Bienvenidos a este rincón donde compartir pequeñas historias.

lunes, 22 de diciembre de 2014

LA ALDEA DE LOS NIÑOS



El viajero levantó un pie lentamente y dio el siguiente paso de forma vacilante. Llevaba caminando muchos días, había perdido la cuenta de cuando fue la última vez que le habían dado cobijo en una caravana. Hacía semanas que en su camino no se cruzaba con nadie, ni viajeros, ni comerciantes, ni una sola alma era capaz de vagar por aquellos bosques de árboles enormes y tupidos.

En su largo camino, emprendido hacía algunos años, era la primera vez que Nicolás se encontraba en un lugar tan inhóspito y deshabitado. Si no fuera por el agotamiento que le minaba su musculoso y, aun fuerte cuerpo, no se sentiría tan agobiado; al fin y al cabo, eso era lo que siempre había querido. Siendo niño había escuchado en la plaza de su aldea a un monje que parecía hipnotizar contando historias sagradas. Desde entonces su meta fue caminar y visitar lugares lejanos llevando las palabras de aquel ser humano y divino que dio su vida por amor al prójimo, tal y como narraba aquel predicador de quien ya había olvidado hasta el nombre, pero no sus ojos penetrantes que parecían arrojar ascuas cuando relataba alguno de los muchos episodios en los que había participado Jesús. Ese mensaje de esperanza, de generosidad, de amor y de caridad debía llegar a todos los rincones del mundo por inaccesibles que estuvieran.

Nicolás nunca se había sentido así, notaba que las fuerzas le abandonaban por momentos y el sudor empapaba su cuerpo a pesar que un viento frío y cortante penetraba por sus agujereadas y pasadas ropas. Un pie tras otro, paso a paso. Solo su férrea voluntad le guiaba, cada yarda recorrida le costaba la vida.

Decidió parar un momento y sentarse para comer el último mendrugo de pan y el trozo de queso seco que le quedaba. No tenía duda que parte de su malestar era debido a la falta de alimento. Si no encontraba pronto alguna aldea para abastecerse, moriría de inanición.

Comenzó a comer con avidez, pero notaba que apenas tenía fuerzas para masticar los duros alimentos. El sudor se le congeló en el cuerpo y comenzó a tiritar con violencia. La manta que se envolvió, de puro raída y vieja, era insuficiente para mitigar su frío; era mejor que siguiese caminando. Cuando trató de levantarse sus piernas no le respondieron, sus oídos comenzaron a zumbar y los ojos se le nublaron. Su último recuerdo fue ver como la tierra se le acercaba a gran velocidad. El cuerpo de Nicolás cayó al suelo desvanecido.

Lo que no había percibido el hombre es que tras unos cercanos matorrales unos ojos curiosos le habían estado vigilando. El pesado cuerpo de Nicolás cayó y dos niños abandonaron su escondite y se acercaron, al principio con miedo y sigilo. Cuando comprobaron que no se movía, los dos pequeños salieron corriendo para alertar al resto de los habitantes de una aldea cercana.

Cuando comenzó a sentir ruidos no era consciente de donde estaba ni de cuanto tiempo había estado sin conocimiento. Lentamente abrió los ojos y vio con sorpresa que un grupo de niños le rodeaban. Unos, los más mayores, le miraban con recelo; sus ojos un poco rasgados reflejaban una honda tristeza. Otros, los medianos, le observaban con cierta curiosidad y en sus ojos aún quedaba un poso de cierta alegría infantil. Los más pequeños le sonreían abiertamente e intentaban tocarle la cara, mientras los mayores se lo impedían. Nicolás, a pesar de notar cierta mejoría y un calor muy agradable, aún se sentía muy débil y pronto se volvió a sumir en un sueño agradable.

Aún pasaron varios días hasta que los estados de consciencia superaron al sopor de la enfermedad. Durante ese tiempo vio como aquellos niños le atendían en todas sus necesidades. Le daban la comida, la bebida, atendían el fuego de aquella extraña vivienda circular donde le habían alojado, cuyas paredes eran de pieles de animales. Nunca le dejaban solo, incluso cuando subía la fiebre le ponían trapos humedecidos en agua helada para evitar que siguiera subiendo. Además, cada cierto tiempo le hacían tomar un brebaje infernal de un sabor amargo como la hiel, pero que no dudaba que había contribuido a su curación.

Según iba recuperando la salud iba siendo consciente de más cosas. En aquel lugar no había ni un solo adulto, sus únicos habitantes eran niños, de distintas edades, pero solo niños. Menores que rondaban entre los dieciséis y los cuatro años. Poco a poco Nicolás fue saliendo a dar paseos por la aldea comprobando que aquellos niños sobrevivían solos. Los mayores salían a buscar los alimentos, recolectaban y cuidaban de sus huertos y sus animales, perros y una especie extraña de ciervos con una abundante cornamenta, todo esto a la vez que cuidaban de los más pequeños.

El hombre intentó hablar con ellos en las distintas lenguas que conocía debido a sus viajes, pero era inútil. El lenguaje de aquellos niños era totalmente incomprensible y ellos tampoco le entendían; la única forma de comunicarse era a través de los signos.

Nicolás pronto comprendió que la vivienda que ocupaba era de uno de ellos. Un niño callado de unos diez años que le seguía a todas partes, que él creyó entender que se llamaba Onni. Este niño tenía un don especial para el dibujo y así fue como Nicolás se enteró de lo que les había pasado. Los dibujos que realizaba Onni en la tierra húmeda le contaron la historia de aquellos pequeños.

