padres la tunda de azotes sería monumental.

En silencio nos dirigimos al caserón, cada paso aumentaba nuestro temor y nuestra angustia, aunque ninguno lo hubiese reconocido ni sometidos a la mayor de las torturas.

Con el corazón encogido y el estómago en la garganta atravesamos el descuidado jardín, que más parecía el bosque de los horrores que otra cosa. Lentamente y procurando no hacer ningún ruido llegamos a la puerta de la casa.

Yo llevaba la pequeña navaja que me había regalado mi padre por mi cumpleaños. Aventuraba que estando la casa en estado tan ruinoso, la cerradura estaría tan erosionada que aquel pequeño utensilio sería suficiente para abrir la puerta, y así fue. Con un simple chasquido la cerradura cedió. Como tres vulgares ladronzuelos penetramos sigilosamente en la oscura y tétrica vivienda.

El aspecto interior no frustró nuestras expectativas. Las paredes negras encerraban muebles cubiertos de polvo y mal cuidados.

A pesar de que caminábamos con cuidado y de puntillas para no hacer ningún ruido, no pudimos evitar que nuestros pies produjesen leves crujidos al rozar la seca madera del suelo. Aquellos sonidos nos encrespaban todos los pelos del cuerpo y nos ponían la piel de gallina; pero que nuestra piel se asemejase a la de dicho animalito, no nos daba licencia para convertirnos en aquel plumífero y cobarde —al menos según el dicho popular— animal.

Despacio dejamos esa estancia que parecía el salón de una mansión embrujada y nos adentramos en un pasillo aún más oscuro; menos mal que habíamos sido previsores y nos habíamos llevado algunas  velas.

El pasillo nos dio la entrada a una estancia más grande y en apariencia vacía. Lo que vi a la luz lánguida y titilante de la vela me congeló la sangre. Mi corazón pugnaba por salir atravesando las hinchadas venas de mi flacucho cuello y un grito espeluznante y sobrehumano salió de mi garganta. Mis amigos, seguramente por inercia, puesto que ellos aún no habían entrado en la habitación y no habían podido ver aquel horror, gritaron también y corrieron junto a mí.

Los tres, temblorosos y aterrorizados, contemplamos bajo la luz amarillenta de nuestras candelas la escena más horripilante que habíamos imaginado nunca. ¿Monstruos? ¿Fantasmas? Nos habíamos quedado cortos. Lo que vieron nuestros ojos superaba todas nuestras espectativas. Los tres, boquiabiertos, tuvimos la certeza en aquel momento que siempre habíamos tenido razón, en efecto, aquella casa estaba embrujada. No había otra manera de explicar el horror que estábamos mirando sin atrevernos a mover ni un solo dedo. Un monstruo horrible, enorme, con melenas desgreñadas y ojos saltones e inyectados en sangre, nos miraba perversamente. Pero lo peor es que aquel ser pavoroso estaba devorando la cabeza de un niño.

Pero hay no terminó la cosa. La sorpresa y el susto siguió en aumentó, juro que me meé encima, cuando noté que una mano se posaba en mi hombro.

Me giré y vi el rostro demacrado de un anciano. A pesar de las entradas prominentes de su frente lucía una melena canosa y mal cuidada. Sus ojos, de mirada severa y furiosa, se clavaron en nosotros como cuchillos.

— ¿Qué hacéis aquí mocosos impertinentes? ¿No os han dicho vuestros padres que no está bien entrar en casas ajenas? ¿Pretendíais robarme, ladronzuelos despreciables?

— No, no se-se-ñor, no-no-sotros solo que-que-ríamos ver-verla por dentro —dijo Luisillo tartamudeando y apenas sin voz.

— ¡Habla más fuerte chico! Soy sordo y no puedo oírte —tronó la voz del anciano.

— Solo queríamos ver la casa, hace mucho tiempo que teníamos curiosidad —dije yo, elevando el tono todo lo que pude.

— ¿Curiosidad dices? Curiosidad por esta ruina, esta casa es la sombra de lo que fue, igual que yo. Desde la guerra ya nada fue igual, ni mi casa, ni mi vida, ni mis cuadros.

Diciendo esto se colocó en medio de la sala y la recorrió con un candelabro de ocho brazos que daba mucha más luz que nuestras pequeñas velas. Lo que vimos nos dejó espantados, las paredes estaban cubiertas de pinturas. Pinturas de fondo negro con monstruos y brujas. Un montón de caras deformes nos contemplaban y parecían querer salirse  del tabique para engullirnos.

