Bienvenidos a este rincón donde compartir pequeñas historias.

martes, 24 de diciembre de 2013

JERK, EL AYUDANTE DE RUDOLPH

El sonido de las campanillas de la puerta sobresaltó a Eberhard, aunque su aspecto no lo delató ya que no movió ni un músculo de su cuerpo. Muy al contrario, siguió con su faena de clasificación y saludó alegremente a su visita.

— ¡Buenos días Frederick! Hacía algunos días que no aparecías por aquí. ¿Mucho trabajo en el colegio?


— No, para nada, es que he estado enfermo; con gripe dice mamá y no me ha dejado levantarme de la cama. Ni siquiera pude ir a la fiesta de Navidad del colegio. Pero… dime una cosa Eberhard: ¿Cómo es posible que estando de espaldas supieses que era yo? ¿Eres mago?

— Ja,ja,ja, Que más quisiera yo amiguito. No, no soy mago. Pero son tan pocos mis clientes que es muy fácil saber quien abre la puerta.

Y Eberhard tenía razón. Aquel viejo gordiflón de larga barba blanca y pequeños ojillos azules que cubrían unas gruesas gafas, era el librero de la aldea. Una localidad tan minúscula, que la pequeña tienda siempre estaba vacía. En aquel pueblo perdido en un valle alpino de Baviera, pocos eran los aficionados a la lectura. Gentes rurales con poco tiempo desocupado al día y siempre pendiente de sus haciendas, no tenían tiempo para perder entre los libros. Algunos padres que se acercaban a por los libros de texto de sus hijos, de forma esporádica, el maestro del pueblo y el pequeño Frederick eran la clientela de su negocio.

— Tienes razón, aquí nunca te harás rico. —dijo el pequeño.

— No, pero tampoco quiero serlo, yo me conformo con poco, ¿sabes? No necesito mucho para vivir y mis libros me hacen feliz. Son como los hijos que nunca tuve, es más, estoy tan unido a ellos que cada vez que vendo uno y tengo que separarme de él, lo paso muy mal.

— Pues yo si tuviese mucho dinero te compraría todos los libros. —dijo el niño, su intensa mirada azul y sus mejillas sonrosadas le daban color a una tienda, donde el color predominante, eran el marrón de las estanterías y los grises y azules pardos de las tapas de los libros.

Las carcajadas del viejo librero hicieron retumbar las paredes. Frederick pestañeó como si saliera de un sueño.

— ¿Por qué te ríes? —preguntó con voz seria— Un día seré rico y tendré una habitación solo para guardar mis libros, y será más grande que toda tu tienda.

— Pero mientras tanto te tienes que conformar con mis historias, ¿verdad, hijo?

Eberhard sabía que los padres del niño no tenían suficiente dinero como para comprar libros, ni ellos, ni la mayoría de los habitantes de la villa. Eran gentes humildes que más o menos tiraban con lo justo para vivir. Por eso, cuando Frederick aparecía por su tienda casi todas las tardes cuando salía del colegio, el librero le esperaba y le contaba alguna historia; incluso, algunas veces, cuando era su cumpleaños o algún día especial le regalaba un libro.

Hoy te voy a contar una historia muy antigua, una historia muy propia de estas fechas; seguro que te va a gustar: «Había una vez….

— Eberhard, ¿por qué todos los cuentos comienzan con esa frase?

— No lo sé, supongo que será una fórmula para captar la atención de los oyentes pero… phsssssss escucha atentamente el cuento:

***

«Había una vez, hace mucho tiempo, tanto que es imposible ponerle una fecha; en un lugar llamado Laponia, cerca del Polo. Allí había bosques encantados y maravillosos. Unos bosques donde los pinares eran espesos y los huecos entre los pinos eran casi inexistentes. Estos bosques eran blancos, porque siempre estaban nevados. Las noches se alargaban durante las veinticuatro horas del día; y de vez en cuando la naturaleza regalaba a sus pocos habitantes con un cielo lleno de luz.

A esa luz es a lo que llamábamos aurora boreal, y ahí, en esa zona que muchos llaman también casquete polar, es en el único sitio del mundo donde se puede contemplar ese espectáculo lleno de belleza y grandiosidad. Alguien dijo alguna vez que este fenómeno se produce porque el sol, cuando entra en una de sus frecuentes tormentas, despide unas partículas tan calientes que al caer estrepitosamente en la Tierra, cuando ésta se cruza en su trayectoria, estas partículas solares se mezclan con las moléculas y átomos que flotan en la atmósfera de nuestro planeta; el choque es tan violento que las partículas solares se sobrexcitan y explotan llenando el cielo de un espectáculo de color maravilloso. Normalmente el color que predomina es el verde, como el de esos árboles que llenan el horizonte lapón; pero el estallido también puede ser rojo, violeta o blanco.

