Bienvenidos a este rincón donde compartir pequeñas historias.

lunes, 23 de febrero de 2015

MI CALLE

FOTO TOMADA DE WIKIPEDIA
Aunque parezca que todo lo que voy a contar son hechos claros conservados durante mucho tiempo en mi memoria, nada más lejos de la realidad. Es cierto que lo que relato es totalmente coherente y tiene sentido, lo que no sé es si todo ocurrió de esta manera o ha sido mi propia mente la que ha reconstruido todo y ha puesto parches allí donde las lagunas del tiempo y, sobre todo, de mi situación, hicieron estragos.

Casi puedo asegurar, porque allí todo era igual, que era una mañana como cualquiera de las que se vivían en aquel marzo de 1916, era una mañana oscura, nublada, la tierra seguía igual de gris y árida que el día anterior. Tras una larga jornada de guardia nocturna nuestro sargento nos avisó de que los que habíamos cubierto la noche podíamos retirarnos a descansar. ¿Descansar? Si podían llamar descanso a tumbarse en el frío y húmedo suelo de una trinchera eran o tontos o muy optimistas, aunque yo siempre tuve la sospecha que los bobos éramos nosotros que, como corderos, nos creíamos todo lo que nos decían y atendíamos fiel a su llamada. Lo malo era que lo que todos creíamos que iba a ser un asunto de dos días entre dos vecinos mal avenidos, se fue alargando y extendiendo de una manera alarmante donde, toda Europa, se estaba desangrando.

Me fui a mi rincón y me cubrí con el capote que, días antes había cogido a un compañero que cayó muerto a mis pies, ya que el mío se había perdido hacía muchas jornadas. Algo que antes me habría parecido horrible, quitar sus posesiones a un muerto, ahora era lo más natural del mundo, a ellos ya no les serviría de nada y a nosotros, los ¿vivos? podría salvarnos hasta que otra bala traidora nos segase la vida.

Los dedos de mis pies estaban entumecidos por la humedad y el frío. Me quité las botas y los froté, conté varios agujeros más en las botas y los calcetines ya eran casi inexistentes. Me dispuse a cerrar los ojos y tratar de dormir un poco cuando, un estruendo que nos dejó prácticamente sordos, sonó algunos metros más allá en primera línea de trincheras. Corrí hacía el lugar y vi un espectáculo desolador, montones  de cuerpos se amontonaban en grotescas posturas, una granada había barrido esa zona del frente. Un poco más alejado, fuera de la trinchera, vi un uniforme distinto al nuestro ¡no!, gritó mi garganta sin voz, ¡No podía ser! ¡Él no! Era Piero, un muchacho que sólo tenía trece años y era uno de mis mejores amigos. El chico era huérfano y había huido hacía meses de un orfanato en el Piamonte, alistándose en el ejército falseando su edad. Debido a su vida dura, su cuerpo se había desarrollado lo suficiente para hacerse pasar por un chico de dieciocho o veinte años. No sé cómo dejó las líneas italianas y llegó hasta allí, siempre que iba a comenzar su historia algo la interrumpía.

No me lo pensé dos veces y corrí a recoger el cuerpo inerte, probablemente estaría muerto, pero eso no sé podía saber, no sería el primer caso de dar a un soldado por fallecido y luego apreciar que seguía con vida. De todas formas vivo o muerto, Piero no merecía quedarse tirado en tierra de nadie. No me lo pensé dos veces y salí corriendo, me arrojé al suelo y repté por el barro, cuando llegué donde estaba el cuerpo del italiano me arrodillé, entonces fue cuando sentí un dolor agudo en el brazo volví a tumbarme en tierra y agarrando al muchacho de las botas tiré de él para acercarlo a las trincheras, ya cerca de nuestras líneas, otros compañeros salieron para ayudarme…

*************

— ¡Mamá! Me voy a jugar un rato, Armand y los demás me esperan en la plaza. Hoy les vamos a dar una buena somanta a Maurice y los suyos.

— No vuelvas tarde René o te quedarás sin merendar ¿me oyes? Además cuidado con vuestras peleas que la última vez volviste escalabrado, como vuelvas con alguna herida te juro que no te vas a poder sentar en días de los azotes que te vas a llevar. Sabes que no me gusta que andes peleándote por ahí, no quiero que os hagáis daño, ni unos ni otros. No es bueno eso de andar luchando por ahí, las batallas no son buenas ni en los juegos ¡hazme caso, René, Dios quiera que nosotros no tengamos que vivir lo que vivieron tus abuelos tiempo atrás!