— Esos son los efectos de la guerra, los desastres que trajo, la miseria, la penuria, la muerte y la traición. Bestias destripadas en plena calle, hombres y mujeres muriendo desangrados, niños pereciendo de hambre. Mis ojos han visto todas esas cosas y desde entonces no soy el mismo. Atrás quedaron las escenas agradables de romerías, toros y fiestas. Los tapices para palacios. Los retratos de la nobleza. Todo ilusiones de un pueblo inocente y despreocupado que desconocía lo que se le venía encima. Ahora solo pinto esto, basura y podredumbre; la mugre en la que, sólo nosotros, somos capaces de convertir al mundo.


Adiviné que hablaba de la guerra con los franceses. Algunas de esas historias me eran conocidas. El hermano mayor de mi madre participó en la batalla de Bailén, y mi padre luchó junto a Daoiz y Velarde en el Cuartel de la Montaña. En realidad, a todos los niños de mi generación estos relatos nos eran familiares, era muy raro que nadie tuviese algún familiar que no hubiera luchado contra los invasores. Pero por mucho que nuestras familias nos hablasen de lo ocurrido nada se asemejaba a lo que aquel hombre tenía allí decorando sus paredes.

— Mis padres dicen que fue terrible —dije ya más tranquilo.

— Sí, muchacho, fue terrible, una carnicería. Y me culpo cada día. Yo era partidario de Napoleón, le admiraba, al igual que tantos y tantos otros  de mi generación. No me gustaba nuestra monarquía ni como tenían sumido al pueblo en la miseria y la ignorancia. Pensé, tonto de mí, que los franceses nos traerían las ideas ilustradas y la libertad que nuestro absolutismo nos negaba. Pero no a costa de tanto horror. No a costa de tanta muerte y tanta sangre derramada. Sólo me consuela saber que mi querida niña, mi pobre Cayetana, muerta en la plenitud de su vida, no vivió lo suficiente para contemplar tanto desastre. Su naturaleza alegre y delicada no le hubiese permitido ver tanto sufrimiento. ¡Iros! ¡Iros ya y dejadme tranquilo! Esta maldita sordera me está matando lentamente.

Estaba claro que el hombre comenzaba a tener un brote de delirio, no podía ser de otra manera, aquellas pinturas sólo las podía realizar un loco. El temor volvió a invadirnos y salimos corriendo de allí.

Más tarde, ya tranquilo en mi cama, el miedo se fue pasando y la tranquilidad dio paso a la pena. En aquel momento sentí una ternura inmensa por aquel viejo sordo, solitario y hostil. Nuestra pequeña aventura me hizo comprender, antes de tiempo, que nadie es lo que quiere ser en la vida; más bien son las circunstancias las que hacen a las personas, lo que vives, lo que ves. Con el paso de los años, la piedad dio paso a la admiración y de ahí al orgullo. El orgullo de saber que mis pies habían pisado la Quinta del Sordo, que mis ojos habían podido contemplar “in situ” un trabajo extraordinario. En la necedad de la infancia, sin yo saberlo, había podido compartir unos momentos de mi vida con uno de los personajes más notables que ha dado nuestro país. Un hombre que, a pesar de la enfermedad, de su triste destierro y de todas las grandezas  y miserias que vivió, no perdió nunca la genialidad de los grandes.

FIN

martes, 29 de octubre de 2013

CUENTOS INACABADOS

Era mi lugar favorito, mi viejo muelle. Desde que tenía uso de razón me gustaba acudir cada día. Era mi refugio, unos niños tienen una cabaña en un árbol, otros una habitación de juegos o un parque favorito donde recrearse y sentirse felices, pero yo tenía un muelle; una hilera de tablones carcomidos que amenazaban con romperse de un momento a otro. Quizá era ese el motivo por el que siempre estaba abandonado. El resto de los chicos y adultos del pueblo utilizaban el pequeño embarcadero, que era la joya del pueblo. Nosotros no, ahí estaba nuestra pequeña barca y allí me sentía el amo del mundo.

Me gustaba la soledad, en ella encontraba refugio y consuelo. Que nadie se equivoque, era un niño feliz; al menos, lo era en aquel momento. Tenía un progenitor generoso que lo había dado todo por mí, que había sacrificado su vida y su futuro. Era un padre óptimo y el mejor de los amigos.