Hacía aproximadamente unos dos inviernos una maligna enfermedad había provocado una brutal mortandad. Todos los adultos habían muerto directamente por aquel mal o debido a las secuelas que dejó. Muchos niños habían muerto también;  de hecho, Onni a parte de a sus padres, también perdió a sus dos hermanos mayores y a su hermana pequeña. Todos los que habían superado el mal y el contagio, sobre todo los de más edad, habían tenido que aprender a sobrevivir y a cuidar del resto. Todos se ayudaban mutuamente de la forma que podían y sabían. Al fin y al cabo todos habían perdido a sus seres más queridos y se habían convertido en una gran familia de huérfanos.

Nicolás, quien comenzó a olvidar su nombre, ya que los niños eran incapaces de pronunciarlo y le llamaban Claus, vio que el invierno se les echaría encima de un momento a otro. Él era originario del noreste de Francia, una región que no se prodigaba por sus temperaturas cálidas, por eso el frío no le asustaba. Pero lo que le hacía sospechar que en aquellas tierras remotas el clima sería más brutal era la gruesa piel de aquellos ciervos y el largo y espeso pelaje de los perros. Lo que no podía ni imaginar es que iba a vivir el largo y mágico invierno del Círculo Polar Ártico.

Nicolás, o como le llamaban los pequeños, Claus, comenzó a diseñar otro tipo de viviendas, cabañas de sólidos troncos de árboles con chimeneas grandes que esparciesen el calor por toda la estancia. Construyeron un almacén grande donde hicieron acopio de una gran cantidad de leña para mantenerla seca. Y así Claus vivió su primer invierno boreal, rodeado del cariño de aquellos niños que sin conocerle, le habían dado todo lo que tenían y le habían salvado la vida.

Se acercaba el día de Navidad, el día del nacimiento de Jesucristo. En sus muchos viajes se había tropezado con gentes de todo tipo, buenas, malas y regulares, pero solo en aquel lugar recóndito había encontrado la verdadera esencia de las palabras del hijo de Dios. Aquellos niños que nunca habían escuchado las oraciones divinas, le habían enseñado más que cualquier predicador. Ellos mejor que nadie sabían lo que era la caridad y el amor al prójimo, y se lo demostraban cada día, con sus actos, sin necesidad de que fuera un día concreto del año.

Claus era muy hábil trabajando la madera y aquella noche la pasó en vela fabricando pequeños juguetes. Su imaginación iba por delante de su tiempo y hacía pequeñas miniaturas de objetos que aún estaban por inventar.

A la mañana siguiente cada niño tenía un pequeño juguete junto a su cabeza. La alegría desbordó la aldea. Los pequeños habían recibido un regalo inesperado, algo a lo que no estaban acostumbrados.

Claus se hizo una promesa. Sus días de predicador habían terminado, jamás abandonaría a esos pequeños. Esos niños volverían a escuchar historias, volverían a tener alguien que les arropara por la noche, les curase cuando estuvieran enfermos y nunca les faltaría un regalo en Navidad. En definitiva, volverían a recuperar esa infancia que el cruel destino les había arrebatado.

***********

Mi padre y yo estábamos en la biblioteca de la gran casa de madera de mis abuelos paternos. Era Nochebuena y la tradición familiar era muy estricta. Las dos familias, tanto la de mi padre como la de mi madre nos reuníamos en aquella fiesta, cenábamos todos juntos y a la mañana siguiente se abrían los regalos. Nosotros habíamos llegado los primeros y mientras mamá preparaba a mis hermanas pequeñas y las abuelas daban los últimos toques a la cena, los abuelos terminaban de adornar el enorme salón. Eran ellos los encargados de decorarlo y teníamos totalmente prohibido pasar hasta que no llegase el último de mis tíos, por eso papá y yo esperábamos impacientes en la biblioteca. Cada año la decoración cambiaba, y cada año la destreza de los abuelos nos sorprendía más.



Mientras papá fingía leer un libro yo contemplaba una figura que reposaba en la repisa de la chimenea. Era una curiosa figurita de madera que se asemejaba a un tren, un poco rudimentario. No era la primera vez que contemplaba aquella figura, pero nunca me llamó la atención.

— Papá, ¿qué es esa figura?

— Pues no sé qué decirte solo sé que pertenece a nuestra familia desde hace siglos. El abuelo me contó que se decía que estos juguetes los había tallado Santa Claus como un regalo especial a los niños de esta ciudad que entonces era una aldea. Ellos eran huérfanos, le habían salvado la vida y como agradecimiento Santa les ayudó a mejorar la aldea y nunca les abandonó. 

— ¿Entonces los abuelos viven en la aldea de Santa Claus?

— Según cuentan las viejas leyendas así es. Y aquí nacimos todos, tu madre, tus tíos, tus primos, también tú y tus hermanas. Lástima que la vida actual nos obligue a vivir en Helsinki por el trabajo. Espero que cuando tu madre y yo tengamos la misma edad que los abuelos podamos vivir aquí y, como hacen ellos ahora, esperaros cada Navidad.

Los oídos del niño se taponaron de forma extraña y repentina. No pudo escuchar la campanilla de la puerta, ni los gritos de alegría de los abuelos ni de sus hermanas mientras saludaban alegremente a unos tíos que acababan de llegar. Lo que si escuchó con toda claridad fue una voz fuerte y alegre que le decía:

“Jo, jo, jo ¡Bienvenido a casa, Onni. Que pases una feliz Navidad, jo,jo,jo!"       

A medida que la voz se alejaba, Onni comenzó a recuperar la audición normal.

— ¡Onni! ¡Onni! ¿Te encuentras bien?

— Papá, ¿has escuchado lo mismo que yo?

— No, pero ya lo escuché hace muchos años, la misma noche que el abuelo me contó la historia de la aldea de los niños. Santa Claus siempre cumple su promesa, y nunca nos volvió a abandonar. 

FIN