"No cesaba
Fernando de pedirme una esposa de mi elección: me escribía espontáneamente para
cumplimentarme siempre que yo conseguía alguna victoria; expidió proclamas a
los españoles para que se sometiesen, y reconoció a José, lo que quizás se
habrá considerado hijo de la fuerza, sin serlo; pero además me pidió su gran
banda, me ofreció a su hermano don Carlos para mandar los regimientos españoles
que iban a Rusia, cosas todas que de ningún modo tenía precisión de hacer. En
fin, me instó vivamente para que le dejase ir a mi Corte de París, y si yo no
me presté a un espectáculo que hubiera llamado la atención de Europa, probando
de esta manera toda la estabilidad de mi poder, fue porque la gravedad de las
circunstancias me llamaba fuera del Imperio y mis frecuentes ausencias de la
capital no me proporcionaban ocasión".
Napoleón Bonaparte (Extracto
de las notas que el Emperador escribió en su
retiro en la isla de Santa Elena)
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Castillo de Valençay
(Francia) 11 de marzo de 1812
El joven se paseaba
nervioso por la sala del palacio que, ahora, le servía de residencia en el país
vecino que cuatro años atrás se había convertido en enemigo. No podía quejarse,
al fin y al cabo, el taimado gabacho o, mejor dicho, el corso; ya que para más
inri aquel advenedizo no era ni siquiera francés de nacimiento, no le trataba
mal.
Sus primeros temores
habían sido injustificados, claro que en esto había influido su forma de ser
esquiva, ambigua y sobre todo maleable para cualquiera de sus intereses. El
corso se la había jugado tanto a su padre como a él; les había engañado
ladinamente haciendo abdicar al primero en beneficio del segundo. Nadie en la
corte había sido capaz de advertir la astucia del emperador. Ni su padre ni él
habían heredado la agudeza de su abuelo. Aun así, Fernando no perdía las
esperanzas. Allí, preso en el castillo de Valençay, pasaba los días junto a su
hermano menor Carlos Isidro ambos amparados por su tío y tutor. No, no podía lamentarse de su situación pese
a que Napoleón no pagase lo prometido o, al menos, no su totalidad, su vida no
era mala.
Pero aquel joven que
aún no había cumplido los treinta años no se conformaba con esa vida; él quería
más y más, no podía contar las innumerables misivas que había dirigido a aquel
advenedizo “generalucho” salido de la nada que ahora gobernaba los destinos de
Francia y que aspiraba a gobernar los de toda Europa y, por ende, todos los
territorios de ultramar. El joven siempre recordaba aquella máxima: «Si no
puedes contra tu enemigo, únete a él», o algo parecido, y eso es lo que él
había pretendido durante todo su destierro, pero aquel pequeño cabrón no le
hacía ni caso, a él, uno de los príncipes de la rama más pura y del linaje más
antiguo de toda Europa.
Su rostro dibujó una
difusa sonrisa: «Mejor, —pensó— de todas formas yo nunca me habría conformado
con ser el segundón de este bastardo intruso, él mismo cavará su propia tumba
y, entonces, me tomaré la revancha; por fin, podré tomar lo que me pertenece
por derecho».
A pesar de esos
gratos pensamientos, aquella mañana no conseguía dominar su estado de nerviosismo. Hacía meses
que habían enviado a uno de sus mejores hombres a España y aún no tenía ninguna
noticia al respecto, tan sólo un correo recibido hacía más de veinte días, en
el que su hombre, le comunicaba que había arribado al puerto de Marsella sin
ningún contratiempo. Cierto que entre la importante ciudad portuaria y el lugar
donde él se encontraba retenido distaba muchas millas, pero el real invitado
del castillo no era un hombre caracterizado por su paciencia.
De repente, la
puerta de la estancia se abrió de par en par y el fiel Dámaso Fuentes, su
secretario, atravesó la puerta de forma casi intempestiva, algo extraño, dada
su naturaleza sosegada.
— ¡Alteza!, ¡Alteza!
Acaba de llegar…
El joven le dirigió
una mirada fría y cargada de odio, no podía soportar que sus subordinados le
tratasen con un rango inferior al que él merecía, parecía que todos olvidaban
que él ya era rey, que su padre había renunciado al trono al poco tiempo de
pisar suelo francés. Dámaso, dándose cuenta de inmediato de su desliz, puso
rápidamente solución al asunto.
— Perdón Majestad,
la emoción del momento y el saber que vuestro ansiado enviado acaba de
atravesar la puerta del castillo me hizo perder por un momento la cabeza, os
ruego me perdonéis tan lamentable error —contestó el secretario con un total
servilismo inclinando la cabeza hasta casi rozar sus rodillas.
— ¡A que esperas,
hazle pasar inmediatamente! Sabes que ardo en deseos de conocer las últimas
novedades de mi patria.