Aunque yo siempre he pensado que lo que ocurre realmente es lo que decían las antiguos. En el pasado, los inuit, habitantes de la región ártica de Groenlandia y América, creían que los espíritus de sus ancestros podían vislumbrarse bailando en estas luces parpadeantes. En la mitología nórdica, la aurora era un puente de fuego construido por los dioses y que conducía al cielo.

La ciencia está muy bien y nos explica muchas cosas, pero nunca menosprecies la sabiduría de nuestros ancestros, ellos también conocían muchas cosas que, ahora, la ciencia desconoce.

Como te decía, en esos bosques mágicos antiguamente habitaban los simpáticos renos. Sí, no me mires con esa cara de sorpresa, los renos que acompañan a Santa Claus en su viaje anual. Estos renos que ahora en Laponia tienen domesticados, hace mucho tiempo vivían en estado salvaje, y esta es la historia de uno de esos renos.

Bálder era el líder de una pequeña manada que se componía de unas dieciocho cabezas de estos simpáticos animales. Aunque los renos tienen fama de ser unos animales muy independientes y amantes de la libertad, lo cierto es que  todo rebaño necesita un líder, y normalmente suele ser el más viejo del grupo.

Este viejo animal, había luchado muchas veces en su vida, para encontrar alimento, para aparearse, para viajar y encontrar los mejores lugares para su grupo. Los años pasaban y ya se iba sintiendo cada vez más cansado. Iba siendo hora de pensar en que alguno de los machos de la manada le sustituyese, y quien mejor que su único hijo: Jerk.

Jerk era un joven reno, hermoso y lleno de vida; una maravilloso ejemplar con piel lustrosa y enorme cornamenta. Pero tenía un problema, y es que Jerk no había nacido para luchar, el joven reno podía pasarse horas y horas contemplando el hermoso cielo que coronaba sus cabezas. Soñaba volar, con elevarse por encima de los árboles y viajar, ver otras tierras, otros mundos, otras maravillas. Nunca se acercaba al resto de machos jóvenes, ni jugaba con ellos a peleas, no veía que la hora de buscar pareja y pelear con sus otros compañeros para encontrar la hembra más apropiada para perpetuar la descendencia estaba llegando. Ni mucho menos había caído en la cuenta que, su padre, iba a necesitar pronto un sustituto.



— ¡Jerk! Tienes que crecer, ya no eres un reno bebé, hace algún tiempo que ya te separaste del aurea protectora de tu madre. Tienes que demostrar que eres un macho como los demás. Yo ya estoy viejo y cansado y necesito que el liderazgo recaiga en otro y quien mejor que mi hijo para ese cargo.

— Pero padre, yo no quiero ser líder de nada ni de nadie, yo soy feliz caminando por entre los árboles, contemplando el cielo, soñando con viajar y ver cosas nuevas. No quiero que nada me ate aquí.

— Eres un idiota, no podía haber escogido mejor nombre para ti. Como sigas así Rudrik, el hijo de mi más despiadado enemigo, te tomará la delantera. Eso me rompería el corazón y las ilusiones que siempre he tenido depositadas en ti aunque, siempre sospeché que eras un pobre e iluso loco. ¡Pon las pezuñas en el suelo de una maldita vez y reclama lo que te pertenece por tu nacimiento!

— No padre, no voy a luchar con Rudrik ni con nadie nunca, quítate esa idea de la cabeza, padre.

Aquella noche, mientras Jerk volvía a deleitarse con su paisaje nocturno y estrellado, Rudrik se le acercó sigilosamente.

— Hola Jerk, esta tarde os escuché la conversación entre tu padre y tú. Y me parece muy bien que renuncies a la posición de líder. Yo soy mejor que tú, siempre fui mejor. Pero tuve que arrastrar la vergüenza de la derrota de mi padre ante el tuyo. Ese puesto me pertenece. Yo soy el mejor para  guiar y cuidar de la manada. Tú simplemente eres un tonto soñador y un cobarde. No me extraña que tu padre se avergüence de ti.

