La verdad es que
muchas veces tiendo a pensar si los humanos somos masoquistas, o por no
exagerar demasiado podría suavizarlo diciendo que muchas veces podemos llegar a
ser esclavos de nuestras aficiones.
No os creáis que yo
soy filósofa o que me paso el día haciendo cábalas entre pensamientos profundos
y sesudos, no, nada que ver. Pero cada año me asalta la misma duda; cuando,
salvo raras excepciones, me planteo mi visita anual a la Feria del Libro.
El hecho es que a
pesar de los inconvenientes, que los hay, empezando porque no soy muy
partidaria de las aglomeraciones, siempre me ha puesto nerviosa estar entre
grandes masas de gente aunque sea en espacios abiertos, no puedo evitar el
preparar ese paseo con toda la ilusión del mundo, miro páginas, me informo
cuidadosamente de quienes, cuando y como van a firmar, hago mi lista de libros
elegidos, sobre todo de aquellos que quiero que me firme su autor. En fin un trabajo
que requiere su tiempo aunque no lo parezca.
Llega el día
señalado y frotamiento de manos, vamos a la carga y ups, primer inconveniente;
aparcamiento que no es nada fácil ya que hasta los parkings están hasta arriba
y muchas veces tienes que aparcar en el quinto pimiento y dando gracias de tras
dar mil vueltas y gastar carburante has encontrado algo y no tienes que volver
a casa, decepcionada y cabreada como una mona.
Una vez salvado el
primer escollo llegas a la puerta del dichoso paseo y ya en la entrada te
empiezas a plantear que tienes que empezar a abrirte paso como sea entre ese
río de gente que es mucho más ancho y caudaloso que el Manzanares, respiras
hondo y comienzas a caminar con paso firme y decidido —si te dejan, claro—
empezando a buscar la caseta donde está uno de esos autores elegidos, eso sí,
sin dejar de lado y siempre con ojo avizor por si en el camino te encuentras
algo interesante, pillarlo.
Y es que en el camino
te sueles encontrar con alguna sorpresa; esa caseta vacía, te acercas y
descubres que el autor que firma es novel, no le conoce nadie; a mí, que me
gusta dar oportunidades a todo el mundo, cojo el libro en mis manos, leo la
sinopsis y ¡voila! Resulta que lo que leo, hasta me gusta, y aunque no lo tenía
previsto lo compro y le digo al autor que me lo firme, ver ese gesto de
sorpresa y hasta de miedo te sube la empatía a niveles insospechados. Sobre
todo cuando te piden disculpas porque la dedicatoria a lo mejor no está acorde
porque no están acostumbrados. Vamos que el hasta me tengo que frenar para no darles un achuchón y todo.
Ya con un botín en mi
poder vas a lidiar con el siguiente toro, al final encuentras el lugar donde
está firmando uno de los elegidos y te encuentras con una fila considerable de
gente que espera la firma, compras y te dispones pacientemente a esperar el
tiempo que sea necesario —al fin y al cabo, el autor lo merece, ya que es
alguien de toda la vida y con una trayectoria muy importante— Y una vez que
llegas te encuentras con alguien completamente frío, distante y que mira a la
gente por encima del hombro, al más puro estilo divo de Gloria Swanson en “El
crepúsculo de los dioses”. Entonces la simpatía se te cae al dedo gordo del pie
y no te queda más que pensar que ya puede ser bueno el librito de marras,
porque si no le va a volver a comprar una novela “Rita la Cantaora”. Tengo que
decir como desagravio que la novela no sólo no me disgustó, sino que me gustó
muchísimo y disfruté de su lectura, incluso hasta me hizo soltar alguna
carcajada, menuda paradoja para alguien que personalmente me resultó tan seco.
Unos cuantos pasos
más y te encuentras con, la supermega estrella, la supernova, superstar, uno de
esos autores por los que retarías hasta el mismísimo Mefistófeles para conseguir
su firma; pero claro, cuando ves ese maremágnum de gente esperando y además
sabes que él o la figura lleva pactado una hora concreta y que cuando pasa el
tiempo se va a largar sin ningún miramiento (faltaria plus, porque lo vale), te
cierran el chiringuito y te quedas compuesta, con libro y sin firma; empiezas a
sopesar pros y contras y por supuesto triunfa la cordura y decides que es mejor
comprar el libro tranquilamente en cualquier librería y cualquier día, meterlo
en el bolso y dejar al azar que cualquier día te puedas chocar con el personaje
en plena calle y ejecutar un atraco a mano armada, es decir: “o me firmas o no
te dejo pasar”.
Ante el primer
varapalo, decepcionante a pesar de que era de lo más previsible, lejos de
amilanarte sigues adelante con más ilusión si cabe, porque sabes que de ahí en
adelante te puedes encontrar de todo, desde el autor del best-seller del
momento que resulta ser una persona completamente tímida y callada; hasta el
escritor simpático que conecta con el público de tal forma que no tienen ni la
más mínima duda en contarte hasta su vida; hasta el punto de decir: “Perdona un
momentito que llamo a mi pareja que está por aquí para que haga una foto, que
me acaban de poner una valla rosa (como si esa valla que más que rosa, era
morada, fuese un Oscar o una medalla olímpica) para organizar la firma porque
hay mucha gente esperando y después de tantos años es la primera vez”, incluso
pelear con el librero diciendo que cueste lo que cueste se va a quedar hasta la hora que haga falta para
atender a todos.
