— ¡Llámame!, no te olvides. Si no resuelves pronto mi asunto, ¡te juro que me las pagarás! No intentes jugar conmigo, puedo joderte la vida, lo sabes.
En aquella ocasión a la joven morena de rostro hermoso y ojos enormes y brillantes, no le hizo falta exhibir sus rotundas y bien formadas curvas, para que todas las miradas masculinas se posasen en ella.
Tenía más rabia acumulada en su cuerpo de la que su hígado podía digerir, y eso hizo que el tono de su voz se elevase mucho más de lo que hubiese deseado cuando se dirigió a su acompañante, un hombre de mediana edad, bajo, delgado, de pelo ralo y lentes muy gruesas. Un personaje completamente anodino que sólo era la sombra de aquel bellezón que le acompañaba, y en el que todas las miradas se posaban a su paso.
— ¡No vuelvas a amenazarme, Eliza! ¡Espero que no se te vuelva a ocurrir medirte conmigo! —A diferencia de la muchacha, el hombre habló casi en un murmullo, se quitó las gafas y de sus ojos minúsculos brotó un brillo frío y cortante que, en cierta forma, apagaba la sonrisa distendida que asomaba a su boca— Mañana te espero a las ocho de la tarde en mi casa, creo que ya tendré preparada la documentación que necesitas, ¿ves?, yo soy un hombre de palabra, no era necesario armar un escándalo.
— Lo siento Marc, estoy tan angustiada por la situación que está viviendo mi país que me pueden los nervios y cómo al principio eras reacio a socorrerme… yo creí que te habías arrepentido y me negarías la ayuda… pero no era mi intención… jamás pensé utilizar mi información para… para…
— ¿Chantajearme? —la interrumpió, ahora los dos hablaban casi en susurros.
— De verdad que lo lamento Marc, debí tener fe en ti, y no dejarme arrastrar por la desesperación. Las noticias que llegan desde Alemania son cada vez peores, y la situación para los judíos se va haciendo más insostenible… temo por mi hermano, aún es un niño, pero esos bárbaros no tienen compasión de nada ni de nadie, no veo la hora de tenerlo aquí a salvo conmigo… y hoy te notaba de nuevo tan frío, que he tenido la impresión de que me dabas largas, te prometo que no volveré a dudar de ti. —La voz de la muchacha reflejaba algo más intenso que el miedo.
— No te preocupes querida, no temas, déjalo en mis manos, todo saldrá bien. —Con un gesto, Marc llamó al camarero y pagó la consumición— Querida, hoy no te acompañaré, me quedo aquí un rato; estoy esperando a alguien.
— De acuerdo Marc, entonces… ¿mañana puedo ir a tu casa?, no, no vuelvo a recelar de ti, pero siempre eres muy estricto en lo de nuestras citas, nunca accedes a que nos veamos otro día que no sean los jueves. De verdad que no quiero importunarte. Puedo esperar unos días más, no me gustaría crearte algún conflicto.
— Tranquila mi vida, mañana estará todo solucionado, no podría esperar una semana más, de una vez por todas conseguirás lo que tanto ansías. Aunque hayas tenido dudas, yo estoy tan interesado como tú en que todo se resuelva lo antes posible. Sé que no serás plenamente feliz hasta que tengas a tu hermano contigo. Quiero que te convenzas de una vez por todas de que lo único que deseo es tu felicidad. Hoy descansa, mi amor. —Marc tomó la mano de la joven y la besó delicadamente.
Eliza se puso de pie luciendo sus espléndidas formas imbuidas en un precioso traje ceñido de color dorado.
— Aún no te he dado las gracias por este precioso regalo, con este hermoso vestido me siento toda una dama, eres un caballero Marc, siento haber sido tan brusca hace un rato.
Eliza se deslizó despacio y con elegancia hacía la puerta rompiendo a su paso el espeso humo que llenaba aquel tugurio del Soho londinense que solían frecuentar, atrayendo todas las miradas masculinas a su paso.
El hombre encendió un cigarrillo y se recostó en la silla, aspiró con deleite el humo y luego lo soltó lentamente por la nariz. En su mirada no quedaban rastros de aquella frialdad de hacía unos minutos cuando la muchacha osó encararse con él. Ahora su rostro reflejaba una enorme satisfacción. Sí, Eliza no pasaría nunca desapercibida. Su plan comenzaba a funcionar.
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— Pónganse en pie la acusada. —El rostro grave del juez no presagiaba nada bueno— Eliza Rossenthal, este tribunal la declara culpable de asesinato, los cargos por los que ha sido juzgada han sido de tal gravedad que le ha sido la pena capital. La sentencia será ejecutada en el plazo de un mes. Dios se apiade de su alma.