Hablando de amigos, nunca los tuve. Desde siempre recuerdo que me costaba mucho trabajo relacionarme con el resto de los chicos. En una población pequeña todos nos conocemos, y desde el principio, el resto de mis compañeros me ignoraban. Los primeros meses papá decia que era lógico, éramos forasteros allí; pensaba que con el tiempo todo se solucionaría. Pero papá se equivocaba, las cosas continuaron igual. Tampoco nos importó demasiado, el lugar nos gustaba, estaba apartado, era tranquilo y a papá —que es una excelente persona— le respetaron desde el principio. Consiguió un buen trabajo en una pequeña fábrica de madera, y a eso uníamos un dinero extra los veranos; ya que utilizábamos nuestro pequeño bote para hacer excursiones por el lago con turistas que visitaban el lugar; así que nuestra situación económica no era mala.

Recuerdo el primer día que llegamos. Yo tenía ocho años, habíamos estado dos vagando por todo el país de un lugar a otro; cuando nos acoplábamos en algún sitio sólo podíamos estar unos pocos días. Ni siquiera deshacíamos las maletas, teníamos que salir de estampida. Sobre todo los primeros quince meses. Por eso cuando me dijo que habíamos llegado a nuestra casa, y que nos quedaríamos allí definitivamente, apenas pude creerlo.

Estábamos ambos sentados en el muelle. Revivo el momento como si fuese hoy; incluso recuerdo el crujido que hacían las maderas al balanceo de las piernas de papá, y aún siento el fresco reconfortante del agua en mis pies. Llevábamos muchas horas de viaje y el calor en la lata de sardinas —que era nuestro coche— era asfixiante.

— Alex, nos vamos a quedar aquí. Ya es hora de que empieces el colegio, tienes derecho a tener una vida estable. Sólo recuerda una cosa: a partir de hoy no te llamas Alexander, a partir de hoy te llamarás Bryan. No lo olvides nunca. Es fundamental para evitar un gran disgusto a tu padre. ¿Lo recordarás?

Yo no entendía nada, pero pensar que por un simple nombre podía ocasionar un perjuicio a papá me angustió.

Cada noche antes de dormir me repetía constantemente como una cantinela.

— No me llamo Alex, no me llamo Alex; soy Bryan, soy Bryan.

Tanta fue mi preocupación, que ni una sola vez se me escapó mi antiguo nombre. Hasta el punto de que a los pocos días ya casi lo olvidé.

Mis recuerdos anteriores a la llegada a Lake Silver eran muy vagos. Pero poco a poco y aprovechando mis largos momentos de sosiego fui recordando.

No siempre había vivido con papá. Las evocaciones se fueron haciendo más presentes durante el sueño, primero de forma desdibujada; luego a medida que iba creciendo se hicieron más nítidas. Los niños tenemos memoria, aunque nuestra capacidad de olvido sea alta, los recuerdos de los primeros años de existencia están latentes dentro de nosotros y se nos pueden manifestar en cualquier momento.

En mis apariciones veía a una mujer muy hermosa. Rubia, de enormes ojos azules; y yo, vivía con ella. Habitábamos solos en un pequeño apartamento, durante el día la mujer se portaba medianamente bien conmigo; pero las cosas cambiaban al caer la tarde.

Por la noche, la bella señora, a la que fui identificando como mi madre, me mandaba a la cama. Yo, la mayoría de las veces no quería, pero ella me decía que tenía que trabajar y que no podía estar correteando por la casa. Para resarcirme del disgusto yo le pedía un cuento antes de dormir.

Y ella comenzaba el cuento, cuentos muy bonitos, cuentos que desde que empezaba a escuchar las primeras palabras me dejaban absorto. Pero invariablemente, noche tras noche, un toc-toc inoportuno en la puerta hacía que el cuento se interrumpiese de forma brusca y, como cada día iniciaba uno nuevo, jamás conocí el desenlace de ninguno.

Ella se levantaba del borde de mi cama, apagaba la luz, salía precipitadamente de mi habitación y cerraba la puerta con llave; no sin amenazarme con darme una buena azotaina si no permanecía callado.

La oscuridad me aterraba, sentía miedo, abandono e impotencia. Mi única opción era hacerme un ovillo y arroparme con la manta hasta la cabeza.

A pesar de todo había muchas noches que no conseguía dormirme, ya he dicho que el piso era muy pequeño y todo se oía: susurros, jadeos, gritos e incluso ruidos de golpes. De hecho muchas veces la veía con moratones en distintas partes del cuerpo.

