Cuenta una antigua leyenda popular que hace muchos años un monarca que iba de viaje por su reino, atravesó un hermoso paraje al pie de las montañas. Inmediatamente se quedó prendado del lugar, un maravilloso valle rodeado de una sierra. Fue tal la emoción que le embargó, que mandó construir un fastuoso palacio que le sirviese de recreo y solaz en los breves periodos de descanso que sus múltiples obligaciones le dejaban.
Para el cuidado de tal maravilla arquitectónica y su entorno, el rey decidió que lo mejor era elegir a algún aldeano de la localidad. Quién mejor que alguien conocedor de la zona, criado en ella, alguien a quien los lazos de sangre le uniesen con aquella tierra y sus pobladores, para cuidar de todo aquello.
En cuanto se promulgó el edicto, muchos campesinos acudieron a la llamada. Tras una larga y fatigosa jornada, el soberano —hombre justo y bondadoso— eligió al más modesto de todos ellos. La historia de ese hombre humilde vestido con ropas viejas que llevaba a su hija de la mano, una bonita niña de cinco años, le conmovió.
Y no era para menos. En los últimos años, el aldeano había sufrido una sucesión de infortunios. Todo había comenzado hacía tres años cuando enviudó, quedándose solo con una niña de corta edad. Aunque tenía sirvientas que se ocupaban de la casa y de la pequeña, tenía la sensación de que a su hogar le faltaba la presencia de un ama, y a su hija de una madre. Y ahí fue cuando la verdadera desgracia llamó a su puerta vestida de pariente solícita. A los tres meses de enviudar, apareció en su vida otra mujer, su cuñada, la hermana de su difunta esposa. Con la excusa de cuidar de la niña y de ayudar y consolar al apenado viudo, se fue haciendo con las riendas de la casa. Al principio los mimos y arrumacos tanto al hombre cómo a su hija eran constantes en aquella morada. Buena comida, ropa limpia y buena mano para la administración casera. Así, poco a poco se fue haciendo dueña de su corazón, hasta el punto de que nada se hacía sin su asesoramiento.
El hombre aprisionado en las redes del amor fue dando más y más poder a su cuñada. Sin darse cuenta, pasó de ser el amo de su casa y sus tierras, a ser casi un criado. Ella hacía y deshacía a su antojo. Mandaba en dinero y tierras, y llegó el momento en que sirvientes y trabajadores la obedecían más a ella. Poco a poco aquella amorosa dedicación fue mutando en desapego y desdén. Pero el amor es ciego y hasta que no vio que incluso la pobre niña inocente carecía de la atención más básica, el hombre no reaccionó.
Cuando quise poner las cosas en su sitio, ya era demasiado tarde, aquella arpía valiéndose de engaños y la firma que él mismo la había otorgado y abusando de su confianza, le había traicionado. Ante sus asombrados ojos contempló cómo esa serpiente con forma de mujer, ayudada por un vil leguleyo —su amante, cómo más tarde comprobaría— se habían adueñado de toda su hacienda. Viéndose su hija y él arrojados a la calle solamente con la ropa que llevaban puesta.
Desde entonces sobrevivían gracias a la caridad de sus vecinos que le proporcionaban algún trabajo —cuando lo había— y sobre todo comida, algo de ropa usada para la pequeña, y un techo donde cobijarse.
El rey compadecido no lo pensó dos veces, aquel hombre sin duda era quien más necesitaba aquel cometido y no sólo por supervivencia, también para salvaguardar su dignidad: “El puesto es tuyo buen hombre, tú serás el encargado de cuidar todo esto. Mis deberes me tendrán alejado mucho tiempo de este querido lugar. Te daré poderes para que puedas hacer o deshacer, según tu sentido común y tu lógica te dicten. Quien mejor que tú, que has sufrido las consecuencias de la villanía en tus propias carnes, para gobernar con honradez, pagando con creces a estas buenas gentes los favores que te hicieron durante tu adversidad. Disfruta de estas mis posesiones cómo si fueran tuyas, administra mis bienes con equidad y prudencia, imparte la ley entre mis vasallos con justicia e imparcialidad. Y sobre todo, cuida de este hermoso paraje y su entorno cómo si se tratase de un mineral precioso. Nada, ni la belleza del diamante más delicadamente pulido puede superar la perfección de la naturaleza”.
Pasó un largo tiempo, y el soberano no volvió a su venerado edén. Sus deberes y una larga guerra con el país vecino le mantuvieron alejado. Las noticias eran inciertas, unos decían que el rey había sido apresado por el ejército enemigo, otros que incluso había muerto en una batalla. El caso es que poco a poco los habitantes de aquel lugar se fueron haciendo a la idea de que probablemente el monarca no volvería por allí.