— Mi padre no se avergüenza de mí, no inventes cosas que no son Rudrik, lo único que pasa es que le cuesta comprender mi posición, pero terminará entendiendo y al final todo se arreglará.

— Bien, es tu decisión, al fin y al cabo no eres tú quien tienes que soportar las burlas de toda la manada. No eres tú quien tiene que bajar la cabeza y escuchar, sin poder rebatir a nadie, que su hijo es un cobarde. El pobre y viejo Bálder es quien tiene que soportar día tras día la comidilla de todos. Pero confío en que pronto terminará su sufrimiento, ¿no te das cuenta que tu padre cada vez está peor? ¿Qué sus fuerzas se van debilitando poco a poco? Bálder está llegando al final de sus días, y en vez de su hijo, yo seré su sustituto. —La perorata llena de inquina de Rudrik encendió el ánimo de Jerk.

— ¡Yo no soy ningún cobarde! ¡Nadie puede tener la maldad suficiente para ir con esos cuentos a mi padre! Solo tú Rudrik, tú que estás lleno de odio. La amargura del final indigno de tu padre no te ha dejado vivir.

Hacía varios años que Bálder y el padre de Rudrik, se habían enfrentado a un duelo mortal, algo muy difícil de ver entre estos animales que sólo usan sus fuerzas para alimentarse y para conseguir a sus hembras.

Pero el padre de Rudrik había cometido una indignidad. En una época mala, con un terreno devastado por la ausencia de lluvia, y con el bosque quemado por el frio del hielo, no se encontraban buenas tierras para encontrar alimento. La manada pasó los peores momentos de su vida. Bjork, el padre de Rudrik, casualmente encontró un pequeño valle resguardando, donde la hierba y las plantas tiernas eran un placer para su paladar. Pero en lugar de compartirlo y guiar al resto, solo se llevó con él a su familia. Bálder alertado por su fuga les siguió y retó a Bjork a un duelo a muerte. Bálder ganó el duelo y desde entonces se hizo cargo de Rudrik, de su madre y de sus dos hermanas. Rudrik jamás olvidó esa escena, y el cachorro resentido, se convirtió en un joven rebelde y lleno de maldad.

— Siempre has sido perverso Rudrik, jamás perdonaste a mi padre que matase al tuyo, cuando todo fue una acción de justa venganza. Vosotros siempre pensasteis solo en vosotros mismos. Mi padre solo piensa en el bien de todos.

— ¿No me digas?,  pequeño cretino impertinente. Eres igual de memo que tu padre, pero te falta algo que a él si le sobra. Valentía.

Jerk no pudo soportar más aquella provocación. Los dos jóvenes machos se enzarzaron en una titánica pelea, su cornamenta chocaba con fuerza, sus pezuñas se elevaban buscando las patas del contrario. Sus cabezas entrelazadas pugnaban por infringir la peor herida en el rival.

Durante un buen rato, los dos animales pelearon con bravura. A Jerk le sobraban fuerzas, pero le faltaba algo tan característico como la violencia. El reno no era violento, no había nacido para la lucha. Su pelea era limpia, sin triquiñuelas ni trampas. Por el contrario, su oponente empleaba los juegos y las tretas más sucias. Y su corazón se iba llenando de violencia desmedida.

La pelea terminó, un jadeante y sudoroso Rudrik contemplaba a su enemigo, tendido en el suelo y manchando la blancura de la nieve con su sangre roja.

El bramido de Rudrik fue brutal, toda la manada se acercó al lugar y al ver el espectáculo las murmuraciones fueron llenando todo el espacio vacío del bosque. Pero los rumores se callaron de inmediato y el grupo abrió paso a Bálder, que con la cabeza alta, caminó despacio hacía el cuerpo de su hijo.

— Soy el ganador Bálder, he matado a tu hijo, como tú mataste a mi padre hace años. Y ahora, soy el líder. Tú ya solo eres un viejo inservible para nada.

— No sé como ha sido la pelea, lo único que sé es que mi hijo habrá luchado limpio. Nadie que no ame la lucha puede jugar sucio. Tú sin embargo eres el fiel reflejo de Bjork. ¡Vete de aquí! No queremos a nadie como tú en el rebaño.

Rudrik intentó rebelarse, pero las miradas adustas del resto de los animales le hizo recapacitar, y huyó, huyó lejos, en algún sitio sabrían apreciar sus méritos; aquella panda de petimetres sentimentales no le merecían.