Mi madre sabía de lo que hablaba, no hacía tanto tiempo que Francia había salido de una guerra, corta pero intensa, que sentó las bases para la situación de malas avenencias en las que desde entonces vivimos los francos y los prusianos, en la que mi abuelo había participado. Recuerdo sus narraciones, cuando en verano salíamos a buscar el fresco de la noche a la puerta de nuestra casa.

Salí corriendo a la calle, mi calle, ese lugar maravilloso donde había nacido, donde había dado mis primeros pasos. Era una calle corta y estrecha, rodeada de más calles cortas y estrechas que desembocaban en una plaza grande y soleada. De cada casa salían los olores típicos de los hogares, el olor de la leña de las chimeneas en invierno, los guisos de las casas a cada cual más apetecible, el olor a ropa limpia. El griterío de las mujeres llamando a sus hijos o hablando con las vecinas. Los sonidos de los trabajos de los hombres: del herrero, del carpintero, del panadero… Ese olor a pan recién horneado era el primero que llegaba a mi cama al despertar.

No era raro que toda la chiquillería nos uniésemos en las mismas correrías y, tampoco era extraño que dentro de la buena convivencia, hubiese pandillas enfrentadas con nuestros respectivos líderes. Yo era el líder de mi panda y Maurice, mi archienemigo, era el líder de la pandilla de los “Ratas”.

Maurice y yo vivíamos en la misma calle, nuestras madres eran amigas íntimas desde que eran niñas, pero nosotros, no sé porque razón, nos odiamos desde que dimos nuestros primeros pasos y corríamos por la calle para arrebatarnos nuestras respectivas meriendas.

Aquel día era el definitivo, armados con palos, piedras y los más afortunados con espadas construidas de madera, íbamos a dar lo suyo a los “Ratas” a Maurice no le iban a quedar ganas de seguir inmiscuyéndose en nuestros asuntos.

Y sí, salimos ganadores, todos los “Ratas” salieron huyendo como esos repugnantes bichos a los que representaban. Desde entonces todo cambió, mi calle siguió siendo más que nunca mi calle; pero las distancias insalvables entre nosotros hizo que nuestras familias, concretamente nuestras madres, dejaran de hablarse, lo que dividió la calle en dos bandos: los Darras y los Voinchet.

Las cosas no mejoraron entre nosotros, a medida que los años iban pasando y los juegos callejeros cedieron paso a actividades más de adultos, nuestros caminos  se distanciaron y esa calle estrecha no sirvió para unir nuestras vidas, a pesar de los irremediables encontronazos diarios.

En menos tiempo que nos imaginamos nos convertimos en dos jóvenes de dieciocho años que queríamos comernos el mundo, cada uno a nuestra manera, y, eso sí, sin cruzarnos ni miradas ni palabras.

El mismo año de nuestro dieciocho aniversario la vida dio un giro impensable y dramático, 1914 nos trajo nuevos aires, y no precisamente esos aires puros a los que estábamos acostumbrados y que dejaban nuestros cielos limpios y de un azul brillante. Esos nuevos vientos trajeron, polvo, sudor y tiñó nuestros cielos de un gris pardo y nuestra tierra de un rojo sanguinolento. La guerra, casi sin darnos cuenta, llamó a nuestras puertas. Fueron momentos en los que llevados por el embrujo del ¡NO PASARÁN! de quienes nos mandaban y, sobre todo por el impulso de nuestra sangre inocente y joven, nos creímos con la capacidad suficiente para cambiar el mundo al menor coste posible y las cosas no fueron realmente así…

************

El día que desperté no me vi tendido en mi cama, y los olores agradables de pan horneado, ropa limpia y comida apetitosa habían cambiado por los acres olores de un hospital de campaña, y entonces recordé todo lo que había pasado y donde estaba. Pregunté por Piero y me negaron con la cabeza, su herida había sido mortal. El pobre chiquillo italiano había encontrado por fin la paz y el sosiego que tanto ansiaba. No puede evitar un nudo en la garganta al pensar que en su  joven vida lo único que había conocido había sido la pena, la frustración y las peores miserias de los seres humanos.

Un médico con la bata ensangrentada se sentó al lado de mi camastro y me contó lo que había pasado. Afortunadamente mi herida no había sido grave, había sido lo suficientemente grande y el esfuerzo que hice al arrastrar el cuerpo de Piero me hizo sangrar copiosamente, aquello me llevó a una situación que me mantuvo en coma varias horas. La bala me había rozado el hombro y un nervio, con lo cual, aquel brazo me quedaría inútil. En poco tiempo había pasado de ser un muchacho en plenitud de facultades y fortaleza a ser un pobre e inútil manco. Aquello sirvió para que me dieran la licencia y poder regresar a casa.