El secretario salió
del gabinete y al momento volvió acompañado por dos hombres. Uno de ellos, el
que entraba en primera posición, con porte marcial y largas patillas canosas, a
pesar de vestir ropas civiles, hizo un perfecto saludo militar al rey. El otro
hombre, mucho más joven, más o menos de la edad de Fernando y también vestido
de paisano, hizo lo propio pero unos pasos por detrás del hombre mayor.
— ¡Bienvenido mi
estimado general! Esperaba ansioso vuestro regreso, espero presto vuestras
noticias, tomemos asiento junto a ese ventanal y ponedme de inmediato al
corriente de todo lo que está sucediendo en mi querida España. Dámaso, mande
que nos traigan alguna vitualla, los viajes suelen son agotadores y algo de
comer y beber restablecerá el ánimo de nuestro viajero.
En ese momento el
rey se fijó por primera vez en el hombre que acompañaba a su confidente.
— General, ¿quién es
este joven que os acompaña?
— Majestad, es Don
Rafael de Riego, un patriota y un valiente; un gran defensor de los intereses
españoles y un héroe, me lo encontré en el camino y, dado que los dos íbamos en
la misma dirección, no pude por menos que instarle a acompañarme para que os
pudiese conocer. Este joven que veis se alistó antes de la guerra como Guardia
de Corps y posteriormente fue ayudante del general Acevedo.
— ¿Vos también venís
de España? —preguntó el Monarca interrumpiendo la explicación de su general.
— Desgraciadamente
no mi señor, en el intento por liberar del asedio al general Acevedo fui hecho
prisionero, me trasladaron a Francia pero afortunadamente me dejaron libre hace
unos meses. Llevo fuera de nuestra querida patria desde 1808.
— Bien, no tengo
ningún reparo en que este joven escuche sus explicaciones general, puesto que
está demostrado que ha sido un valiente defensor de nuestros intereses. Tomen
asiento, general no se demore más y contadme
como está la situación en España.
— Bueno majestad,
los ánimos están muy caldeados en contra del francés, no hay ciudad o pueblo
que no se le resista. Todos os aclaman como su legítimo heredero, de hecho, el
pueblo ya os ha puesto un sobrenombre con el que no dudo que pasaréis a la
posteridad, os llaman “El Deseado”, así
de fuerte es el amor que os profesan vuestros súbditos.
Fernando no pudo
disimular una sonrisa de satisfacción, ni evitó un envaramiento de su cuerpo.
Eso era lo que quería, que su pueblo lo amase sobre todas las cosas. Aquello
era fundamental para la lucha contra aquel bastardo invasor.
— He cumplido la
misión que me encomendasteis, no sin muchas dificultades, conseguí llegar a
Cádiz, el único bastión que consigue ser inexpugnable para los franceses.
Aquellas gentes con su gracejo peculiar, no sólo se mantienen a raya de los
constantes bombardeos de los asaltantes, es que encima tienen el coraje de
reírse de ellos en sus narices. Las Cortes trabajan incesantemente por y para
los intereses españoles, cuando salí de allí estaban ultimando unas leyes que llamarán
Constitución, una especie de acuerdo entre los gobernantes y el pueblo.
— No entiendo
bien, general, ¿cómo que un pacto entre
los gobernantes y el pueblo? Pero eso no me afectará a mí, yo soy el rey, mi
mandato es divino y mi poder viene directamente del Todopoderoso.
— ¡Ejem! —el general
intentó aclararse la garganta con un ligero carraspeo, se temía que lo que iba
a decir al rey no iba a ser de su gusto— Bueno, majestad, algo si que puede
afectar a vuestra realeza. Una de las premisas de esas nuevas leyes será que la
soberanía residirá en el pueblo, y que este tendrá poderes para decidir su
destino. La nueva constitución rechaza la Monarquía Absoluta, no creen en el
poder divino del Soberano.
Fernando apretó los
dientes y se levantó de la silla de un salto, en su abrupto gesto dio un
manotazo a la bandeja que contenía las viandas para los invitados y una copa
del excelente vino rojo de Burdeos, cayó en su casaca beige tiñéndola de rojo.
— ¡Panda de
degenerados! No se puede dejar el destino de un país a esos locos
incompetentes, la soberanía real no se discute, ¡¿me escucha, general?! Eso es
sagrado, mi poder viene de la Divina Providencia y un grupo de lunáticos jamás
podrán quitarme ni mis privilegios, ni mis derechos. ¡Malditos liberales! ¡Malditos
mil veces! La culpa de todo la tiene este corso loco que ha ido metiendo ideas
raras por donde ha pasado, constituciones, libertad para los esclavos…
paparruchas y más paparruchas, ¿qué se podría esperar de alguien que se ha
coronado así mismo siendo un vulgar ladrón advenedizo?
