Siempre, desde que
tuve uso de razón, adoré este momento. El momento de quitar el lazo rojo del
paquetito plateado y tener en mis manos las 12 uvas, las uvas de la suerte, esa
fruta dulce que nos recuerda que estamos a las puertas de una noche especial.
La noche mágica, la
noche del cambio; la noche en la que en unos cuantos segundos traspasamos un
espacio temporal. Un año ya cansado y viejo, se nos va, con su carga de
sinsabores, preocupaciones y despedidas; pero a la vez también preñado de
ilusiones cumplidas y esperanzas satisfechas.
Un año que jamás
volverá, nos dice adiós con el alegre y entrañable campanilleo:
Tilin-tilin-tilin-tilin, el carillón. Y luego el solemne ding-dong, ding-dong,
ding-dong, ding-dong; los cuatro cuartos que señalan los últimos segundos. Y a
la hora bruja, justo en el mismo momento en el que las dos manecillas del reloj
se funden haciéndose una en el número doce, tan-tan-tan… lento, sonoro, doce
veces, las doce campanadas que acompañan cada uva en nuestra boca. Besos dulces
con sabor a turrón acompañados de buenos deseos, de suerte y felicidad para el
resto del año; entre burbujas chispeantes que se disparan hacia la superficie
buscando, felices, la libertad de una botella que las aprisionaba hasta el
momento del estallido final.
Dejando un
regustillo a nostalgia, el año viejo se va, se escapa tras cada campanada; y
tras la última, abriéndose paso el año nuevo, joven, alegre, trepidante, se
instala entre nosotros, con el peso heredado del año que se va; pero con la
ligereza que dan los nuevos sueños por cumplir.
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