Una noche sonó la puerta antes de la hora convenida, yo aún estaba cenando; ella rezongó:
— Que pronto vienen hoy, no he dado cita hasta dentro de una hora.

Al abrir la puerta soltó un grito y yo corrí a su lado. El hombre apareció en el umbral, no era ningún monstruo —como yo había imaginado que serían esos hombres que la visitaban— era bastante agradable de aspecto y al verme me miró fijamente. Su mirada era amable, protectora y algo en mi interior me hizo pensar que aquel señor no nos haría daño.

Pasó y cerró la puerta. Ella, con voz llena de sorpresa, le preguntó que qué hacía ahí. Hasta yo que era tan pequeño, presentí que no era la primera vez que se veían.  Estaba tan nerviosa que no se dio ni cuenta de que yo seguía ahí, siendo el espectador mudo de un encuentro inesperado. En esos momentos, con voces entrecortadas y que cada vez subían más el tono, ambos me contaron un cuento. La historia de mi llegada a la vida. Un relato que yo no asimilé del todo hasta ahora mismo.

Mi madre le llamó Daniel. Este hombre había sido un novio suyo, su primer novio, y quizá el único. Los dos eran del mismo pueblo, un pueblecito pequeño de Baltimore; habían estudiado juntos y al llegar a la adolescencia habían mantenido una relación. Una relación en la que él puso mucho más que ella.

Las ambiciones de la chica iban más allá de casarse con el mecánico de un pueblo. Ella quería más, quería triunfar en Broadway y en Hollywood. Un día hizo la maleta y se fue a correr mundo, New York sería su destino. No dudaba que algún día sería una gran actriz y haría sombra a las figuras más renombradas del cine y del teatro.

Los primeros cuatro meses fue todo sobre ruedas, su cara bonita triunfó y le dieron los primeros papeles, de figurante, pero por algo se empieza; además algún director se fijó en ella. De lo que ganaba gastaba muy poco en su manutención y el resto le servía para pagar una academia de interpretación. Los días transcurrían apacibles hasta que se dio cuenta de que estaba embarazada.

El terror se apoderó de ella, jamás habría pensado que de aquella relación esporádica con su compañero de clase, surgiría una vida. Intentó abortar pero ya era tarde, ninguna clínica se hacía responsable, a esas alturas del embarazo podría tener consecuencias muy graves para ella.

Aun así siguió trabajando algún tiempo más, al ser primeriza y tan joven apenas se le notaba la barriga. Cuando ésta se hizo incipiente dejaron de darla trabajo y poco a poco su nombre se fue borrando de la agenda de los productores. Y nací yo, y la situación empeoró. Ella dejó de luchar por su sueño y empezó a llenar la casa de clientes, clientes muy especiales; esos hombres que interrumpían mis cuentos.

Los reproches que escucharon mis pequeños oídos con apenas seis años fueron terribles. Papá no supo de mi existencia hasta hacía poco tiempo, un conocido la vio paseando por Central Park conmigo de la mano y la reconoció. Papá sólo tuvo que echar cuentas y supuso, adecuadamente, que ese niño había sido fruto de su relación.

Lo dejó todo, su pueblo, su trabajo estable y logró enterarse de nuestra dirección. Espió durante semanas la vida de mi madre y llegó a la conclusión de yo no me merecía una vida así. Y no, no me la merecía, y eso que papá no sabía de esas noches mías sumidas en la tristeza y el miedo. Papá quería mi felicidad y venía a reclamarme y llevarme con él.

De los gritos pasaron a la acción; juro, porque lo vieron mis ojos, que en el forcejeo papá sólo la empujó levemente pero ella tropezó y cayó al suelo. No supimos si sólo había perdido el sentido o le había ocurrido algo peor. Mientras papá me tomó en brazos y salíamos precipitadamente del apartamento, mi mirada se quedó fija contemplando el cuerpo inerte de la mujer con la que había compartido los primeros años de mi existencia.

***
El lago era mi hogar desde hacía ocho años años, su superficie plateada no me dejaba ver el fondo, pero yo lo imaginaba. Ahí estaban mis sueños y los finales de mis cuentos. Esos finales que nunca conseguí conocer. Papá dice que yo soy un chico especial, no lo sé, sólo sé que ya no podría vivir en ningún otro lugar, sé que lo que tengo de característico se lo debo a este paraje mágico.