— Majestad, me temo
que esas leyes que quiere adoptar el Emperador, son muy suaves comparadas con
las que están elaborando nuestros políticos.
— ¿Qué pretenden
estos canallas con estas libertades? ¿Otra revolución, más guillotinas?
¿Intentan hacer en España lo mismo que estos bárbaros gabachos hicieron aquí,
no hace tanto tiempo? ¡No lo consentiré!
— Tranquilícese
Majestad, de momento es sólo un proyecto, no creo que nuestros diputados sean
tan insensatos cómo para defender una revolución tan violenta como la que
sufrieron nuestros vecinos en el 89. Lo primero es expulsar a los franceses de
nuestra tierra, luego…
— Efectivamente
general, en eso os doy la razón, lo primero es lo primero y quiero que estos
usurpadores salgan pronto de mi país, quiero tomar lo que me pertenece cuanto
antes. Dejemos que ahora luchen por mí, si hay que decir que sí a esas
espantosas leyes y estar de acuerdo con ellas, aunque sea momentáneamente, lo
estaremos. Dejemos que me adoren, que el populacho se bata en las calles por
mí, permitamos que rieguen con su sangre valiente ese suelo bendito que es su
patria y que veneren a su rey, cuando todo esto termine ya veremos que pasa con
ese puñado de papeles inservibles. ¿Qué sería de las naciones si no existiesen
los héroes? ¿Y vos, qué opináis, Don Rafael?
Rafael de Riego
apretó los puños intentando contener la nausea que le subía por la garganta.
Aquel hombre no merecía su cargo, ni su cargo ni el esfuerzo, el valor y la
sangre que tantos españoles valientes estaban derramando por él. Aquel hombre
envestido de un halo majestuoso y, según él, divino, estaba hecho de la peor
pasta que podía estar hecho un ser humano, la de la cobardía. Aquel hombre no
era un ser divino elegido por Dios para gobernar un pueblo, era tan sólo un
egoísta y un felón.
— Majestad, general,
si me lo permiten yo debo seguir mi camino, quiero subir a Bayona y de ahí
tomar un barco que me lleve de vuelta a España, quiero estar con mi pueblo,
luchando como uno más contra cualquier tipo de opresión que quieran ejercer
sobre él. En cuanto a lo que yo piense o deje de pensar ahora no es
prioritario, Majestad; todos estamos en las manos de alguien mucho más
importante, sólo Dios sabe lo que nos puede deparar el futuro. Hoy mi misión,
como la de todos, es ayudar a mis compatriotas a liberar nuestro país, mañana,
¿quién sabe lo que pasará mañana?
— Sois un valiente
Don Rafael, llevad con vos mis mejores deseos y expulsad pronto a estos viles
usurpadores, ya estoy harto de ser un prisionero.
Rafael de Riego hizo
un perfecto saludo militar y salió rápidamente de aquella estancia que le
estaba asfixiando: «Nos volveremos a ver las caras Fernando, tarde o temprano
nos volveremos a encontrar y juro, por lo más sagrado, que la traición que
tramáis contra vuestro pueblo no os saldrá barata aunque a mí me vaya la vida
en ello».
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Cádiz, 19 de marzo
de 1812
Toda la ciudad de
Cádiz se agolpaba en la Plaza del Remolar junto a las puertas del Oratorio de
San Felipe Neri, aquel día nadie pensaba en trabajar y mucho menos se
preocupaba por las bombas que caían de continuo en la ciudad. En las calles se
respiraba un aire festivo ajeno al dramatismo de aquel asedio que duraba ya dos
años. Ese día los diputados de las Cortes Españolas, que residían desde hacía
más de un año en aquella ciudad inexpugnable para las tropas imperiales, darían
a conocer la primera Constitución Española, no es que nadie supiera muy bien de
que iba aquello, pero las voces que corrían eran esperanzadoras. Aquellas leyes
garantizarían la igualdad y la libertad de todos los ciudadanos, los ricos y
los pobres. Todos, a partir de entonces, vivirían un poco mejor bajo la
protección de ese puñado de papeles que les prometía una serie de garantías hasta entonces
desconocidas.
Era tal el jolgorio
y la alegría popular que aquel evento ya tenía nombre, llevaría, como no, el
del santo del día al más puro estilo tradicional español. Cuando el Presidente
de las Cortes hizo acto de presencia en el portalón del Oratorio todo Cádiz se
unió en un mismo clamor que silenció, por unos momentos, el ruido de las
bombas: «¡Abajo el invasor!
¡Viva nuestro rey Fernando! ¡Viva la Constitución! ¡VIVA LA PEPA!»
FIN
Viva la Pepa y María José!
ResponderEliminarMagnífico relato histórico, amiga.
Me alegra mucho volver a verte por estos mundillos.
Un abrazo.
Extraordinario...!!!
ResponderEliminarGalaxia Perdiad