Pero mi casa ya no era como la recordaba, mi calle estaba triste, desierta, no se veían niños reír ni correr por ella. La ausencia de hombres jóvenes era patente. La desolación se reflejaba en los rostros. La escasez de comida debido a la situación bélica se hacía manifiesta y el cielo, a pesar de estar a muchos kilómetros de las trincheras, no era tan azul como lo recordaba. Me enteré que muchos de mis amigos habían caído en el frente y otros aún luchaban en las distintas batallas.

Todo era desolación y lo peor fue lo que llegó después. Aquella guerra que iba a ser rápida y se iba a solucionar en unos pocos meses se alargaba. Ya eran muchos años, cuatro largos años en una situación que ya no era sostenible. Las bajas seguían en alza, y los más afortunados se habían convertidos en pobres lisiados como yo, si no físicamente, sí mentalmente. Ya nada era lo mismo, no podía serlo. Aquella guerra se había convertido en la peor de las pesadillas, las fuerzas ya no se medían cuerpo a cuerpo, con bayonetas y fusiles convencionales o con espadas y sables. Esa guerra terrorífica puso al alcance del hombre artilugios hasta entonces desconocidos: bombas, obuses, aparatos que volaban arrojando muerte y desolación a su paso, carros blindados que, como los cascos del caballo de Atila, arrancaban la hierba a su paso. No, nada era como lo que se había conocido anteriormente. ¿Nadie iba a detener aquella carnicería? Tanta muerte, tanta sangre joven derramada en esos eriales. Una generación entera de chicos, casi niños, fue masacrada y aniquilada ¿Por qué? En el mejor de los casos, en los que aún conservamos la vida, nos robaron la inocencia, la ilusión, la esperanza… la vida.

Finalmente el 11 de noviembre de 1918 se firmó el armisticio. La guerra había terminado. Todos recibimos la noticia con alivio, mi calle recuperó un poco la alegría de tiempos pasados. Sabíamos que muchos no volverían, pero la sensatez se impuso en nuestros corazones, aquello significaba que no habría más muertes innecesarias. El terror había pasado, ahora había que mirar hacia delante e intentar que aquello no se repitiera nunca más.

Me gustaba salir todas las mañanas a dar una vuelta por el pueblo. A pesar de rozar el invierno me apetecía sentarme en un banco, mi cuerpo se había acostumbrado tanto al frio del noreste francés, que esos inviernos de mi pueblo enclavado en el sur del país me parecían una bendición. Sentí unos pasos inseguros y una sombra se puso frente a mí. Levanté la mirada y me topé con los ojos de un viejo conocido. Maurice, me contemplaba, su aspecto era desgarrador, las ropas ajadas, el rostro cansado y lo peor, un par de muletas sujetaban una única pierna. A pesar de aquella visión demoledora, sus ojos mostraban el mismo orgullo de siempre y su pose era de total dignidad.

En los últimos días de guerra le habían herido una pierna, los medios en los hospitales ya escaseaban de forma espantosa y los médicos no pudieron evitar que la gangrena se extendiese. El miembro tuvo que ser amputado. Y ahora estábamos los dos ahí, solos, en la misma plaza donde tantas veces se habían librado nuestras ingenuas batallas infantiles. Los dos igual de apagados, igual de rendidos en la victoria que nuestro país no dejaba de celebrar.

Nos miramos mientras las lágrimas recorrían nuestros rostros y, si, nos fundimos en un abrazo, un abrazo que hacía no tantos años habría sido improbable.

Corrí a mí casa y ante el estupor de mi madre rebusqué en el viejo arcón hasta que encontré mi vieja espada de madera y la arrojé a la chimenea. No quería más armas en mi vida, ni siquiera las de juguete. Lo único que pedí a aquellas llamas es que no se volviese a repetir una situación semejante, ¡no más guerras!, ¡no más muertes!, ¡no más lágrimas en los ojos de aquellos que pierden un familiar o les ven regresar en una situación lamentable!

Por eso ahora que han pasado algunos años, no tantos como pudieran parecer, que aún quedamos hombres con la memoria suficiente para recordar aquella barbarie, vemos con estupor que es inevitable que vuelva a suceder lo mismo y que la tierra volverá, si nadie lo evita, a ser regada con más sangre inocente.

Hoy 1 de septiembre de 1939, Maurice y nuestras familias nos hemos reunidos en el salón de mi casa y estamos escuchando  en la radio las últimas noticias: Alemania, sin aviso previo, ha invadido Polonia. El resto de los países europeos ante semejante abuso de poder han decido declarar la guerra al ejército del Tercer Reich.