Hace una semana vino una pareja, los dos muy elegantes; se notaba que no les faltaba el dinero. La señora era muy guapa, el hombre era mucho mayor que ella,  pero tenía buen porte, era de esos señorones que se aprecia que tienen clase. Me sorprendió que a pesar de no ser jovenzuelos comentasen que estaban en viaje de novios. No eran como el resto de parejitas de recién casados que tanto venían a contratar nuestros servicios.

Querían conocer los lugares más espectaculares del lago. El resto de embarcaciones estaban ya alquiladas y en el pueblo les comentaron que nosotros también hacíamos excursiones. Papá estaba trabajando y les dije que volvieran en unas tres horas, además la luz de la tarde es mucho mejor para hacer fotos. Por la mañana los reflejos del sol en el agua no dejan disfrutar de toda su belleza.

Cuando se iban la mujer se volvió y me miró fijamente:

— ¿Alex? ¿Alexander?

— No señora se ha confundido, mi nombre es Bryan —contesté rápidamente con un ligero temblor en la voz.

— Perdona, pero por un momento me recordaste a una persona a la que perdí hace unos años pero, es imposible, algunas veces creo que veo visiones. Volveremos esta tarde cuando esté tu padre.

La pareja siguió su camino despacio, corrí desesperadamente tras ellos. Yo era el mejor guía que podían tener, mejor que mi padre; y no era la primera vez que ejercía de cicerone, estaba perfectamente capacitado. Traté de convencerlos de que se quedasen, no iban a nadie mejor. Yo conocía cada palmo del lugar y les enseñaría lo mejor de lo mejor.

Les logré persuadir, al final hice un excelente trabajo. Estoy convencido que el lugar donde les llevé, les encantó.

***
Llevo unos días un tanto confundido, no sé que hago aquí en esta habitación oscura. Estoy solo y me tienen encerrado, no sé desde cuando; creo que he perdido la noción del tiempo.

Me dicen que no puedo salir porque he hecho algo muy malo, pero yo no lo entiendo; simplemente le llevé a un lugar bonito, le hice un favor, como prometí la enseñé lo mejor del lago, su fondo, allí podría encontrar los sueños que me hizo perder a mí durante la infancia. Allí podría vivir con los dragones, los caballeros, las hadas y las princesas. Ahora ella estaba en el mundo de Fantasía, y no estaba sola. Con ella también estaba ese tío que la acompañaba, y que sería igual que aquellos fulanos cuyas voces escuchaba de niño a través de las paredes de mi alcoba.

A papá sólo le dejan visitarme un rato al día, le veo triste y más envejecido. Llora y me dice que hará todo lo posible por sacarme de aquí. También me pregunta porque hice aquello, pero creo que me entiende, sabe que lo hice por él. No podía dejar que me separasen de su lado, estoy convencido que ella habría querido llevarme de allí, arrancarme de su lado y de mi mundo prodigioso.



Espero que papá tenga razón y me saquen pronto de esta maldita cueva. Quiero volver cuanto antes a mi muelle, quiero sentir el agua fría en mis pies y sobre todo quiero estar cerca de mamá y pedirle que me cuente un cuento, porque ahora sé que ya ha encontrado el final.

FIN

martes, 22 de octubre de 2013

LA LEALTAD DE UN TRAIDOR


¡Rey don Sancho, rey don Sancho!, no digas que no te aviso,
que de dentro de Zamora un alevoso ha salido;
llámase Vellido Dolfos, hijo de Dolfos Vellido,
cuatro traiciones ha hecho, y con esta serán cinco.
Si gran traidor fue el padre, mayor traidor es el hijo.
Gritos dan en el real: —¡A don Sancho han mal herido!
Muerto le ha Vellido Dolfos, ¡gran traición ha cometido!
Desque le tuviera muerto, metiose por un postigo,
por las calle de Zamora va dando voces y gritos:
—Tiempo era, doña Urraca, de cumplir lo prometido.

                                                                               ROMANCERO POPULAR

I

No hay nada más cruel que saber cuando nos va a visitar la muerte, y yo lo sabía. Sabía desde hacía tiempo que mis actos me iban a llevar a ella, pero conocer desde hacía horas que era ya un hecho inminente, era sangrante. Mis
carceleros me lo habían comunicado entre risotadas, y lo peor es que se regodeaban de la forma elegida; mis extremidades serían atadas a cuatro caballos y así, en vivo, y sin ninguna piedad sufriría la muerte más brutal que  se podía infligir a un ser humano. Pero quién era yo para pedir piedad cuando nunca la tuve.

