El viejo libro
abierto reposaba en una vitrina de madera con puertas de cristal. Ambos objetos
permanecían abandonados en un apartado rincón, lleno de telarañas, del desván
de uno de los mejores edificios de documentación de la ciudad. El mueble, de
vez en cuando, emitía algunos quejidos que salían desde la profundidad de sus
grandes grietas, el único sonido que podía escucharse en aquel recóndito y
olvidado lugar.
Con sus tapas de
piel descoloridas, sus hojas amarillentas, con los bordes raídos y ya marrones
por el efecto del tiempo; el libro suspiraba quedamente. Su aliento se filtraba
entre las páginas, a la vez que sus recuerdos se extendían por los nervios de
su lomo.
Echaba de menos el
contacto de unos dedos acariciando la piel de su portada. Evocaba con nostalgia
la última vez que un humano había posado los ojos en él dando vida a las letras
que contenía en su interior. Recordaba como era capaz de sentir las emociones
que despertaba en sus lectores, simplemente por la forma en que las manos de
estos pasaban sus páginas.
Ahora era el último
superviviente de una época antiquísima. La gente ya no leía libros de papel, de
hecho, ya ni leían. Las bibliotecas ya no eran aquellas salas enormes con
grandes mesas de madera y pequeñas lámparas que, iluminaban de forma
suficiente, pero muy tenue el espacio de cada lector, dándoles la intimidad
necesaria para adentrarse en el libro elegido. Ahora nadie recuerda ni siquiera
la hermosa palabra “biblioteca”, ahora se les llaman CDD, “Centros de
documentación” y no se parecen en nada a aquellos acogedores lugares.
Aquellas salas que
respiraban vida, que contaban historias de amor, de guerras, de odio, de
naturaleza, de venganza, de grandes gestas y viajes, de aventuras… Se habían
convertido en espacios diáfanos, asépticos y fríos. Las inmensas estanterías
que cubrían sus paredes habían sido sustituidas por enormes pantallas gigantes
tridimensionales. Las palabras escritas en tinta habían sido desplazadas por
las imágenes, y los lectores ahora había pasado a ser protagonistas y actores
de las historias entrando en su misma dimensión; todo estaba hecho, todo
ocupado, cerrado y hermético; la Ley del Mínimo Esfuerzo había triunfado, sin dejar
ni siquiera una mínima grieta para dar paso a la imaginación.
— Vamos Julius,
¡date prisa!, sólo me queda desarmar esta antigualla y nos vamos a casa. No
sabía que aún quedaban este tipo de objetos, este trasto tiene que tener
cientos de años.
Un muchacho de unos
diez años, de ojos oscuros y mirada inquieta e
inteligente, seguía los pasos al hombre fornido y canoso que le
apremiaba para que caminase más rápido.
— ¿Y que harán con
este mueble, padre? —El chico enmudeció
de repente y se quedó mirando al interior de la vitrina.
— ¡Mira padre!
—exclamó el niño con un deje de asombro mientras abría las puertas
acristaladas— que curioso es este objeto pequeño que está dentro. Lo de fuera
es muy suave, pero es una pena, dentro está lleno de manchas negras.
— Julius, esa cosa
que dices se llamaba libro y las manchas negras son las letras que formaban las
palabras. Esto me lo contaba hace muchos años mi bisabuelo. Él me relataba
muchas historias de la época en que los primeros colonos llegaron a este lejano
territorio, procedentes de un lugar llamado Tierra. Entonces la gente sabía el
significado de esas letras, podían traducirlas y simplemente mirándolas sabían
su significado. A eso creo recordar que lo llamaban “leer”.
Y pensar que los más
inteligentes y los grandes científicos de la antigüedad pensaban que aquí, en
nuestra Luna, jamás podría desarrollarse la vida humana. No podían estar más
equivocados, ya llevamos trescientos años viviendo aquí. —El hombre rompió en sonoras carcajadas, al
ver que los ojos curiosos de su hijo le escrutaban, dejó de reír y continuó
hablando:
— Te voy a contar
una de las curiosidades que de niño solía relatarme mi bisabuelo antes de irme
a la cama. Estos dos objetos tan diferentes entre sí procedían de un mismo
elemento natural, que nuestros antepasados llamaban árboles. Ambos están
fabricados de la misma materia que llamaban madera.