Bálder con el alma herida de muerte se giró y lentamente volvió sobre sus pasos hacía el lugar donde apacentaban seguido por el resto de los renos.

Cuanto todo se quedó tranquilo, dos figuras que habían presenciado toda la escena salieron de entre los árboles.

— ¿Qué piensas Rudolph? ¿Crees que este jovencito tiene algún porvenir?

— No lo sé jefe. Yo creo que al final se ha portado como un valiente.

— Lo mismo pienso yo. Creo que deberíamos darle una oportunidad, sería un estupendo ayudante para ti. Ahora que lo pienso, querido y viejo compañero, creo que ya vas necesitando ayuda.

— ¿Quién, yo? De eso nada jefe, yo sigo estando fuerte como un toro. No sé, no sé, veo a este jovencito un poco… como si dijéramos, ¿indolente?

— Rudolph, Rudolph, no me hagas recordarte a un jovencito llorón a quien me encontré hace tantos años lloriqueando por los rincones porque el resto de sus amigos se reían de su enorme y roja nariz.

— Esto… ejem, jefe, mejor no recordar tonterías pasadas. Carga al muchachito en el trineo y vámonos pitando que se nos echa el tiempo encima y de aquí a unos días tenemos mucho trabajo que realizar.

— Jo,jo,jo, ¡Qué bueno es tener memoria, viejo amigo! No hay nada como recordar historias pasadas.

Las dos figuras se alejaron del lugar en silencio, dejando la nieve blanca e inmaculada sin mancillarla con el rastro de sus huellas.

Al día siguiente, aprovechando el silencio de la noche, Bálder regresó al lugar de la pelea y no vio el cuerpo de su hijo. Perplejo, sin saber que pensar, agachó la cabeza intentando olisquear el ambiente. De pronto el sonido de unas campanillas y la estridencia de unas fuertes carcajadas, le sacó de sus pensamientos:

— ¡Mira, padre! Soy yo, Jerk, soy el nuevo ayudante de Rudolph. Puedo volar, viajaré por todo el mundo. Cumpliré mi sueño. Padre, no estés triste, yo soy feliz, todos los años por estas fechas podrás verme. Siempre pasaré por aquí.

Bálder levantó la cabeza y lo que vio le maravilló. Un trineo dorado surcaba el cielo. Un hombre vestido de rojo y con una larga barba blanca que le tapaba la cara reía feliz. El trineo volaba, seis magníficos renos tiraban de él. Y allí en la primera fila de dos, junto a otro reno con una enorme nariz roja estaba su hijo, Jerk.


***

— Es una preciosa historia, Eberhard. Me ha encantado.

— ¡Mira qué hora es, enano! Tu madre se va a enfadar mucho y con razón.

— ¡Ay va! Tienes razón, me voy corriendo. Mañana volveré a verte. ¿Me contarás otro cuento de estos tan bonitos?

— Por supuesto que sí, pequeño. Sabes que mi librería siempre está abierta para ti. Y recuerda lo que te he dicho, ¡ojalá sea Jerk el primer reno que pise tu tejado! —El anciano guiñó un ojo cómplice al niño.

El niño salió corriendo, en la puerta le esperaba su madre.

— ¿Has visto que hora es? Menos mal que tu padre no ha regresado aún, si no la reprimenda iba a ser enorme.

— He estado con Eberhard y me ha contado un cuento muy bonito.

— Tu haz mucho caso a ese viejo loco…  Venga ves a lavarte que en cuanto llegue tu padre que no tardará nos sentamos a cenar. El pavo se va a quedar frio, vaya Nochebuena.

— ¡Es verdad! Hoy es Nochebuena, esta noche viene Santa Claus. ¿Sabes que el cuento de hoy hablaba de él? Bueno de él y de un reno, Jerk, el ayudante de Santa Claus. Es una historia muy bonita, pero lo mejor es lo que me ha dicho Eberhard, él dice que cuando Jerk es el primero de los renos de Santa que pone la pezuña en tu tejado, en el corazón de esa familia siempre reinará la magia.

— Ummm ese viejo loco ya cho… bueno, pensándolo mejor, puede que Eberhard tenga razón, esta noche cuando nos acostemos y antes de dormir los dos cerraremos los ojos fuertemente y pediremos el mismo deseo, que sea Jerk el reno que se pose antes en nuestro tejado. Será bonito que la magia llene nuestro hogar.