Para ser realmente sincero, sí, en una ocasión sentí piedad, o al menos algo parecido. Fue cuando, Urraca, mi reina y señora, me llamó a su presencia:

— Siete meses Vellido, siete meses de suplicio y penurias, mis súbitos perecen de hambre y de sed y no puedo hacer nada. ¡Mal haya la hora en que le reclamé a mi padre la herencia!

— Señora no debéis renegar nunca de lo que por nacimiento os corresponde.

— No, Vellido, precisamente por ser mujer no tenía derecho a nada; fui yo quien le reclamé mi legado, en su lecho de muerte tuve el valor necesario para exigirle mi parte y la de mi hermana. El mismo valor que ahora empieza a fallarme cada vez que veo las necesidades que están pasando mis leales zamoranos.

Urraca en ese momento rompió a llorar desconsoladamente, era la primera vez en mucho tiempo que veía a esta mujer valiente derramar lágrimas, un impulso irrefrenable de lástima y compasión laceró mi pecho y no pude evitar aproximarme de un salto hacia aquella dama indefensa y tomarla en mis brazos. Dios sabe que no había maldad en aquel ademán, en ella no veía la mujer, veía a un ser desvalido; un ser que había sufrido ya demasiados golpes en la vida. Una señora inteligente que era tan válida para gobernar como cualquier varón y lo hacía mejor que el mal nacido de su hermano Sancho, el hombre despreciable que nos tenía sitiados, que no había tenido ningún pudor en asentar su ejército a las puertas del reino de su hermana y pasar sobre la voluntad de su padre difunto.

El movimiento de los cortinajes y el sonido de unas faldas rozando el suelo me hizo reaccionar y apartar los brazos del cuerpo de mi señora. Alguien nos había sorprendido, y muchos lenguaraces de esos que ven las cosas que no son, malinterpretarían este gesto, el más puro y sincero de toda mi vida; de hecho ya me habían llegado algunos rumores maledicentes sobre la confianza que me tenía la reina.

Algo oscuro se removió en mis entrañas que sustituyó de inmediato ese sentimiento tan humano de piedad ante alguien desvalido. Esta situación desastrosa en la que estábamos inmersos era culpa de un bellaco ambicioso, cuyas cualidades poco tenía que ver con las conductas que se nos suponían a la gente de armas y por ende a los soberanos: valor, lealtad, justicia, defensa a los desfavorecidos y a las doncellas en apuros; todo eso que escuchábamos atentamente desde niños a los juglares y trovadores. Esas eran las legítimas virtudes que propugnaba la caballería, pero… cuantas tropelías han visto mis ojos: campesinos desalojados de sus miserables casas, doncellas deshonradas y tomadas como botín de guerra, muchachos obligados a dejar a sus familias y a enrolarse en batallas que poco les importaban y así… tantas y tantas injusticias en nombre de un rey o una insignia. No, lamentablemente, Sancho no es Arturo, ni Castilla, ni León, ni Galicia son la isla de Avalon, ni ninguno de los caballeros que apoyamos a unos u otros somos ni Roland, ni Lancelot, ni Galahad… Nosotros no empleamos nuestras vidas en buscar el Santo Grial, ni reliquias divinas. Nosotros sólo nos dedicamos a pisotear a los demás para hacernos con sus tierras, llevándonos por delante todo aquello que nos estorba, incluidos los pobres habitantes de esos lugares que no pidieron nacer allí.

La ira que invadió todo mi cuerpo y, lo que es peor, mi alma se concentró en una sola persona, Sancho, Sancho el egoísta, Sancho el envidioso, Sancho el mentiroso; quien no tuvo ningún decoro en engañar y perseguir a su hermano García para quitarle Galicia, Sancho el que no tuvo vergüenza alguna en robar Toro a su hermana Elvira, Sancho; quien no cesaba de jugar con su hermano Alfonso para despojarlo su reino y a quien hizo huir y refugiarse en Toledo, bajo el manto protector del rey moro Mamur, para evadirse de una muerte segura, Sancho el cobarde; ese que no tuvo el mismo coraje de una mujer, ni las agallas suficientes para enfrentarse a su padre en vida y reclamar lo que el creía le pertenecía por derecho de primogenitura.

Este rey insaciable y cruel no tenía medida, quería más y más, nada era demasiado para él, el muy entrometido tampoco pudo dejar en paz un pedazo de tierra situado a orillas del Duero. ¿Cómo podía ser justo un rey que anteponía sus aspiraciones a los deseos de quienes pretendía hacer sus súbditos, y por lo tanto, debía proteger?

