Hace tiempo leí en algún sitio aunque no puedo recordar donde —o quizá no lo leí, simplemente fue producto de mi imaginación o de algún pensamiento o sueño inconsciente, y por ello quiero atribuirlo a alguien anónimo— que en cada lugar habitamos o visitamos durante largas temporadas dejamos un pedazo de nuestra vida.
En mi supina ignorancia siempre pensé que eso era una soberana tontería, la vida se vive, no se va dejando por ahí como quien va arrojando serpentinas o miguitas de pan. Es un concepto abstracto que no se puede tocar, sólo sentir, como todo lo inmaterial.
Todo lo contrario que los objetos materiales que utilizamos, palpamos y cuando no nos sirven los tiramos o los regalamos, tal y como esta filosofía moderna del consumismo nos ha enseñado, sin darnos cuenta, que con ellos también va impreso algo de nosotros mismos.
Yo, cómo tantos y tantos de mi generación, basé mi vida en estas premisas para mí eran normales y lógicas. Lo pasado, pasado está, y lo que ya no me sirve, a la papelera.
Sin embargo, hace unos días mi teoría tan bien elaborada durante años se fue al traste cuando volví a pasear por el barrio que sirvió de escenario para la vida de varios de mis antepasados. Volví a ver la travesía donde vivieron mis bisabuelos y mis abuelos. Volví a pasear por la cercana calle donde nacieron y se criaron mis tíos y mi padre. Volví a ver su casa, la casa donde yo también pasé tantos ratos. Volví a evocar con total nitidez muchas cosas que creía olvidadas de mi más recóndita niñez, incluso pude recordar con claridad asombrosa algunas de las anécdotas que me contaron y que yo jamás viví, hasta el punto de que me pareció ver a mi abuelo pasear nervioso calle arriba, calle abajo, cada vez que iba a ser padre de nuevo.
No pude reprimirme y me acerqué al portal, a pesar de los años transcurridos, era la misma puerta que tantos disgustos le costó a mi tío con el resto de la comunidad de vecinos; ahí estaba, con algunos arañazos más, pero igual de recia y sólida que el día que la instalaron. Al principio me sentí ridículo y fuera de lugar, pero esa sensación duró pocos minutos, casi de inmediato una voz interna me dijo que aquel lugar en cierta forma me pertenecía —si no en el sentido material de la palabra, sí en el sentimental— tanto como a sus actuales propietarios. Comprendí por qué durante muchos siglos las mismas casas eran habitadas por varias generaciones que, a la vez, heredaban los mismos objetos. Y finalmente entendí por qué el “desván de los trastos” —como le llamábamos los pequeños de la casa— fue siempre tan importante para mi abuela.
FIN
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