FIN

martes, 17 de diciembre de 2013

QUE DIOS REPARTA SUERTE


El hombre de edad avanzada y aspecto de caballero subía por la calle de la Torre y ya estaba próximo a la calle de Santa Inés, donde se encontraba su destino final, el Oratorio de San Felipe Neri, la actual sede de las Cortes Españolas, sitas en la ciudad de Cádiz. La única ciudad española que se encontraba libre de la ocupación francesa, a pesar del duro asedio que sufría desde hacía un año.

Aquella mañana había puesto sumo cuidado en su atuendo. A pesar de su abierta oposición hacia los vecinos invasores, no había tenido ningún problema en adoptar la moda francesa a su vestuario. Pantalón de lana ajustado de color beige, casaca estrechada en la cintura de terciopelo verde oscuro liso, chaleco de seda del mismo color que la casaca y con bordados en la pechera en tono dorado, un lazo del mismo tono que los pantalones ceñía su  cuello y tapaba el escote en pico del chaleco. Las botas negras que cubrían sus pantorrillas, llegando hasta las rodillas, relucían. Cuando regresase a casa tendría que felicitar a su mayordomo por la adecuada elección de su ropa. Incluso la sugerencia de cambiar la tradicional capa por el redingote, había sido todo un acierto, esta prenda sin duda era mucho más práctica para días de diario y sobre todo cuando el viento y la humedad arreciaban. Aquel día don Ciriaco  González Carvajal tenía que destacar y convencer, sabía que la elegancia y la distinción eran tan necesarias para impresionar, como la buena oratoria.

— Hoy no nos lloverán bombas —pensó el jurista sevillano y actual Ministro de Hacienda.

El ejército francés contaba con los mejores artilleros del mundo, pero les había salido un fuerte rival con quien no contaban. El viento, ese viento recio que azotaba el pequeño istmo de forma continuada. Don Ciriaco sonrió por lo bajo. A Víctor —Claude-Victor Perrin, el mariscal francés al mando del asedio— no le resultaba tan fácil dar en la diana. Sus bombas, en la mayoría de los casos, se desviaban y los daños, de momento y gracias a Dios, aún eran mínimos. Cádiz seguía siendo, salvo algunas zonas más castigadas por los bombardeos, una hermosa ciudad; una urbe que continuaba manteniendo su estilo, su gracia, su refinamiento, su cultura, su tradición liberal y lo más importante —gracias a los aliados ingleses— su puerto continuaba abierto al mar y a las mercancías y suministros que, aunque de forma más dificultosa debido al acoso de la marina francesa, seguían recibiendo de las colonias de ultramar.

Pero a pesar de todo aquello, ese 23 de noviembre de 1811, ni las bombas de los gabachos, ni Cádiz, eran las mayores preocupaciones del ministro. Don Ciriaco a sus 66 años cumplidos había visto mucho y, sobre todo, había escuchado demasiadas cosas, no en vano su profesión de jurista le había llevado a desempeñar el cargo de Oidor de la Real Audiencia en lugares tan lejanos como Filipinas y México. Como él solía repetir, había vivido tanto como tan largos habían sido sus viajes.

Por ese motivo no era ajeno a nada y no desconocía que la situación que vivía el resto de España no era, ni por asomo, la misma que estaba viviendo Cádiz. Con un país duramente asolado por tropas enemigas e inmerso en una guerra, la situación económica era caótica. Y lo que es peor y llevaba varios días quitándole el sueño: ¿cómo imponer mayor presión fiscal a aquellas gentes, la mayoría con sus tierras arrasadas, sus animales y haciendas requisadas por un ejército extranjero, y con los varones adultos de las familias luchando —ya alistados en el ejército, o bien sumándose a las guerrillas— por su libertad?

Su alto sentido de la justicia y su experiencia le decían que no podía exprimir más a aquella población, castigada por el hambre y los horrores de la guerra, con más impuestos. No, al menos, no sin dar algo a cambio. Pero, por otra parte, la situación financiera del Estado era extremadamente preocupante y poco sostenible. Se necesitaba dinero de forma perentoria para salir adelante.

