Era un día primaveral, uno de esos días en los que el sol se reflejaba en aquel ancho caudal que rodeaba aquella hermosa y verde isla que servía a su pueblo de refugio cada verano; Waban y su gente habían cruzado el gran río que separaba aquel paraíso de tierra firme. Como cada año, al inicio de la primavera su pueblo se ponía en marcha desde el interior buscando el clima magnánimo que proporcionaba la cercanía del mar a las inclementes temperaturas estivales.
El cuadro que contemplaban sus ojos le gustaba, los hombres acomodaban las tiendas para sus familias, mientras las mujeres preparaban la comida parloteando alegremente. El griterío de los niños chapoteando en la orilla del agua era música celestial para sus ya ancianos y cansados oídos.
Los lepanes tenían dos señas de identidad, por una parte eran una tribu nómada, caminaban en pos de su destino, se buscaban la vida viajando de un lugar a otro, no se sentían dueños de nada porque en realidad nada era suyo, pero en cierta forma todo les pertenecía. Se podía decir que por lo único que sentían cierto arraigo era por aquel pedazo de tierra al que volvían desde tiempos inmemoriales cuando los rayos de sol comenzaban a acariciar sus cuerpos con más fuerza. Por otro lado, también era un pueblo pacífico, fundamentalmente porque vivían en un estado de inocencia completa. En su pequeño mundo rodeado de grandes praderas, altas montañas y anchos y caudalosos ríos no sabían lo que era la violencia, porque tampoco les había hecho falta utilizarla, sólo conocían y temían el gran poder de la naturaleza que para ellos era, sin lugar a dudas, también su gran aliada, porque sabían que de ella extraían todo aquello que necesitaban, pero a ninguno de aquellos hombres sencillos se le hubiese ocurrido violentar su ley. En su código moral, sin escrituras de ningún tipo, ellos sabían muy bien que aquella señora poderosa podía llegar a ser inclemente y terminar con ellos de un plumazo igual que si fueran la más pequeña y vulnerable de las hormigas.
Waban se sentía en paz con todo lo que le rodeaba y con él mismo, cerró los ojos y se dejó llevar por los sonidos que le envolvían y por aquella brisa con sabor a sal que acariciaba su rugosa cara pegándose a sus labios. En cuestión de un instante todo se paró, los ruidos cesaron, hasta el aire se paró. Waban abrió los ojos, su aguda vista de lince contempló a lo lejos un pequeño punto negro que surcaba esa inmensidad azul y que poco a poco se hacía más grande. Lo que hacía pocos instantes era un bello cuadro en movimiento se había convertido en una imagen estática, todos habían parado sus actividades y contemplaban mudos aquel extraño espectáculo.
************
Corría el año 1626, el capitán del barco holandés terminaba de abrir el diario de a bordo cuando escuchó los gritos de la tripulación desde cubierta. Tras muchos días de navegación habían divisado tierra. El hombre dejó el diario abierto sobre la rústica mesa de madera que le servía de escritorio y salió de su camarote. En poco tiempo pisarían una nueva tierra, pero tenían que ser prudentes ya que no sabían lo que podían encontrarse allí, fieras extrañas, hombres hostiles, todo era posible. Con la voz impregnada de emoción el capitán comenzó a impartir órdenes entre su tripulación.
************
Todo había resultado mucho mejor de lo esperado, ese puñado de hombres curtidos por tantos viajes y la dura vida de los marinos se vieron rodeados por muchos ojos curiosos que contemplaban con ojos perplejos sus extraños ropajes, sus altos sombreros y sus caras cubiertas de pelo. Pasado el primer momento de estupor y desconfianza aquellos hombres de pieles oscuras y ojos achinados se acercaron a ellos y comenzaron a tocarles, pero sin asomo de violencia, lo único que les movía era la más pura curiosidad. Con el paso de los días la confianza se iba afianzando entre aquellos seres humanos a los que la cultura y un ancho océano había separado a través del tiempo.
Cuando hay interés y voluntad el acercamiento es posible y también la comunicación aunque los lenguajes sean distintos y así, Waban y el jefe de aquellos hombres de pálidos rostros se sentaron y hablaron, en distintas lenguas, pero hablaron, y así llegaron a un acuerdo fácil e incruento, dieron un pequeño paso que sin ellos saberlo cambiaría para siempre su mundo y el de toda la Humanidad. Así por un puñado de abalorios brillantes que no sobrepasaban los 60 florines, aquel grupo de hombres lepanes que no conocían el valor del dinero vendieron su pequeño paraíso, su querida isla de Manhattan, realizando así el negocio más ventajoso y más barato de la historia de la Humanidad.
La última noche que Waban pasó bajo el cielo de su isla un sueño extraño e inquietante le despertó en medio de turbios pensamientos. En su sueño vio a gente muy parecida a él, sus mismos rasgos se dibujaban en una gran hilera de personas que caminaban con pasos cansinos, cargando con sus escasas pertenencias por un camino polvoriento y desértico. Unos hombres blancos montados a caballo y vestidos de forma rara de color oscuro y con la pechera tachonada de botones dorados en el pecho bordeaban aquella fila. Los hombres de su raza que caminaban despacio en medio de aquella polvareda estaban tristes, muy tristes, caminaban con la cabeza baja, arrastrando los pies como soportando una gran carga o, mejor dicho, una gran decepción a sus espaldas. Su mirada tenía el desgarro de una pena profunda y a la vez no era pura, habían conocido las guerras, la violencia; también habían firmado pactos, tratados y treguas que aquel que llamaban Gran Padre Blanco había vulnerado una y otra vez empujándoles cada vez más al límite de aquella inmensa tierra que sus antepasados nunca habían considerado suya, porque nadie les había enseñado el significado de las palabras pertenencia y "civilización".
Waban ya no pudo conciliar el sueño. A la mañana siguiente recogió lo poco que le pertenecía y caminó como aquellos que había visto en sueños, con los pies cansados, la espalda curvada llevando un peso que no era real y la mirada velada con la tristeza del destierro.
FIN