Aún era una niña de poco más de seis años cuando, sentada a los pies de mi padre, el Gran Khan de Catay, fui testigo excepcional del encuentro de dos culturas lejanas y completamente diferentes. Dos de aquellos hombres ya habían estado allí, y habían mantenido tratos con mi padre, pero para mí fue algo completamente novedoso, ya que cuando ellos regresaron a su país yo aún no había nacido. No era nada habitual que viajeros de lugares tan lejanos llegasen hasta el otro extremo el mundo, así que, el impacto de ver a aquellos seres desconocidos, de piel morena y vestidos de forma extraña y extravagante, fue tan fuerte, nunca olvidé aquel momento, ni la sensación que me produjo. La curiosidad y el miedo se fundieron en mi menudo cuerpo a partes iguales, el primer impulso fue esconderme entre los pliegues de las amplias vestiduras de mi padre, pero entonces vi el más joven de los extranjeros me dirigía una sonrisa amable, abierta y cálida que me tranquilizó de inmediato, aquel extranjero era de fiar. Mi instinto infantil no me engañó.
Marco en aquella época no habría cumplido aún los veinte años. Él no había nacido para ser un simple comerciante, su viva inteligencia y un don de gentes natural hizo que en poco tiempo fuese muy apreciado en la corte. Llegó a tal punto su fama que llegó a hacerse imprescindible para mi padre, que le nombró consejero y asesor personal. Desde ese momento las tareas comerciales recayeron en Nicolás (su padre) y en (Mateo) su tío, mientras el joven europeo pasaba largos períodos de tiempo en palacio.
Mi padre, el gran Kublai Khan, era un hombre inteligente y abierto, cómo no podía ser de otra manera, gran amante y defensor de la cultura y de las artes. Siempre dijo que de todos sus hijos, yo era la que había heredado esos rasgos de su personalidad, ya que desde niña siempre fui curiosa y nunca me abandonaron mis ganas de aprender. Ese fue uno de los motivos por los que nunca le importó que pasase tantas horas junto a Marco. Era una oportunidad única para que su pequeña Mi Lí Án ampliase su educación conociendo de cerca otra lengua y otra cultura.
Así me pasé toda mi infancia y mi adolescencia escuchando las historias de aquel joven aventurero. Supe entonces que su familia siempre se había dedicado al comercio y procedían de un lejano país llamado Venecia. Me gustaba escuchar su risa franca y sonora cuando me decía que ponía ojos como platos cuando escuchaba embobada sus historias, cuando me hablaba de su hermosa ciudad anclada, como un barco, sobre el mar. Eran tan vehementes sus narraciones que podía imaginarme sin ningún esfuerzo sus calles de agua, sus hermosos palacios y su serena belleza.
Me habló de sus noches insomnes, siendo aún un niño, que pasaba junto al puerto esperando los barcos de su padre. El ansia casi avariciosa a la hora de pedirle que le contase los más mínimos detalles de sus viajes. Y sobre todo, su afán de que el tiempo corriera lo bastante deprisa y alcanzar la edad suficiente para acompañarle, su amor por la aventura era más fuerte que el amor que sentía por su patria. Quería ver con sus propios ojos aquellas maravillas, viajar por la ruta de la seda, cruzar infinitos desiertos, escalar montañas enormes y sobre todo tomar contacto con otras culturas totalmente desconocidas para él. Podía pasarme horas escuchándole hablar en su idioma, aquella lengua agradable y cantarina que me acariciaba los oídos.