Don Ciriaco, hombre criado en el ambiente ilustrado de la corte de Carlos III, había encontrado una solución aceptable. El español por naturaleza era jugador y amante de los envites del azar. Si el anterior rey había sido capaz de incluir un juego como arma para recaudar impuestos, él también podría hacerlo; pero tendría que ser cuidadoso. La lotería ya había sido un instrumento utilizado por el tan impopular Esquilache, a instancias del monarca, para el mismo fin. No había pasado tanto tiempo y la gente aún conservaba en la memoria un recuerdo amargo de aquel personaje, al que muchos consideraron un advenedizo extranjero y, lo que es peor, un ladrón. Pero —y aquí influía mucho su experiencia en las colonias— don Ciriaco, durante su estancia en México había conocido otro tipo de lotería. Un juego similar, pero con algunas variantes respecto al que se conocía en España. Un sistema de billetes de  los que se podían comprar y jugar la cantidad que se quisiera, uno o varios, al mismo o a distintos números. El sorteo se realizaría con cinco bombos distintos, que contendrían bolas con todos los números del cero al nueve; de cada uno de ellos saldría una bola numerada y las cinco cifras resultantes se unirían para formar un único número, que sería el premiado.


Se elevaría el porcentaje de los premios y, es más, no sólo cobraría el propietario del número ganador, también recibirían premios menores los números aproximados y las terminaciones. El porcentaje que se quedaría el Estado sería mucho mayor que el de los premios, por supuesto, pero tampoco obligarían a nadie a pagar un nuevo impuesto, el juego es voluntario, simplemente jugaría el que quisiera o pudiera. Pero don Ciriaco contaba con el espíritu aventurero y amante del riesgo de sus compatriotas. ¿A quién no le gustaba arriesgarse y a ser posible, ganar?

Además, don Ciriaco, como zorro viejo que era, había pensado en algo que daría mucha más brillantez a aquel negocio del azar. La fecha. Sí había que aprovechar no sólo las ganas de tentar a la suerte, ese sorteo se tendría que realizar en un momento clave y que mejor que las fechas precedentes a la Navidad. En aquellos días el espíritu de buena voluntad y las ganas de reunir a la familia y llenar mesas se hacía más patente. El responsable de finanzas ya veía su idea como un juego bonito donde participara todo el mundo, donde las familias se intercambiaran números para poder aumentar la suerte. Una acción que, probablemente, se repitiese durante décadas, o quien sabe si durante siglos, convirtiéndose en una de las tradiciones más arraigadas de las familias españolas.

Mientras traspasaba las puertas del Oratorio, don Ciriaco respiró profundamente, ahora venía lo más peliagudo: intentar convencer al resto de los señores diputados, y de ahí en adelante… que Dios repartiera suerte.


FIN


martes, 10 de diciembre de 2013

PROTAGONISTA

No era su momento, nunca lo fue. Durante toda su vida se limitó a ser un mero espectador de lo que le rodeaba, como si estuviera viviendo algo ajeno, algo que no le pertenecía. Llevaba meses sintiéndose un extraño rodeado por extraños. ¿Meses? No, mucho más. Para ser sincero consigo mismo, llevaba toda su vida así. Desde que tenía uso de razón, desde que siendo pequeño empezó a comprender que sus padres, esos dos seres que lo crearon; no le correspondían tampoco. Jamás le entendieron, no comprendieron que él había nacido para otras cosas: para volar, para ser libre; no para atarse a la dura realidad de aquel pequeño negocio que le había absorbido todas sus energías.

Ni sus amigos eran sus amigos, esa panda de cincuentones solterones o divorciados que se creían chicos de veinte tonteando con todas las niñitas que se les ponían por delante, sin darse cuenta de que la mayor de ellas, podría ser su hija. ¡Esos no podían ser sus amigos! Aquellos chicos que creían que se iban a comer el mundo, que iban a arreglar la sociedad. Aquellos tipos llenos de ideales de lucha y cambio, no podían ser esa panda de babosos que ahogaban sus miserias y sus derrotas todos los fines de semana entre alcohol, cartas y visitas a locales juveniles donde ya estaban fuera de lugar.

Y que decir de Paula, su compañera de toda la vida. Esa chica menudita y morena que le enamoró cuando, subida a una mesa en la facultad, con sus vaqueros raídos, instaba a las masas estudiantiles a unirse a una causa, terminar con el letargo de una sociedad en la que, el viejo régimen languidecía. Él, como siempre, se limitaba a observarla y callar. La admiraba y la respetaba, la adoraba en silencio pero evitaba ponerse a su lado, codo con codo, a luchar con ella. Simplemente dejaba hacer.

Ahora Paula se había convertido en una señora apacible, acomodada en su puesto burgués, con un salario burgués, un trabajo burgués y una vida aburguesada, cómoda y estable. Sin más preocupaciones que quedar todos los viernes con sus amigas para visitar el centro comercial y surtirse de sus potingues de belleza y de alguno de los últimos modelitos de la temporada.