Nosotros dos, Maurice Darras y René Voinchet, supervivientes de La Gran Guerra,  nos separamos del círculo familiar y nos miramos de la misma forma que nos habíamos mirado aquel día de primeros de diciembre de 1918 cuando nos reencontramos en la plaza. Los hombres volvíamos a ser igual de estúpidos que veintiún años atrás. Volvíamos a ser pequeñas “ratas” peleando por el mismo queso.

FOTO TOMADA DE LA WEB www.culturizame.es

FIN

martes, 17 de febrero de 2015

LA VIDA EN UNA SOSPECHA


El viento soplaba con fuerza colándose por cada resquicio de los ventanales y las puertas del caserón.

Marion y Vincent McGinty estaban sentados en el sofá de terciopelo rojo del salón blanco, el más pequeño de los tres salones de la mansión, esperando a que el mayordomo les avisase para la cena. Permanecían sentados en los lados opuestos, callados, ausentes y prácticamente no se miraban a la cara. Vincent repasaba por enésima vez la sección económica del Times, mientras Marion hojeaba con desgana los dibujos de unos diseños de vestidos que le había enviado su modista. Los tres últimos años de su matrimonio les habían alejado años luz. Poco o nada tenía que ver su situación actual con los primeros momentos de su vida en común.

Marion Sullivan era una chica de clase alta, pero una mala administración del gestor de su padre sumió a la familia en la ruina. La muchacha tuvo que comenzar a ganar su propio sustento y comenzó a trabajar como institutriz o dama de compañía. Así fue como conoció a Vincent McGinty cuando llegó a la mansión para cuidar a su madre que había enviudado recientemente y ya era anciana.

Poco a poco la convivencia les fue uniendo y al fallecer su madre, Vincent se dio cuenta de que ya no podría vivir sin la presencia de Marion, pero sin trabajo no era adecuado mantenerla en casa, estaría mal visto, así que la pidió matrimonio y la boda se celebró en cuanto pasó el tiempo reglamentario de luto.

Todo había sido perfecto, era un matrimonio bien avenido. Vincent estaba junto a la mujer que amaba y lo cuidaba día a día, y Marion, aparte de estar junto al hombre del que se enamoró desde el primer momento, volvió a la clase social que le pertenecía. Pero nada es perfecto en la vida, y ellos también tenían una sombra que planeaba sobre sus cabezas, que hacía que su existencia no fuese todo lo ideal que merecían: Gilbert. Sí, Gilbert, el hijo pródigo, el hermano díscolo de Vincent, un hermano a quien no veía hacía muchos años y a quien Marion no había llegado a conocer.

Gilbert era el ingobernable de la familia; desde su infancia había dado quebraderos de cabeza a sus progenitores. Ni los duros castigos de su padre, ni su estancia en los internados más estrictos de Inglaterra y del extranjero, consiguieron dominar el carácter rebelde e indómito del joven. Su vida delictiva comenzó con estafas y timos de poca monta hasta que gradualmente fue escalando peldaños hasta convertirse en una de las cabezas más visibles del hampa londinense.

Gilbert, pese a su falta de presencia física en la mansión, no dejaba de ser el dolor de cabeza de su hermano, sobre todo cuando en la escena familiar comenzó a aparecer un policía de Scotland Yard, el inspector de homicidios Maddox.

El inspector se presentaba en la mansión de forma asidua para preguntar al matrimonio por los pasos de Gilbert: ¿Sabían algo de él?, ¿desde cuándo no aparecía por la casa?, ¿habían recibido alguna nota o carta de él?

Maddox llevaba el caso de la desaparición de dos jefecillos mafiosos del East End londinense. Ambos habían tenido tratos profesionales con Gilbert McGinty y la teoría del inspector era que probablemente los cadáveres de los mafiosos estarían hundidos en el fangoso fondo del río Támesis, pero que tarde o temprano los cuerpos aparecerían y que ahí Gilbert McGinty no tendría escapatoria. Esto ocurriría más pronto o más tarde. En cuanto pasase el invierno el río sería dragado y entonces aparecerían sin ninguna duda, haciendo que el cerco contra la oveja negra de los McGinty se estrechase hasta cerrarlo.

Lo cierto es que bien porque la monotonía comenzaba a hacer estragos en la vida conyugal; o por esos, cada vez más regulares, sobresaltos que les daba la policía y la presencia fantasmal de Gilbert en sus vidas, la pareja no atravesaba uno de sus mejores momentos.

Unos golpes suaves les sacaron de su ensimismamiento, la puerta se abrió y apareció Williams, el mayordomo, que les anunció que la cena estaba servida.

— ¡Vamos querida!