Pero sobre todo en la
Feria tienes otro reto muy importante y es como acercarte a los mostradores sin
morir en el intento y, después de mis muchos años de experiencia, no hay nada
mejor que el “coding” o sea, meter el codo por, donde y cuando te dejen. Aunque
eso no quita que tengas que escuchar eso de: “¡Señora no se cuele!”, pero ¿cómo
me voy a colar? si he cogido el libro y lo voy a comprar que culpa tengo yo que
la gente sólo mire, que es muy respetable, pero que no se quejen.
Otra cosa que me pone
los pelos de punta como si hubiese metidos los dedos en los enchufes es que se
encuentren amigos en plena riada de muchedumbre, porque mira que es difícil y
hay días, horas y Madrid es lo suficientemente grande para que esto no tuviera
que pasar, pues sí, contra todo pronóstico suele pasar, y te toca estar un buen
rato escuchando que si que mona estás, pero chica si no ha pasado el tiempo por
ti, etc.; y tras los primeros saludos de cortesía viene el preguntar por hijos,
nietos, cuñados primos, mascotas y demás parentela, y ya el punto culminante es
cuando se empiezan a poner al día: “¿Sabes que fulanito que se ha quedado en
paro y no trabaja desde hace cuatro años?; pues a menganita la embargan, sí,
sí, como lo oyes, la pobre avaló al sinvergüenza de su yerno y le quitan la
casa”. Y tras haber pedido por favor e ir subiendo el tono de tu voz, más que
nada porque no tienes otro sitio para pasar, y lo que hablan no te importa un
bledo, no por insensibilidad, no, no, no es por eso, es que decididamente para
deprimirte ya ves todos los días los telediarios, optas por el empujón de toda
la vida, el mejor remedio para la sordera selectiva y transitoria. No hay nada
como poder pasar ya de una vez de esas dos pesadas de turno, eso sí con la
cabeza muy alta y haciendo oídos sordos a todos los improperios que te dirigen;
y es que de ese tipo de sordera, todos hemos sufrido alguna vez, y quien diga
lo contrario miente como un bellaco.
Y así, entre niños
que corren entre tus piernas, triciclos, bicicletas, cochecitos de bebés y cadenas de perros con las que te tropiezas,
que sí, que ya sé que estamos en un parque, pero el parque es muy grande y hay
muchas zonas verdes donde los perritos puedan disfrutar, porque digo yo que no
sé que pintan los pobres animalitos mirando libros y con los collares y las
correas que están a punto de asfixiarles, y eso que cada vez dudo menos en que
seguro que muchos son más
inteligentes que sus amos. Pues a lo que iba, ya está anocheciendo y sabes que
la velada ya va tocando a su fin, y entonces llega el colofón final, por fin y
después de haberte pateado todo el recinto y por primera vez en toda la tarde
consigues escuchar claramente la megafonía (que hay que ver parece que el
equipo lo compran en los saldos, porque el funcionamiento deja mucho que
desear) y te enteras que el autor de tus sueños está firmando que la caseta
número tal por cambios de última hora (y entonces el enigma queda resuelto, por
eso no habías podido encontrarle en toda la tarde), de una vez por todas ya
sabes donde encontrar a tu ídolo, pero horror, está —como era de esperar— a la
otra punta de la avenida, y lo peor que ya son las nueve y veinte y a y media
cierran. Te entra el horror, sudor frio, pulsos alterados, ¡que no llego!, ¡que
no llego! y comienzas a correr, si es que puedes y no corres el riesgo de
arrollar a alguien en el intento, y lo que es peor llevando a tu familia tras
de ti, que no entiende el ataque que te acaba de dar.
Y el premio final en
el último minuto llegas, sin resuello pero llegas, y te encuentras con el señor
o señora que firma y te empieza a contar sus penas, que si que cansancio, que
si este ya es el último libro que firmo, llevo ya dos horas firmando y no puedo
con la mano. Y tú te quedas con la duda de decidir, ¿pides que te devuelvan el
dinero y te vas por donde has venido? ¿Te pones a contarle tus penas? No, yo
opto por lanzar una sonrisa más que nada de compromiso por no soltar un
improperio y decir amablemente: “Uy si yo te contase”.
Las luces se van
encendiendo, los puestos se van cerrando
unos más despacio, otros más deprisa,
eso también depende de si es sábado y ya es casi el último día de feria y tú
con los pies destrozados —a pesar haber elegido el calzado más cómodo— los
riñones al jerez pidiendo una silla a gritos y jurando en hebreo y arameo
pensando en lo que te queda todavía para llegar al puñetero coche, eso sí, con
la alegría y la satisfacción del sueño cumplido, con las bolsas cargadas —si
ibas a comprar siete, al final haces recuento y te llevas diez— , con la
tarjeta de crédito más ligera y pensando ya en la próxima feria.
¿Masoquista? ¿Esclava
de mis hobbies? Pues ese es el dilema señores.
FIN