Ellos nunca habían pasado por la vicaría, sus ideales (los de ella), no compartían esos absurdos rituales que suponían las bodas. Un día decidieron (o fue ella quien lo decidió) que se querían y que merecía la pena vivir juntos, pero sin papeles. La pasión duró lo que dura un suspiro, los ideales (los de ella), también se evaporaron en el aire. Todo se convirtió de repente en una sintonía rara de hábitos, rutina y comodidad.

A Julio le aburría todo eso, le aburría el tedio de los demás, su estancamiento, su vida sin ningún aliciente. Él quería ser protagonista, ocupar ese lugar que entre todos le habían arrebatado: sus padres obligándole a dejar sus estudios, sus amigos retrocediendo a una juventud tardía e irrecuperable, su pareja sumida en una vida vacía y sin emoción.

Miró las cuatro paredes que conformaban su vida laboral, observó la mesa llena  de papeles, el ordenador, las carpetas con facturas y pagarés. Sintió la silla que sujetaba su cuerpo, más bien lo oprimía. Se levantó y salió a la pequeña tienda, la joyería, que había sido el negocio familiar desde tiempos inmemoriales. Ya no había nadie; los dos dependientes hacía rato que habían guardado todo lo más valioso en la caja fuerte y se habían marchado, cerrando la tienda. Ni se habían despedido de él. Y no era de extrañar, Julio era tan silencioso y se mimetizaba con los muebles de tal forma, que se hacía invisible a los ojos de los demás.

Julio hizo lo que nunca creyó que podría hacer. Abrió la puerta del local y sin pensarlo, ni pararse a cerrarla corrió, corrió sin medida, sin tino, sin dirección, sin saber donde le llevarían sus piernas. Corrió hasta faltarle el aliento. Sin motivo, siguiendo un impulso reflejo. Necesitaba sentir el aire frio lacerándole la cara.

En su veloz huida, no había ni cogido su abrigo. La noche invernal penetraba en sus huesos, pero él no sentía nada, simplemente el impulso de correr cada vez más rápido de no sentir los pies en el suelo. De volar… volar… lejos, muy lejos, ser por un momento el dueño de algo, el protagonista de su propia vida.

En ese mismo momento frenó su carrera y fue consciente del lugar donde se encontraba. El lugar ideal para iniciar su vuelo. El viaducto, el lugar que tantos como él habían elegido para volar. Cerró los ojos, apretó la mandíbula hasta hacerse daño y saltó, saltó sin importarle las consecuencias. Lo había hecho, por fin, había tenido el valor suficiente para pasar de ser un mero espectador a protagonista.

En su caída vio pasar toda su vida de un plumazo y se dio cuenta de varias cosas: sus padres no fueron los responsables de que dejara sus estudios, él podía haberse mantenido firme, y no lo hizo. Sus amigos se habían transformado en aquellos seres ridículos, porque él era uno de ellos, él era tan responsable como ellos de aquella desidia, ¿por qué no hizo nada por evitarlo? En cuanto a Paula, ¿qué había hecho de Paula? ¿Acaso no fue él el responsable de su desgana? Su falta de apoyo, su falta de ímpetu para animarla en su lucha, sus silencios, su abandono cuando más le necesitaba. Todo eso hizo de esa mujer valiente y luchadora lo que es hoy: una mujer de mediana edad sin ideales, vacía. Él y solo él fue el responsable de aquella situación absurda. No se dio cuenta a tiempo de que nadie, por muy fuerte que sea, puede mantenerse a pie de línea solo; que necesita el aliento y la comprensión de alguien a su lado. Y más, si esa persona era su pareja.

Pero ya era tarde, tarde para comenzar, tarde para pedir perdón, para lamentarse, para reconocer que él único que había vivido una vida falsa y sin sentido era él. Que, como siempre, había sido un puto egoísta.