— Ves tú Vincent, creo que esta noche no voy a cenar porque tengo una jaqueca horrible. Será mejor que me retire a mi habitación.

— Marion, deberías tomar al menos un consomé caliente. Hoy ha sido un día muy frío.

— No, no me apetece tomar nada. Williams, por favor, diga a Gertrud que dentro de un rato me suba un vaso de leche tibia, eso sí me vendrá bien para conciliar el sueño.

Vincent abandonó el salón seguido por Williams.

Marion se levantó y se dirigió a la chimenea, cogió el atizador y comenzó a remover las cenizas. Las llamas comenzaron a chispear y sus pensamientos comenzaron a agolparse en su cabeza a la misma velocidad que el crepitar del fuego.

No, nada había sido igual desde aquel suceso. Un 28 de febrero de 1893 todo había cambiado para ella y los recuerdos volvían a visitarla el mismo día tres años más tarde. Desde entonces Marion no había sido la misma, el presagio y la duda estaban matando sus ilusiones poco a poco. Vivir bajo la presión de la sospecha era poco menos que morir en vida.

************

— Te lo pido por Dios, Vincent, ¡no vayas!

— No puedo negarme, Marion, es mi hermano y me necesita; debo acudir a su llamada.

— Pero querido, sabes que Gilbert es peligroso. Tú, al igual que yo, has escuchado las hipótesis de la policía. No puedo fiarme de él, Vincent. Me da miedo que tras tanto tiempo desaparecido y sin acordarse de ti, ahora te reclame. Ni siquiera apareció para el funeral de tu madre. ¡No vayas, te lo ruego!

— Marion debo ir, mi hermano no puede hacerme ningún daño. Tú no le conoces, es lógico que las palabras del inspector te asusten. No te olvides que a pesar de que nuestros caminos se separaron, hemos crecido juntos. También hemos pasado buenos momentos durante nuestra infancia. No, Gilbert no me hará ningún daño, por nuestras venas corre la misma sangre. Además, ahora está enfermo y me necesita. Sería un canalla si no acudiese a su llamada.

— Al menos avisa al inspector Maddox para que sepa que te vas a reunir con él.

— ¿Qué quieres que le detengan? ¿Quieres que sea yo su delator? No me podría perdonar ver a mi hermano ante un jurado y menos siendo declarado culpable. ¿Quieres que le vea colgando de una cuerda? ¡Estás loca, mujer!

— Pero no se sabe si él es culpable de los delitos de asesinato, las suposiciones de Scotland Yard no tienen por qué ser correctas. Si no encuentran pruebas y sobre todo los cadáveres, no le pueden condenar a pena de muerte. ¿De qué le pueden acusar, de estafa, timo, robo? Como mucho pasará unos años en la cárcel, nada que un buen abogado no pueda resolver, y tú tienes suficiente dinero y relaciones para que tu hermano tenga un trato favorable.

— No seas ingenua Marion. ¿Crees que la policía lanza hipótesis así a la ligera si no tienen algo bajo la manga? No, algo tienen, otra cosa es que lo digan. Tarde o temprano los cuerpos aparecerán y entonces, probablemente, no tendrá escapatoria. No, no puedo hacerle eso, seguramente lo que necesita es que lo lleve a un médico, o algo de dinero. Vivir al otro lado de la ley debe de tener sus momentos buenos y malos. Nunca seré un soplón de mi hermano, el día que Scotland Yard lo detenga tendré que aguantar lo que caiga y apechugar con lo que pase; pero no seré yo quien lo entregue, no podría vivir con ese peso en mi conciencia.

Marion vio salir a su marido con un nudo en la garganta. Desde que hacía dos días había sonado el aldabón de la puerta principal y un pilluelo callejero les había entregado una nota manuscrita de su cuñado, Marion no había conseguido conciliar el sueño. Un escalofrío, la caricia de una mano invisible y fría recorría su espalda mientras un presagio anudaba su garganta.

Al poco tiempo el carillón de la entrada dio once lentas campanadas. Marion dijo al servicio que se retirara y ella permaneció sentada en el salón blanco. El reloj siguió marcando las horas de forma lenta y acompasada, las doce… la una… las dos… Antes de que sonaran las tres campanadas de la madrugada la mujer sintió el llavín en la puerta y corrió al hall.

Allí, al pie de la escalera,  se encontraba su marido. Su aspecto era cansado y la capa estaba polvorienta.

— ¿Qué ha pasado Vincent? ¿Está todo bien? ¿Dónde está Gilbert, le has llevado a un médico?... —Las preguntas se agolpaban en la boca de Marion y salían con un nerviosismo y una rapidez poco propias de ella. Vincent la cortó en seco.