Al mismo tiempo que yo conocía las maravillas de su lejano mundo, hice lo propio y también me convertí en su maestra intentando dar respuesta a cualquiera de sus dudas, allanar el terreno de su lógica ignorancia en lo respecto a la cultura y las costumbres chinas. Le conté muchas de nuestras leyendas, le hable de nuestra Historia, de nuestra forma de vida, de nuestra religión. Esa religión que había abrazado mi padre no hacía mucho tiempo y que, aun respetando otras creencias milenarias que coexistían con la nuestra, trató de inculcar a sus hijos. Su mirada —por lo general risueña y desenfadada— se volvía reflexiva cuando me decía que esa historia de nuestro Buda, le recordaba en muchos aspectos a un tal Jesucristo, el Dios que según decía veneraban en los lejanos países occidentales. Aquello me alegraba sobremanera, podíamos hablar lenguas diferentes, tener rasgos y tono de piel distintos, pero algo tan importante como nuestras creencias nos igualaba, ya que tanto su Dios cómo el nuestro predicaba la bondad y el amor.
Lo que más le costó fue nuestra escritura. Todavía conservo el papel en el que después de mis insistentes clases consiguió escribir mi nombre.
Sin darme cuenta el tiempo fue pasando, un día Marco me comunicó con pesar no disimulado que tenía que partir, había pasado muchos años fuera y debía regresar a su Venecia natal. En ese momento mi corazón sé sintió como un pájaro oprimido, y creo que mi sangre —por un momento— dejó de correr por mis venas. Pero antes de marcharse, Marco tenía que realizar una última misión para mi padre, y yo era la protagonista principal de aquel postrero servicio.
Se había fraguado mi casamiento, un rey de la lejana Persia me había solicitado cómo esposa, ofreciendo a mi padre riquezas y un tratado militar que no podía rechazar. Cuanto más grande y poderosa es una nación, más grandes son sus enemigos, y mi padre necesitaba alianzas para mantener su reinado. Los deberes del Estado están por encima de los sentimientos paternos, por mucho que los segundos duelan y los primeros sean frías obligaciones de un cargo.
Marco, sin yo quererlo, ni él pretenderlo, se convirtió en mi custodio y en el guía del viaje más infeliz de mi vida. Durante el largo recorrido quise engañarme a mí misma tomándome aquella expedición cómo la aventura que siempre deseé vivir: subir altas montañas, atravesar grandes desiertos, vadear anchos ríos y cruzar profundos valles de la mano del hombre que más admiraba.
El viaje llegó a su final. En principio me sorprendió lo que iba a ser mi nueva casa, un palacio suntuoso, imponente, hermoso. Adiviné de inmediato que en su interior se atesorarían muchas más riquezas que en el de mi padre. Una vez en la entrada, unas mujeres con la cabeza y el rostro cubierto con velos, que sólo dejaban ver sus ojos nos rodearon. La despedida fue breve, una mirada, y un: “jamás te olvidaré” que compartimos en un apagado susurro. Luego las mujeres me llevaron a las salas que serían mis aposentos, donde me prepararon para el encuentro con mi esposo. Allí termino mi espejismo engañoso, mi destino estaba zanjado, sólo me quedaba una vida lánguida rodeada de seres extraños a los que no comprendía.
En los días siguientes no volví a tener contacto con Marco, yo no podía salir de mi claustro y a él no le dejaron entrar. Unos días más tarde cuando los hombres y las bestias descansaron lo suficiente y una vez se hubieron abastecido de agua y víveres para las siguientes jornadas, ya no quedaba excusa para reemprender el viaje.
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Llevaban años atosigando al anciano para que renegase de su obra, el libro que contenía todos los recuerdos y las vivencias de aquel maravilloso viaje emprendido hacía ya tantos años. El relato que tuvo tanto éxito, pero también muchos detractores que aseveraban que todo era fruto de su imaginación —una imaginación a la que dio rienda suelta durante los meses que estuvo cautivo en Génova tras haber caído prisionero en la batalla naval de Curzola— tachándole de mentiroso.
La familia Polo rodeaba el lecho del moribundo, acuciaban al anciano en su última hora, de una vez por todas tenía que confesar que había mentido, y que todo había sido producto de su fantasía. Marco Polo posó sus cansados ojos sobre todos ellos, y les dijo: “¡Sólo he contado la mitad de lo que vi!”
FIN
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