Una buena mañana, adelantándose a su séquito de incógnito, sin poder frenar el deseo de volver a disfrutar de su paraíso, el rey regresó, a lomos de un espléndido alazán, volvía triunfador y dichoso, ansiando gozar de aquel entorno de paz. A medida que avanzaba, su rostro se fue empañando, no quedaban restos de sus hermosos bosques, los árboles habían sido talados, los animales habían desaparecido, el río cuyas aguas en otro tiempo eran puras y cristalinas; ahora solo era una corriente de barro e inmundicias. A su alrededor lo que antes fuera armonía y belleza, ahora era miseria y podredumbre.
Los felices y acomodados campesinos que había dejado años atrás, vivían en la miseria más absoluta, ya que el bosque, que siempre les había proporcionado alimento para sus animales y leña para calentar sus fogones, había desaparecido dejando en su lugar solo hileras de tocones secos. Sus campos, antes fértiles se habían convertido en terrones de tierra secos y duros. Sin los árboles que atraían las lluvias, la sequía había asolado el lugar.
Cuando el rey se dio a conocer y preguntó por el hombre a quién había dejado a cargo de sus tierras, un anciano famélico consumido por la falta de alimento se arrojó a sus pies.
— Yo soy, señor, el responsable de esta desgracia.
Al monarca le costó reconocer en aquel ser al hombre harapiento que vio una vez. Si en aquella ocasión, a pesar de su pobreza, pudo ver en él algún resto de dignidad y fortaleza, hoy tan sólo era un despojo humano, en el que el tiempo había posado sus negras manos.
— Majestad, soy el único culpable de esto que veis —dijo el hombre con los ojos anegados en lágrimas.
— Habla de una vez bellaco, o a pesar de tu lastimero aspecto no sé si podré resistirme a mandarte azotar —gritó el rey enojado.
— Os contaré mi historia, luego acataré de buen grado el castigo que me impongáis, hasta el más cruel me lo tengo merecido. Al cabo de unos años mi hija creció y se convirtió en una muchacha llena de virtudes, inteligente, humilde, recatada y bondadosa; sumándose a todas estas cualidades su gran belleza, pareciera que un ángel hubiera bajado del cielo para alegrarme la vida. Pronto tuvo una corte de admiradores y pretendientes a su alrededor. Y yo se la entregué al más vil de todos ellos. El hombre causante de toda esta desgracia, se presentó ante mí alardeando de sus virtudes. Era un rico comerciante, un hombre honrado; y sobre todo, me prometió hacer feliz a mi niña. Se instaló aquí y se ganó mi confianza, yo me iba haciendo mayor y un hombre joven me venía muy bien para ir descargándome de algunas tareas pesadas. Jamás dudé de su honradez, un hombre rico no tenía por qué necesitar más de lo que tenía. Fui cediendo ante sus propuestas —en principio inofensivas— era mi yerno, un hijo. Cuando yo estaba delante, era el mejor de los maridos, pero en la intimidad ese mal bicho maltrataba a mi pobre hija, que por miedo y, sobre todo, por no disgustarme; callaba y sufría en silencio. Yo, ajeno a todo esto, firmaba todos los papeles que ese malnacido ponía en mis manos. Cuando me quise dar cuenta había cedido los derechos del bosque a un maderero sin escrúpulos. Los documentos eran tan firmes, que yo estaba atado de pies y manos, sólo vuestra regia presencia y vuestro real mandato hubiese podido detener este desastre.
— ¿Dónde está ese vil canalla? La justicia del rey caerá sobre él.
— Mi señor, cuando hubo acabado con todo esto ese nacido de mala madre puso tierra de por medio. No le importó abandonar a mi hija en avanzado estado de gestación. La pobrecita mía murió a los pocos días. El parto se le adelantó y el niño nació muerto a causa de la última paliza de aquel demonio. Sólo en sus últimos momentos me confesó el martirio que había vivido. Ahora señor, espero vuestro castigo que no será mayor que el que yo me he impuesto, viviendo cada día de mi vida en un infierno. Volví a caer en la necedad. No supe dar a mi hija una buena madrastra, la entregué al peor de los hombres y he llevado a la ruina a todas estas buenas gentes.
El monarca contempló el paisaje desolado, las gentes que le rodeaban con las huellas del hambre y la miseria marcadas en su rostro, y lloró. Lloró por los que sufrían, lloró por la maldad que dominaba el mundo. Pero sobre todo lloró por su mala elección, él había sido el único responsable de aquella desgracia dando poder a quien no supo utilizarlo.
MORALEJA: “No des a cuidar tu hacienda a quien no supo guardar la suya”
FIN
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