— No ha sido necesario consultar a un médico, tan solo sufría una gripe un poco más fuerte de lo normal. Mi hermano está bien, ahora, está bien. No te preocupes Marion, todo está como tiene que estar. Voy a dormir, estoy cansado y necesito un poco de reposo; no debías haberme esperado despierta.

— Eso no es importante, no tengo sueño y seguramente no pegaré ojo en lo que queda de noche. Al menos ya estás en casa y eso es lo fundamental.

— Pues si no vas a dormir avisa mañana temprano al mayordomo que no me llame a la hora habitual, quiero dormir hasta bien entrada la mañana.

Estas palabras pronunciadas en un tono tan seco llamaron la atención de Marion.

— ¿Te encuentras bien, cariño?

— Me encuentro perfectamente.

La voz volvió a salir seca y sin ninguna tonalidad. Vincent se volvió y miró directamente a los ojos de Marion. Algo en la mirada de su marido la aterró, el pelo era idéntico, las mismas facciones asomaban a su rostro, pero había algo diferente: la mirada. Esa no era la mirada del hombre con el que había compartido los últimos diez años de su vida, seis de ellos dentro del matrimonio.

A la mañana siguiente un titular del Times desgarró el corazón de Marion

ÚLTIMA HORA

“Esta madrugada ha sido encontrado un cadáver flotando en el Támesis, el cuerpo tenía tres puñaladas, dos en la espalda y una en el pecho. La policía ya ha identificado el cuerpo, se trata de Gilbert McGinty,  un conocido delincuente de los bajos fondos londinenses. Aunque este hombre pertenecía a una familia de clase alta, ya que era el hermano gemelo del conocido industrial Vincent McGinty, hacía años que había abandonado la casa familiar para dar rienda suelta a sus actividades delictivas. En los últimos meses el inspector Maddox de Scotland Yard sospechaba que McGinty estaba tras la muerte de dos mafiosos del East End. La polícia había cerrado el círculo en torno a este personaje y su detención iba a ser inminente. El equipo de investigación puede asegurar que la muerte se ha producido por un ajuste de cuentas entre jefes de los bajos fondos que actúan en los muelles del río”.

La voz de Vincent sonó a su espalda.

— Perdona Marion, sé que anoche fui un poco brusco contigo pero estaba agotado.

El hombre miró por encima del hombro de su esposa y leyó el titular.

— Ya ha pasado todo Marion, sabes muy bien que para que uno sobreviviese otro tenía que desaparecer. Mañana saldré muy temprano para la oficina y regresaré tarde, no me esperes en todo el día, tengo que ponerme al tanto de muchos asuntos de la empresa, ya sabes que últimamente he dejado los negocios un poco abandonados.


FIN

lunes, 9 de febrero de 2015

APRENDER A ODIAR

“¿Te encuentras bien, cariño? Los médicos dicen que ya estás fuera de peligro. He pasado unos días aterradores pensando que podría perderte”.

Los ojos de Carrie se abrieron lentamente, escuchaba una voz lejana, muy lejana. ¿Sería la de Gary, su marido? Consiguió fijar la vista y su mente comenzó a aclarar la imagen de la cara que la contemplaba. Sí, era Gary, su hasta entonces único amor, el hombre de su vida. A medida que Carrie volvía de su largo letargo su cabeza comenzaba a despejarse y los recuerdos asaltaban la parte más sensible de su cerebro. Sí, Gary había sido la persona que, después de sus padres, más había querido… hasta los momentos previos de su accidente.

***********

Cincuenta y tres días antes…

— ¡Gary! ¡Gary, cariño! Dime que llegarás a tiempo, mira qué hora es y todavía estás en la oficina. El avión sale en dos horas y aún tienes que terminar de preparar tu maleta, yo he metido algo pero no sé si querrás llevar algo más. Tengo tantas ganas de volver a ver a papá y a mamá. Imagino la alegría que les vamos a dar, lo pasaron tan mal cuando se enteraron de tu traslado y que íbamos a vivir tan lejos de ellos que vernos tan pronto les va a suponer una enorme sorpresa, aunque solo sea para pasar un mes con ellos.

— Termino un par de cosas por aquí y voy corriendo, te prometo que será como mucho una media hora, no te olvides de poner en la maleta la corbata granate, esa que me regaló tu madre para el cumpleaños, sabes que me gusta mucho.