Ese día hice un juramento, un juramento en voz tan queda que dudo mucho que la propia Urraca, pese estar separados por una fina cortina de aire, pudiese escucharme.

II

— ¡Señor! ¡Señor! —uno de los cabos que hacían guardia en el campamento se acercaba corriendo a su superior. Rodrigo Díaz, el llamado de Vivar, miró al muchacho de arriba a abajo. No le gustaba que la gente que estaba bajo su mando alborotase de esa manera sin tener razón alguna. Y en aquel momento no había motivos. La ciudad aún no se había despertado del letargo nocturno, todo estaba tranquilo y no se veían señales de ningún enemigo ni interior, ni exterior.

— Tranquilo muchacho, tengo advertido a todos que los gritos hay que darlos en el momento oportuno. No hay que alertar sin causa justificada.

— Señor es que hay un caballero en la puerta del campamento, viene de la ciudad, y dice que quiere hablar con el rey —dijo el muchacho con voz entrecortada debido más a la emoción que a la agitación de su carrera.

— Como si cualquier desharrapado pudiera llegar hasta él, nadie puede verle, el propio rey es quien decide a quien, como y cuando quiere recibir. Es mucha pretensión acercarse a Sancho y más cuando sale de la ciudad que se ha rebelado a su autoridad. Incluso dudo mucho que en este momento, y tras tantos meses de tozudez, quisiera recibir a su hermana.

— Este hombre viene en son de paz, por lo que nos ha relatado es un renegado, un desertor, precisamente porque está harto de esta situación. Este hombre no es zamorano, viene de Galicia, a él ni le va ni le viene este encontronazo entre hermanos y herencias; es tan solo un viajero a quien este momento le ha pillado en el lado equivocado.

— Don Sancho aún duerme, y no voy a molestarlo por un visitante tan inoportuno. Cuando despierte le pondré al tanto de la situación y que él decida. Mientras tanto mantenedme al caballero vigilado, no le dejéis solo ni un momento y sonsacadle todo lo que podáis.

Rodrigo cejijunto y con gesto de profunda cavilación dio media vuelta y se encaminó hacia la tienda real. El primer desertor de Zamora; habían tenido que pasar siete largos meses para que el primer traidor apareciese en el campamento. Eso era algo inaudito, claro que tenían que tener en cuenta que este hombre era forastero en Zamora y simplemente estaba de paso… el hombre de confianza del monarca leonés, cuya lealtad a Sancho llegaba a un grado casi enfermizo, esperó pacientemente a que su señor despertase del sueño.

***

Mi señor, hay novedades, esta madrugada ha llegado al campamento un hombre procedente de Zamora.

— ¿Cómo es eso, Rodrigo? Yo creía que mi hermana estaba rodeada de leales. Recuerda lo que te digo, así irán cayendo uno a uno, el hambre es más fuerte que la honestidad.

— Al parecer este hombre es un viajero, tan solo estaba de paso en la ciudad, esto no va con él, no es su guerra. No obstante he pedido a mis hombres que vigilen todos sus movimientos.

— Bien Rodrigo, toda prudencia es poca y más ahora que estamos tan cerca de conseguir los objetivos. Con García fuera de juego y Alfonso lamiéndole el trasero a Mamur solo falta vencer la terquedad de Urraca. Es la única forma de reparar el error de un viejo senil que se dejó ablandar a la hora de la muerte. Mi padre jamás debió ceder a las pretensiones de mis hermanos, sobre todo a las de la necia de mi hermana, fue un error partir el reino, dividir es perder. La única forma de expulsar a los invasores musulmanes es la unidad.

Cada vez que Sancho hablaba, Rodrigo no podía evitar admirar a  aquel hombre enérgico, y cada vez estaba más convencido que el único monarca que podía llevar al triunfo a los reinos cristianos era Sancho, el más fuerte, el más decidido y el más belicoso de todos los hijos de Fernando I. En aquellos momentos, y de guerrero a guerrero, Rodrigo volvía a ver no a su rey, sino al compañero de juegos de su niñez.

III

No fue tan fácil convencer a Sancho, pero menos lo fue convencer a su sombra; ese tal Rodrigo al que llamaban el de Vivar. Ese hombre que no se despegaba de su rey ni de día ni de noche.

