La indignación de Ignacio crecía por momentos. Tenían los Sanfermines ahí, a la vuelta de la esquina, y la rabia le corroía al pensar en aquella panda de Isabelinos que iban a desfilar con todos los honores, cual cortejo real, desde el Ayuntamiento, y atravesando la calle Mayor, hasta la Iglesia de San Lorenzo, para presidir el acto religioso del inicio de las fiestas y de la feria.
Y no es que Ignacio fuese un fanático de sus ideales, pero le repateaba que aquel atajo de traidores se pavoneasen por toda la ciudad. Tanto su lógica como sus sentimientos estaban de acuerdo y le decían que todo aquello era una pantomima. Su naturaleza razonable y conciliadora con todos en este caso era inflexible y por más que lo pensaba no podía apearse de esta idea. Esa reina era una intrusa, y nadie le haría cambiar de opinión; no es que la buena mujer le hubiese hecho nada, que no era eso, pero no la podía considerar su legítima reina sabiendo, como sabía, de los trapicheos y trampas que había hecho su difunto padre. Aquel rey traidor, que no contento con haber jurado la Constitución de 1812, a la que al poco tiempo traicionó para imponer de nuevo el Absolutismo; tampoco tuvo ningún reparo en desdecirse con la Ley Sálica —Ley que había instaurado Felipe V, impidiendo que las mujeres llegasen al trono si había herederos varones por línea lateral— con la que él no se había mostrado desconforme hasta que fue consciente de que Dios no le concedía un hijo varón y no tuvo ningún pudor en aprobar la Pragmática Sancíón, para que así su hija mayor, Isabel, pudiese ceñir la corona en lugar de pasar ésta a su tío Carlos, hermano menor del rey. Que a Ignacio eso le daba igual, vamos, que no le importaba que fuese hombre o mujer quien ciñese la corona: pero las trampas no… los chanchullos y los engaños de los poderosos para seguir manteniendo la supremacía, no los soportaba.
Y ahora esa panda de lechuguinos, en unos pocos días, saldría a la calle con todos los honores a celebrar la fiesta grande, y de paso, a aguársela a él.
A pesar de todo, Ignacio era un tipo honrado y nada agresivo ni violento, bastante sangre se había derramado ya en el país, a cuenta de aquel rey “Deseado” al que tanto vitorearon y por quien tantos nobles patriotas dieron su vida enfrentándose a aquel Napoleón de los cojones, aunque visto lo visto, Ignacio ya pensaba que lo mismo con los franceses la cosa hubiese sido distinta. Él no quería broncas, ni jaleos, ni mucho menos que llegase la sangre al río, pero algo tenía que idear para amargar el momento a aquella panda de botarates, que no tenían otra cosa en la cabeza que pensar en que medallas y que galones les sentaría mejor para presumir de cargos y tronío en aquellos festejos, que —dicho sea de paso—, eran más del pueblo llano que de ellos.
El día 6 de julio amaneció radiante. Los de la Corporación del Ayuntamiento batían palmas, tenían que felicitarse por la genial idea de sus antecesores de cambiar la fecha de las festividades del día 10 de octubre original, al 7 de julio. En pleno verano el buen tiempo estaba asegurado, y con él la feria sería un éxito; los feriantes harían su agosto y eso también les venía bien a ellos, a más recaudación, mayores tributos para sus arcas.
A primeras horas de la tarde, todos lucían sus galas, vestidos de levita y engalanados con sus mejores galas, se encontraban ya en la puerta de la Casa Consistorial dispuestos a enfilar la calle Mayor que les llevaría a su destino en pocos minutos, cuando unas voces comenzaron a corear el vals “La alegría de San Fermín”, una pieza muy popular que había compuesto Miguel Astrain, un músico local, hacía ya varios años en honor al Santo. El grupo que no era muy numeroso, se fue acercando a los miembros del Cabildo y comenzaron a danzar a su alrededor al ritmo de la música, cantando la primera estrofa:
"A las 4, el 6 de julio
Pamplona gozando va
pasando calles y plazas
las Vísperas a cantar
al glorioso San Fermín
patrón de esta capital
que los pamplonicas aman
con cariño sin igual.”
La Corporación Municipal pensó que, bueno, al fin y al cabo era normal que la gente quisiese rendir tributo a su Santo Patrón, no pasaba nada por esperar unos minutos más. Sorprendentemente, el acto que iniciaron unos pocos prendió la mecha, y otros muchos, tanto los mirones que ya estaban en la calle, cómo otros que, viniendo de otros lugares, se fueron sumando a ellos, siguieron cantando y bailando rodeándoles e impidiéndoles el paso. La gente estaba tan emocionada y se lo estaba pasando tan bien, que una vez terminado el vals, volvían a comenzar de nuevo y así el trayecto que se suponía de un breve período de tiempo, se alargó por unas horas.
Ignacio cantaba y bailaba feliz junto a sus compañeros, de vez en cuando miraba las malas caras de los engominados del Ayuntamiento y no podía dejar de pensar, que por una vez en la vida, no había más protagonistas que los que eran, y los que debían ser: San Fermín y sus gentes. Sin pensar, sin dar más vueltas a sus ideas, se dejó llevar del entusiasmo popular, y de sus cuerdas vocales, sin perder el ritmo ni la letra de la canción, vibró un potente RIAU-RIAU.
FIN
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