— El bisabuelo era
muy sabio, a mí me hubiese gustado saber cómo eran esos árboles.
— No te lo podría
explicar Julius, según el bisabuelo eran muy hermosos.
— Padre, estoy
pensando que con el mueble hagan lo que quieran, pero el libro me lo quedo yo,
es muy bonito me daría pena que lo destruyesen, estoy seguro que nadie lo
echará de menos. No sé cómo pero estoy seguro de que conseguiré descifrar estas
manchas y lograré saber qué es lo que contiene, algún día me revelará sus
secretos y podré explorar su interior.
El viejo libro
suspiró feliz, por fin, después de tanto tiempo volvía a sentir con alivio el
calor del contacto humano; aquello pareció rejuvenecerlo y los bellos dibujos
de su tapa de piel volvieron a cobrar lustre y vida. Los ojos brillantes y despiertos de Julius lo contemplaban con
deleite mientras cerraba sus pastas y acariciaba lentamente las letras
desgastadas de color dorado que formaban un título y el nombre de su autor: De
la Tierra a la Luna, Julio Verne.
FIN
NOTA: Con esta pequeña historia mi único propósito es rendir un homenaje al hombre que hizo soñar a tantas y tantas generaciones. Al hombre que nos hizo viajar a la Luna, cuando aún el cielo era una meta imposible de alcanzar; al mismo que nos internó en las profundidades de la Tierra; el que nos llevo de viaje cinco semanas en globo; quien nos hizo dar la vuelta al mundo en 80 días; el que nos hizo descender a las profundidades marinas en el Nautilus, haciéndonos sentir a todos miembros de la tripulación del intrépido capitán Nemo. Al hombre que nos amenizó tantas tardes durante nuestra juventud abriendo nuestras mentes al maravilloso mundo de la imaginación. Dedicado a Julio Verne, uno de los mejores escritores de todas las épocas.
NOTA: Con esta pequeña historia mi único propósito es rendir un homenaje al hombre que hizo soñar a tantas y tantas generaciones. Al hombre que nos hizo viajar a la Luna, cuando aún el cielo era una meta imposible de alcanzar; al mismo que nos internó en las profundidades de la Tierra; el que nos llevo de viaje cinco semanas en globo; quien nos hizo dar la vuelta al mundo en 80 días; el que nos hizo descender a las profundidades marinas en el Nautilus, haciéndonos sentir a todos miembros de la tripulación del intrépido capitán Nemo. Al hombre que nos amenizó tantas tardes durante nuestra juventud abriendo nuestras mentes al maravilloso mundo de la imaginación. Dedicado a Julio Verne, uno de los mejores escritores de todas las épocas.
Verne, todo un visionario. Muy bonito relato, Miren. :)
ResponderEliminar¡Bravo, María José! Bien por el cuento y por ese homenaje a la imaginación que tanto peligro corre.
ResponderEliminarUn abrazo.
Julio Verne fue un ser excepcional, de una valía increíble y estoy de acuerdo con Alberto, era un visionario.
ResponderEliminarEstá bien tu pequeño homenaje a ese gran maestro y la música es preciosa, así como el vídeo que la contiene.
Gracias por compartir.
Gracias Alberto por pasarte y leer. Sí, Julio Verne fue un visionario y con una imaginación prodigiosa.
ResponderEliminarGracias por tu comentario Fernando, que no nos toquen la imaginación que es lo único que nos queda :-)
ResponderEliminarUn saludo
Gracias Isabel, mi admiración por Julio Verne no puede ser mayor, por él y por tantos y tantos maestros que nos dejó el siglo XIX y que alimentaron tantas imaginaciones y crearon tantas fantasía haciéndonos pasar ratos muy agradables.
ResponderEliminarMaravillosa historia, bonita, muy tierna.
ResponderEliminarGracias Elena, muchas gracias por pasarte por el "Papiro".
ResponderEliminarBesos