Carrie colgó el teléfono y corrió a buscar la corbata que le había indicado su marido. Estaba radiante de felicidad, al fin, tras más de un año de ausencia en su ciudad, volvería a ver a sus seres queridos. Había dejado tanto allí: sus padres, sus amigos, la familia de Gary —con quien siempre se había llevado bien—. Iniciar una nueva vida tan lejos había sido sugerente y divertido. Una aventura digna de llevar a cabo sobre todo en compañía de la persona que amas. Pero también, a la larga, esa situación pasa una pequeña factura.

El teléfono sonó con una insistencia que a Carrie le asombró. ¿De verdad sonaba tan fuerte y de forma tan constante? La verdad es que no se había percatado de ello hasta entonces. Como buena creativa y sensitiva, Carrie, se empezó a figurar que el teléfono solo respondía al nerviosismo y la impaciencia del interlocutor.

— ¿Aló?

— ¡Hola Carrie, querida! ¿Está Gary por ahí?

¡Uf!, pensó Carrie, era Elinor, la jefa de Gary. ¿Qué querría ahora la pesada?

— No, Elinor, no ha llegado todavía, espero que no tarde mucho, en dos horas sale nuestro avión para Seattle. ¿Recuerdas que hoy nos vamos de vacaciones a ver a la familia?

— Pues lo siento nena, pero hoy va a ser que no. Estoy reunida en el Waldorf con unos señores muy importantes que han venido de Europa, pensaba que podía prescindir de él, pero es imposible, le necesito ahora mismo en la reunión. Hay mucho dinero en juego, Carrie. En ello nos va el futuro de la empresa, el mío y el vuestro.

— Pero…

— No hay peros que valgan, el viaje lo podéis hacer otro día, no hay problema. Ahora mismo voy a llamar a Gary y a decirle que se pase por aquí. Hasta otro día cielo, cuídate y no te preocupes, a partir de mañana tendrás a tu hombre para ti solita durante un mes y podrás disfrutar de la familia y de los amigos.

Carrie nunca había soportado a Elinor, era entrometida, pesada, exigente y además últimamente se las arreglaba estupendamente para estropear sus planes. Suspiró con resignación y metió la corbata granate en la maleta. Ahora tenía que llamar a la compañía aérea, convencerles de que la cancelación era por motivos más que justificados y no les cobrasen los billetes e intentar cerrar otro vuelo para el día siguiente.

Gary, como era de esperar, llegó muy tarde y Carrie no le esperó despierta. Aquellas reuniones especiales con vendedores, banqueros, responsables de otras sucursales, gestores de empresas afiliadas y competencia, eran cada día más frecuentes. Era lo malo de trabajar en una multinacional y, aunque el sueldo lo compensaba, Carrie comenzaba a echar de menos esos días donde Gary era más libre para dedicarla gran parte de su tiempo. A la mañana siguiente fue Gary quien se despertó primero.

— Cariño, voy a darme una ducha, ayer llegué rendido y no me apetecía. ¿Conseguiste cancelar el vuelo sin gastos?

— Si, conseguí convencerles de que el motivo era justificado, además hemos tenido suerte; he conseguido otro vuelo para hoy a las 17:30, estaba todo lleno pero habían tenido también dos cancelaciones de última hora.

— Estupendo, hoy iremos más tranquilos. ¡Adiós oficina por un mes! No me lo voy a creer. ¡Voy a la ducha!

Carrie se hizo un poco más la remolona y dio otra vuelta en la cama. El teléfono móvil de Gary comenzó a vibrar con desesperación. Tontamente le recordó la forma tan insistente de sonar el teléfono el día anterior.

Desemperezándose sacó los brazos de bajo las sábanas y cogió el teléfono de la mesilla de su marido y comprobó que estaba recibiendo un archivo de vídeo por WhatsApp. Era de Elinor, ¿les volvería a estropear de nuevo esa pesada sus vacaciones? Carrie no se pudo contener y llevada por la curiosidad abrió el archivo de vídeo. Lo que vieron sus ojos fue un choque tremendo que hizo que su cuerpo se convulsionase en un tremendo espasmo.

El vídeo contenía las imágenes de Elinor retozando en la cama con un hombre, al final, los dos finalizaban su danza amorosa mirando a la cámara. El hombre que estaba con Elinor era Gary, los dos sonreían con esa sonrisa boba que solo dan los momentos de satisfacción y felicidad plena. Ella, que llevaba cuatro años casada con él y conociéndole desde hacía seis, jamás había visto esa expresión en su rostro.

Bajo el vídeo había un mensaje de texto muy explícito: “Este es mi regalo de vacaciones, cariño, para que no me olvides en este largo mes. Espero tengas, en esa esperada visita familiar, cinco minutos y un rinconcito solo tuyo para recordar nuestras frúctiferas reuniones. Cuando te resulten cargantes y monótonas las maravillosas vacaciones con tu perfecta mujercita, ya sabes que te estaré esperando a solo unas horas de vuelo. Te quiero, amor. Sabes que siempre seré tuya.

