El ruido de un cerrojo abriéndose me puso en tensión. Había llegado el momento, llevaba más de media hora esperando en aquel oscuro y húmedo callejón. La puerta se abrió y una mano tiró de mí hacía el interior de aquel lugar. El corazón se me desbordaba en el pecho hasta el extremo de notar un dolor molesto, agudo y opresivo. Me había costado tres largos meses cruzar aquella puerta y vender mi integridad convirtiéndome en amante y, posteriormente, chantajista de aquel hombre; uno de los pocos que conocía el sistema de seguridad de la cámara acorazada más inexpugnable del mundo.
Caminaba tras él en el silencio más absoluto, bajamos escaleras y cruzamos pasadizos; probablemente estábamos atravesando aquel diminuto país bajo su subsuelo. Al final, una puerta metalizada nos dio acceso a una estancia acristalada. Allí entre estanterías y archivadores encontraría lo que llevaba buscando tantos años. Él me dijo que todo estaba escrupulosamente ordenado por orden alfabético y por fechas. Efectivamente en el archivador de la G y entre las fechas de 1973-1979 encontré lo que buscaba, en la pestaña de una de las carpetas figuraba escrito, con cuidada caligrafía, mi apellido “Grunewald”. En su interior cuidadosamente precintado en una carpetilla plástica reposaba un viejo pergamino escrito en hebreo, y junto a él, un informe en alemán. La letra redondeada de mi padre explicaba lo que significaba aquel papel. Pasé la vista de forma rápida y nerviosa por el documento. Ese manuscrito era el acta matrimonial de una boda que se había celebrado en Canaán hacía casi dos mil años. Cuando leí los nombres de los contrayentes, los archivadores que me rodeaban parecieron cobrar vida propia girando a mi alrededor como un corro de niños bailando y burlándose de aquella situación.
Respiré profundamente un par de veces, uno… dos… tres; inspirar lenta y profundamente, contener el aire unos cuatro segundos, espirar todo el contenido de mis pulmones; tal cual me había enseñado mi profesora de yoga. Aquella inyección de oxígeno hizo que desapareciese esa sensación de mareo y, sobre todo, me ayudó a regular los latidos del corazón. Por fin pude controlar la situación.
Mi padre había muerto en extrañas circunstancias hacía veintisiete años. Mi madre aún conservaba los informes de los peritos donde confirmaban que los frenos de su coche habían sido manipulados, y aunque ella luchó hasta el límite de sus fuerzas porque alguien la escuchase e hiciese justicia, todo fue en vano. Y yo, ahora, tenía en mis manos el pedazo de papel que había causado aquel accidente premeditado.
Tuve que auto controlarme de nuevo para que una carcajada histérica no brotase de mi garganta. ¿Mi padre había perdido la vida y yo me había quedado huérfana a los cuatro años por investigar algo que, ahora, circulaba libremente en todas las librerías del mundo? ¿Por una teoría que actualmente hacía ganar miles de millones a las editoriales? Yo misma había pagado hacía unos meses la entrada de un cine del centro de mi ciudad para ver el estreno de la versión cinematográfica de todos aquellos best-sellers ¿Quién durante estos últimos años no había leído nada relacionado con este tema? Incluso se habían lanzado teorías mucho más descabelladas. La amargura fue inundando mi cuerpo impulsada por el pálpito de mis venas.
En los años setenta alguien debió de sentir un miedo inmenso de que aquello saliese a la luz pero, al final, no había conseguido su propósito de enterrar aquel suceso. Y la única víctima inocente había sido mi padre; un hombre honrado que lo único que hizo en su vida fue desempeñar bien su trabajo y amar a su familia. El conato de risa irónica murió en mi garganta dando paso a un sentimiento de rabia e impotencia. ¿Cuántas historias como aquella estarían encerradas entre esas paredes? ¿Cuántos secretos de la Historia estarían allí ignorados por todos?
Sólo me quedaba pagar a Andreas por su servicio, le entregaría la cinta de nuestros juegos de cama —placenteros para él y nauseabundos para mí—. Aquellas noches sintiendo sus manos ávidas sobre mi piel, su aliento húmedo y maloliente en mi boca, fueron repulsivas, una pesadilla a la que quería poner distancia física y psíquica. En aquellos momentos el me miraba, veía urgencia en sus ojos. Tenía tantas ganas como yo de que nuestra aventura terminase. Yo estaba tranquila, sabía que no me traicionaría, le había dejado claro que la cinta que le acaba de entregar no era la única grabación. Otra copia descansaba en un cajón del despacho de mis abogados y, junto a ella, un documento donde dejaba explicado, con todo lujo de detalles, su ayuda en mi intrusión en aquellos archivos. Si algo me ocurría todo saldría a la luz, era nuestro secreto o su reputación.
Me metí la carpeta dentro del jersey aferrándola con fuerza y sintiendo el frío del cartón en mi pecho. Después de lograr mi propósito tenía que salir de aquel lugar de inmediato y abandonar esa ciudad. Ahora que sabía toda la verdad tenía el firme propósito de recuperar mi vida. A la mañana siguiente un avión me llevaría de vuelta a mi casa, volvería a la universidad y seguiría los pasos de mi padre. Continuaría mis estudios de arqueología que había abandonado hacía unos años, y me juré a mí misma que los documentos que encontrase no terminarían en aquel cementerio de papel. Es más, algún día conseguiría abrir esas puertas y dejar aquellas estanterías limpias. Después de todo, le había tomado gusto a mi nueva faceta de ladrona.
FIN
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