Me armé de paciencia y seguí perseverante, Sancho era listo y desconfiado, pero tenía una gran debilidad, su vanidad; estaba tan acostumbrado a que todo aquel que le rodeaba no le pusiese trabas que no concebía que cualquiera que le regalase los oídos no fuese sincero. Él y sólo él estaba en posesión de la verdad, además según le fui conociendo me convencí de que se creía su propia realidad.

Quería ganar a toda costa y estaba siempre presto a escuchar cualquier sugerencia que le llevase a la victoria. Poco a poco me gané su confianza hasta el punto que, pese a los impedimentos que ponía el de Vivar, Sancho accedía a dar pequeños paseos en solitario conmigo mientras escuchaba mis penurias en aquella ciudad ingrata de Zamora que tan mal me había tratado.

Yo conocía una pequeña puerta, lo suficientemente discreta y escondida en la muralla que daba acceso a la ciudad, cubierta de maleza la convertía en el lugar idóneo para que los soldados de Sancho pudiesen acceder al interior de Zamora aprovechando el silencio y la oscuridad de la noche sería muy fácil sorprender a una población dormida y debilitada por la falta de comida.

Esa idea entró rápidamente en la cabeza del monarca, tan bien supe estimular su curiosidad, que él mismo fue quien me propuso acompañarme en solitario para conocer la situación de ese sitio privilegiado que por fin, rompería el cerco y le daría lo que pretendía.

Aproveché el momento y la soledad del lugar, la fortuna me sonrió en todos los sentidos, el Rey Sancho tuvo una necesidad, bajó del caballo  y era tanta su confianza que me dejó en custodia su daga, no habría otra oportunidad, con toda la saña que pude acumular le clavé su propia arma. Rodrigo, que a pesar de la distancia contempló la escena montó raudo a su caballo y comenzó la persecución, pero yo estaba cerca de la puerta y me refugié en la ciudad. Zamora me abrió los brazos. A los pocos días el rey murió de la herida y los soldados, ya sin la cabeza visible de su líder, levantaron el asedio. Al fin los zamoranos eran libres y Urraca podría respirar tranquila. Su hermano más querido, Alfonso, tenía el camino despejado hacía el trono de los reinos de la península.

Esta situación hizo sospechar al desconsolado Rodrigo de que todo había sido una maquinación de Urraca y Alfonso para asesinar a su señor, y no se le ocurrió nada más que hacer jurar en la iglesia de Santa Gadea en Burgos, a quien se iba a convertir en su nuevo monarca, que no había participado en la muerte de su hermano.

¿Y que fue de mí? Pues no sé si aquella acción humillante para Alfonso precipitó mi final, en el fondo yo no hice más que favorecerle; sin mí voluntaria intervención no habría llegado a ser el rey de León y de Castilla, pero un soberano no puede reconocer este tipo de favores —ni siquiera en privado— tenía que dar la cara ante los soldados de su hermano; es la doble cara de la moneda, la honra y la moral tiene que esconder la tranquilidad y la sensación de haber triunfado pese a que este triunfo se lo debiese a algo tan ilícito como un asesinato, aunque estos últimos sentimientos fuesen más fuertes que los primeros. Ya he dicho que los valores tradicionales de la nobleza que cantaban los juglares de corte en corte, eran sólo eso, cuentos y leyendas de un pasado lejano e ilusorio. La realidad era otra muy distinta.

Yo cumplí mi promesa y Alfonso también, sentí los pasos de los carceleros, ya venían a buscarme, tragué saliva y apreté los dientes, intentando no sentir el escalofrío helado que recorría mi espalda. No tenía ninguna duda que para los que me recordasen, si alguien me recordaba, sería siempre un infame traidor, pero no moriría como un cobarde.

Mientras me ataban los brazos y piernas a los caballos para ser descuartizado, pude ver los ojos de Alfonso, su mirada era dura y reflejaba un odio como nunca había visto entre enemigos o rivales, pero mi sorpresa fue mayúscula cuando vi que esa mirada no la dirigía hacia mí. Sorprendentemente, iba dirigida a un caballero que, acompañado de un pequeño séquito de fieles salía de Burgos. Iba completamente cubierto con su capa, su cuerpo encorvado y su cabeza baja ocultando el rostro, no me dejaba ver de quien se trataba, pero lo que si reconocí fue la noble figura de su caballo Babieca. Muerte al traidor y destierro al leal… pero ¿Quién dijo que la vida fuera justa y cambiar el rumbo de las cosas algo fácil?

FIN