Cuando Carrie dejó el móvil en su sitio algo se había roto dentro de ella. Solo dejó escapar dos lágrimas traicioneras. Se levantó, esperó pacientemente la salida de la ducha de Gary, se lavó, vistió y preparó como cualquier otro día, pero sin soltar una sola palabra. Ni las preguntas de Gary, ni, sobre todo, sus falsos arrumacos, la sacaron de ese letargo. A la hora señalada como un autómata se montó en el coche y se dirigió al aeropuerto. Subió al avión como si nada, lo mismo daba que la hubieran metido en una cámara de gas.

Y luego, a los pocos minutos de comenzar a deslizarse el avión sobre la pista, el fuerte impacto. El golpe definitivo. Otro avión, ya sea por error del piloto o de la torre, invadió la pista por la que ellos tenían que despegar. El choque fue brutal, heridos graves… heridos leves… gente inconsciente… ataques nerviosos… quejidos de dolor… de angustia… de miedo… Y Carrie lentamente se sumió en un sueño que parecía eterno.


***********

Ahora recordaba todo aquello con total nitidez, aunque la cabeza todavía le dolía fuertemente. Miró a su esposo sin ninguna expresión, él estaba bien, al parecer sus heridas, si es que las había llegado a tener, habían sido leves.

Un doctor se asomó a la puerta.

— ¡Vaya, nuestra paciente parece que ya ha querido volver a visitarnos! Nos tuvo muchos días preocupados. Tengo que decirle que todo va a salir bien, afortunadamente su vida ya no corre ningún peligro. Desde luego, esto es una tremenda alegría, aunque para el equipo médico ha tenido su punto de decepción, ya que los primeros días, aunque inconsciente, dábamos por hecho que no iba a quedar ninguna secuela del accidente.

Hoy no podemos decir lo mismo, las consecuencias serán algo más importantes de lo que imaginamos en nuestras primeras estimaciones. La espalda ha quedado algo lesionada y tendrá que tomar analgésicos y someterse a rehabilitaciones durante el resto de su vida, y las jaquecas serán frecuentes y también tendrán que ser tratadas, pero nada preocupante, un tratamiento como cualquier enfermo crónica y listo.

— Doctor, ¿y mi bebé?

El doctor agachó la cabeza.

— Al principio conseguimos sujetar el aborto, incluso hubo un momento en que creímos que podíamos salvarlo, pero hace un par de días, precisamente cuando comenzábamos a ver que la salida del coma era inminente, tuvimos que intervenir y no logramos salvarlo. Lo siento mucho. —El médico cogió y apretó con fuerza las manos de Carrie y salió de la habitación.

— ¿Por qué no me habías dicho nada del embarazo, Carrie?

— Era mi sorpresa, Gary, pensaba decirlo por la noche durante la cena, ya con toda la familia reunida. Estaba tan ilusionada. —Carrie rompió a llorar y Gary intentó abrazarla.

— ¡No me toques! ¡Ni se te ocurra tocarme o decirme ninguna palabra de consuelo! Y ahora, ¡vete! No te necesito. ¡Déjame sola!

La petición no sonó a ruego, fue una orden seca y dura. Los ojos de Carrie miraron a Gary con una expresión que este no reconoció.

Ya sola la muchacha dio rienda suelta a todas sus emociones. No, el médico no tenía razón, el accidente no había sido la causa de sus secuelas ni de la posterior pérdida de su hijo. Estaba segura que la causa era el odio que había acumulado en su cuerpo. Ese sentimiento, hasta entonces extraño, que había tomado posesión de ella, física y mentalmente.

Carrie no había sentido la necesidad de odiar nunca, había tenido una bonita familia, hija única de unos padres atentos que la dieron todo su cariño, buenos colegios, pocos pero buenos amigos que jamás la traicionaron e hicieron su vida más agradable y por supuesto el clímax de felicidad fue encontrar a Gary, el hombre bueno y cariñoso con el que siempre soñó.

Ahora ese mundo de princesa de cuento de hadas se había desvanecido como un castillo de naipes. Ahora sentía dentro de ella ese sentimiento de ira recorriendo sus venas y tomando posesión de sus entrañas y sus vísceras. No, ya no sería la misma, ahora la sed de venganza más cruel comenzaba a abrirse dentro de su mente. No sabía lo que tardaría en realizar su desquite, ni como lo haría, pero Gary iba a pagar muy caro el aprendizaje de aquella nueva y desconocida asignatura: aprender a odiar.

FIN