Las Ventas de Retamosa (Toledo) 1882
Todos los amigos juerguistas, rompieron a reír mientras un estupefacto Práxedes se limpiaba la cara por la que chorreaba la grasa de aquellos jugosos capones, que yacían inocentes sobre el sucio suelo de aquel mesón.
FIN
María se paseaba nerviosa por la casa, caminaba a
grandes zancadas desde la cuadra al corral, aquello no lo podía consentir
de ninguna manera. Era cierto que su Práxedes era buen mozo, a decir de todas
la mujeres, el más guapo de todo el pueblo y
sus alrededores. De soltero ya era conocido en gran parte de la provincia por
su fama de “putero” como decía Eusebio, el
capataz de los viñedos. Todas las mozas del
pueblo suspiraban por él.
Y sí, María sabía
que su marido se había corrido grandes juergas entre los brazos de distintas
fulanas de renombre de los mesones de Madrid. Falda que veía, refajo que se le
cruzaba, era una alegría para su cuerpo. Hasta
que ella, una pobre pastora que criaba cabras
y ovejas en el monte, se había cruzado en su
camino. Tanto fue el amor que despertó en él que no dudó,
siendo uno de los más ricos del pueblo; hijo único de los propietarios de los
viñedos más extensos y de la mejor bodega de los alrededores, en enfrentarse a
sus padres y aun a riesgo de ser desheredado,
se casó con ella.
Pero tras los primeros momentos Práxedes había
vuelto a las andadas. Cada quince días se escapaba de francachela a Madrid con
sus amigotes, a jugarse el dinero con las apuestas y a perderse en los brazos
de aquellas mujerzuelas de taberna. Aquello
traía a María de cabeza, solo imaginar a su marido en brazos de otras la ponía enferma. Ella que en aquellos años se había
esforzado tanto. Aquella niña analfabeta había
aprendido a leer, a escribir e incluso era una fiera con las cuentas. Ella que
llevaba prácticamente el trabajo de la hacienda, para que su señor marido
se diese la vida padre, y no es que Práxedes
no trabajase, lo hacía y muy bien, que como
bodeguero no tenía precio, pero lo que ella arañaba por un lado, él lo
derrochaba por otro.
Aún recordaba las
palabras que pronunció Don Severiano, el cura,
antes de la boda.
— María la mujer debe obediencia y respeto a su marido, recuerda que el
Señor os creó a partir de la costilla de Adán.
¡Y una porra!, pensaba María, no era justo que
ella trabajase de sol a sol para sacar adelante a su familia, ya
compuesta por un niño de dos años y otra criatura que venía en camino. Su
marido era un manirroto y como eso siguiese
así terminaría pronto con la hacienda. No, ella no iba a consentir eso un día
más, su futuro estaba en juego. Además aquel día no contento con su escapada
Práxedes se había llevado los dos mejores capones del corral, esos que María
estaba criando con tanto mimo para celebrar la fiesta de su quinto aniversario
de boda. Tenía que hacer algo, y el señor cura que diese misa en el púlpito que
era lo que tenía que hacer, a ella la iban a venir con cuentos de la costilla
del tal Adán o
como se llamase.
— ¡Marcelina, Marcelina!, tráeme el manto
de lana y dile a Pepillo que enganche todas las mulas al carro. Me voy a
Madrid.
— Pero niña, es casi de noche y en tu estado ¡Virgen Santísima! ¿todas?
— Sí, todas
¡venga mujer que tengo prisa! Haz lo que te he dicho,
no pasará nada. Para tu tranquilidad me llevo a Pepillo.
Marcelina torció el gesto, era evidente que aquello no la tranquilizaba
mucho.
María aferraba con fuerza las riendas de las
mulas, mirando al frente sin inmutarse por el recio y gélido viento. El carro
sin carga y con seis mulas tirando de él parecía volar. Pepillo tenía que hacer
equilibrios y agarrarse fuertemente a su asiento para no caer en cada tropiezo
con baches o piedras, a la vez que rezaba de corrido las dos frases del Padrenuestro que con tanto
esfuerzo el cura había conseguido meterle en su dura mollera.
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Las risas y el vino
corrían por aquel salón de uno de los mesones más concurrido y famoso de
Madrid.
— Práxedes, esta noche me voy a divertir
de lo lindo, creo que esta será mi última juerga, la Eufemia ya está que trina, el último día me estuvo esperando y me atizó con
el rodillo de amasar.
— Vamos Felipe tú lo que eres es un
calzonazos, tener miedo a tu mujer... bueno,
ya sabemos que la Eufemia es la hembra más brava de todo Valmojado pero
el que llevas los pantalones eres tú. A las mujeres hay que dejarlas claro
quien manda. Yo no tengo problemas, mi mujer
es mansita como un corderito, y ¡ojito! que yo a mi María la quiero con locura.
Pero ¿vamos a dejar que las mujeres nos quiten nuestros ratitos de juerga? ¡Bah, hombre, eso sería
lo último! ¡Vamos señores que estos capones se
están quedando fríos y están diciendo cómeme, los más hermosos de mi corral,
empecemos a hacer los honores.
Una sombra se plantó delante de Práxedes. María
estaba delante de él con los brazos en jarras, sus ojos echaban chispas y todo
su cuerpo mostraba una actitud amenazante.
— Sí, esos capones tienen muy buena pinta, pero esta
noche te comes tú los capones por donde yo te diga.
Y ni corta ni perezosa agarró la fuente y volcó su
contenido sobre la cabeza de su marido, con la cabeza muy alta se dirigió a la
puerta, allí se volvió y dijo:
— ¡Ah! Marido,
yo te espero en casa, pero estaré dormida como un cesto, imagino que llegarás
tarde. Tú verás como te apañas para volver, el
caballo me lo llevo yo. Vamos, Pepillo, como premio para volver a Ventas montarás el
caballo del señor, pero chiquillo deja ya de temblar, que ahora iremos más
despacio.
María salió del mesón seguida por un feliz
Pepillo, que se prometía un regreso mucho menos ajetreado; montar el caballo
del señor era algo con lo que no se atrevía a soñar.
Todos los amigos juerguistas, rompieron a reír mientras un estupefacto Práxedes se limpiaba la cara por la que chorreaba la grasa de aquellos jugosos capones, que yacían inocentes sobre el sucio suelo de aquel mesón.
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