La noche que
Joyma fue salvada por aquel muchacho conoció el amor. Sus brazos poderosos evitaron
que cayese en aquella ciénaga de arenas
movedizas. El paseo nocturno bajo la luz de aquella maravillosa luna redonda y
enorme podía haber puesto fin a su existencia.
Desde entonces
la chica acudía puntualmente a su romántica cita.
— Nunca te
adentres en el bosque cuando no haya luna —repetía él de forma imperativa tras
cada encuentro.
Esa noche oscura
sin la luz protectora del astro, no pudo reprimir su deseo y, pese a la
prohibición, corrió a encontrarse con su amado sin saber si éste estaría en el
lugar convenido. El ansía por verle era mayor que el miedo a la oscuridad y al
temor de enojarle. No entendía la gravedad en el rostro de su amado cada vez
que se despedían y la hacía jurar que jamás saldría de su casa las noches de
luna nueva. Su corazón palpitaba con furia, la angustia atenazaba su garganta,
¿le encontraría? ¿Estaría esperándola? ¿Le hallaría en brazos de otra mujer y
esa era la causa de aquel absurdo impedimento? Joyma tenía que salir de aquel
estado inquietud provocado por las dudas y los celos.
Pero al final
del estrecho camino se desvanecieron todos sus temores. A pesar de la oscuridad
que la envolvía, ahí estaba él, esperándola bajo el mismo árbol de siempre;
altivo, hermoso, desafiante. El gozo se extendió por toda su alma igual que la
sangre recorre las venas insuflando vida al cuerpo. La muchacha se arrojó en
sus brazos y sus bocas se fundieron en un largo y apasionado beso.
Esa noche la
luna no fue testigo de cómo Joyma volvía a acariciar el borroso epitafio: “siempre
te amaré a pesar de tu traición”.
Tampoco vio cómo una mujer con el pelo suelto y totalmente blanco volvía
a escarbar con sus manos la negra tierra de la tumba y besaba tiernamente la
fría y marmórea calavera del hombre que siempre amó.
FIN
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