Pero el choque final no llegaba, abrió los ojos y miró sorprendido, pestañeando como para confiar en que todo había sido un sueño. Estaba en la misma posición, agarrado a la barandilla del viaducto, pero no se había movido. Estaba vivo, no había volado, ni había saltado al vacío como pensó hacer. En ese momento notó la humedad caliente de las lágrimas en su rostro, lágrimas que se iban congelando cuando entraban en contacto con el frio nocturno. Lágrimas que limpiaron esa alma herida y atormentada durante años. Tiritando de frio volvió a la tienda, recogió su abrigo, cerró y se marchó con paso pausado a su casa. Sí, a SU casa; con SU mujer, la mujer que había amado siempre. Y el martes siguiente se volvería a reunir con SUS amigos, los de toda la vida. Tomaría de una vez por todas las riendas de SU vida e intentaría que todo volviera a su cauce, a ese cauce que perdió un día por su falta de acción y su inconsciencia.


FIN

jueves, 5 de diciembre de 2013

JUICIO DEL AGUA (Completo)

El otro día hablando de brujas, brujos, brujitas blancas, príncipes azules y más variedad Disney. Me acordé que tenía por ahí un relato en tres partes que habla un poco de esto. De los juicios de agua. Pruebas que se hacían en la Edad Media para detectar si alguien era sospechoso de brujería. En fin una de tantas bestialidades que se sacó de la manga la Inquisición. Como recuerdo del Papiro, he juntado las tres partes y las he metido en un formato tipo libro, fácil de leer y que visualmente queda bastante vistoso. Espero que os guste. Y como aquí, en España, esta semana tenemos fin de semana largo aprovecho para desearos un feliz puente de la Constitución.






martes, 3 de diciembre de 2013

MÁQUINAS PARLANTES, TABACO Y DESBARROS VARIOS

“Enga”, que alguien proponga una frase de inicio”. Ese era el último tema que se había propuesto en el grupo literario al que pertenezco desde hace unos años. ¡Hale, como si fuera tan fácil! Y tan anchos que nos quedamos, ¡oye! Y yo en vez de escribir, aquí estoy con un frio de narices y esperando en la cola de la gasolinera, mientras soporto estoicamente la mirada del idiota de al lado que me mira insistentemente, y no porque esté buena, si no por que había tenido la genial idea de colarme.

— ¡Oye, tú! ¡Qué te has colado!

— ¿Yo colarme? ¡Ni hablar hermoso!, yo no me cuelo nunca, soy una señora. Simplemente he utilizado una de las leyes primordiales de la seguridad en la navegación marítima, que puede ser llevada perfectamente a la práctica en la navegación terrestre, en caso de peligro extremo las mujeres y los niños primero. Y esta es una ocasión de peligro, que cuando me pongo nerviosa me vuelvo muy loca.

— ¡Esta tía está como una chota!

— Perdona querido, como una, no; estoy como un rebaño de chotas. ¡Quejica!

Por lo menos el pesado se calló y, por fin había llegado al deseado surtidor. Ahora a pelearme con el empleado de turno: «Que no, que no llevo suelto, ¡coño! Y no, no me hace falta llenar el depósito, con veinte euros llego sobrada a casa. Pasa la tarjetita ya “porfa”, que tengo mucha prisa, tengo que escribir un relato y no sé por donde empezar».

Que nervios se me han puesto con estos dos memos. ¡Ah, mira! Una expendedora de tabaco, voy a comprar una cajetilla para templar los instintos agresivos, así me gasto los cinco euros que me quedan, que me están quemando en el bolsillo.

De repente una voz metálica y con tono de pocos amigos me dice: «Su cambio y su cajetilla, pero recuerde que ¡AQUÍ NO SE FUMA!» ¡Caray con la maquinita! un poco más y me pega! Bueno, ahora a cargar el depósito y a casita que hace frío.

«Ha elegido “diesel e plus”, ¡Buen viaje! Y salga ECHANDO HOSTIAS de aquí que se me acumula el trabajo». ¿Era la misma voz de la máquina del tabaco, o estaba soñando? Desde luego el tono era igual de desagradable.

De repente empecé a ver como esa manguera crecía y crecía, y se enredaba en el coche. Es más, lo zarandeaba. ¿Era mi castigo por haberme colado? El sudor empezó a caerme por la frente. El miedo se agolpaba en mi garganta. Esa manguera seguía aumentando. El coche atrapado en aquel terrorífico surtidor. Yo gritando como una posesa. Y el relato sin escribir.

— ¡Mari! ¡Mari! ¿Se puede saber con qué sueñas? No sé que dices de una manguera, un surtidor y una cajetilla de tabaco. Pero, ¡si tú no fumas!

¡Dios!, estaba en plena pesadilla. ¿O comenzaba ahora? Porque el verdadero problema seguía ahí, ¿qué escribir? Tiene que ser el colmo de la originalidad.

FIN