Eliza al escuchar las palabras firmes y serenas del juez se vino abajo, la posibilidad de que ocurriese aquello era abrumadora, según se había desarrollado la vista era lo esperado; pero nadie está preparado para conocer la fecha exacta de cuando va a morir. La joven creyó derrumbarse, los dos policías que la flanqueaban tuvieron que sujetarla temiendo que sufriese un desmayo. Pasados los primeros segundos de tensión, la muchacha se rehízo, tras aquellos dos años de agonía lo único que le quedaba era su dignidad.
Había adelgazado y poco quedaba de aquella belleza lozana de antaño. Sus ojos se habían empequeñecido tras unas profundas y negras sombras que hacían más recónditas sus pupilas.
Llevaba todo ese tiempo preguntándose en qué punto había comenzado su pesadilla, cuando había empezado el declive de aquella muchacha —profesora de música— que cuatro años antes, portando una vieja maleta medio vacía de equipaje, pero repleta de ilusión, había conseguido abandonar su país, el lugar donde nació y donde solo le aguardaba un futuro incierto. Dónde había quedado esa desafiante Eliza dispuesta a forjarse un futuro para ella y su hermano, lejos de aquel infierno en el que se estaba convirtiendo su patria.
No sabía si todo había comenzado el día que rendida a la falta de trabajo y al hambre, había terminado en una esquina de Whitechapel vendiendo lo único que le quedaba, su cuerpo. O quizá, firmó su sentencia cuando aquel hombre se había fijado en ella retirándola de la calle, y haciéndola concebir de nuevo la esperanza de conseguir sus sueños. No la importó que fuese un tipo raro, taciturno, reservado, al que sólo podía ver un día a la semana. La rutina era siempre la misa, todos los jueves, asistían a un espectáculo, cenaban en un restaurante pequeño y acogedor del West End y se tomaban un par de copas en ese antro del Soho —que ella despreciaba, la recordaba demasiado su sórdida vida anterior, pero a Marc parecía gustarle— para terminar pasando la noche en su enorme caserón solitario ya que ese era el día libre del servicio y salir a hurtadillas cómo si fuese una ladrona antes del amanecer. Lo único que contaba es que la trababa bien, le daba dinero para sus gastos, le pagaba un sencillo apartamento en un barrio modesto donde estaba rodeada de gente humilde pero trabajadora y honrada; pero lo mejor de todo es que tras las primeras reticencias había prometido ayudarla a traer a su hermano a Londres.
Todo había dado un giro inesperado la noche que su curiosidad la llevó al despacho. Marc dormía profundamente y ella permanecía insomne. Nunca había soportado estar en la cama sin poder dormir. Un impulso reflejo la llevó a abrir aquella puerta y a hurgar en su escritorio. El sobre estaba a la vista y el matasellos de Alemania fue el cebo perfecto, abrirle y leer el contenido de la carta fue todo rodado… lo que leyó la dejó fría como el hielo. "¿Eliza?" La voz de Marc al otro lado de la puerta entornada la sacó de su estado de shock, rápidamente y gracias a sus dedos ágiles dejó la carta dentro del sobre intentando dejar todo como estaba.
— ¿Qué haces aquí? —preguntó una vez dentro del despacho.
— Nada, no podía dormir y pensé que a lo mejor si comenzaba a leer un libro me entraría sueño, creí que esta era la biblioteca… tienes una casa tan grande…
Él no dijo nada más y ella respiró aliviada, pero a partir de ese momento sé dio cuenta de que Marc comenzó a dar largas y a poner poner excusas para retrasar el viaje de su hermano… que sí faltaba algún documento… que si el visado… al fin y al cabo la situación en Alemania estaba cambiando y si anteriormente los nazis permitían e incluso fomentaban el éxodo de lo que ellos consideraban su peor lacra, ahora se mostraba reacios a dejar salir a los judíos de su territorio. Era mucho más difícil conseguir su propósito, argumentaba él.
Eliza conocía de sobra la situación y pensar que aquello se debía a algún plan malévolo de esos dementes la consumía. ¿Qué tramarían aquellos demonios, si antes la máxima aspiración nazi era que todos los judíos abandonasen su territorio y verse libres al fin de ellos, por qué ahora ponían tantas trabas? Preguntas de ese tipo se clavaban continuamente en su alma y los nervios se desataron.
Pero sobre todas las cosas, la fina intuición que siempre la había caracterizado la llevaba a la misma conclusión. Eliza era consciente que el detonante de aquella horrible situación que estaba viviendo se había desencadenado la misma noche que había amenazado a Marc, se había descubierto. Si en algún momento le había engañado fingiendo que no había visto nada comprometedor, había sido tan estúpida que de un plumazo lo había echado todo a perder por no haber guardado la debida compostura y la sangre fría necesaria. Aún así, era incapaz de comprender con claridad todos los hechos que se desencadenaron posteriormente, algo se le escapaba y no era consciente de cómo había terminado en aquel tribunal escuchando la sentencia que en breve pondría fin a su vida.
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