"Construyó para
el Emperador el Planetario, un mecanismo que reproducía los movimientos del
sol, la luna y los planetas entonces conocidos con sus conjunciones y órbitas...
Y en este prodigio de relojería grabó Juanelo la célebre inscripción: Qui sim
scies si par opus facere conaberis. "Sabrás quién soy si intentas hacer
una obra igual."
***
Mi nombre es
Giovanni Torriani y nací en el año de gracia de 1501 en Cremona, una ciudad
perteneciente al Milanesado. Pero llevo ya tantos años viviendo entre ustedes
que casi me he olvidado de ese nombre. Aquí
desde hace mucho tiempo respondo al de Juanelo Turriano.
Llegué al gran
imperio español a la edad de veintiocho años de la mano de uno de los hombres
más influyentes del mundo. El creador del imperio, el dueño de medio mundo
conocido, señor de tierras ignotas e inexploradas. El más fiel servidor de la
religión católica. Sí, señores, el mismísimo emperador Carlos I de España y V de
Alemania me llamó a su servicio.
Desde pequeño
recuerdo que me apasionaba fabricar trastos (como decía mi padre). Si los demás
chiquillos disfrutaban corriendo por las calles, a mí me apasionaba hacer
cosas. Cualquier material que cayese en mis manos era bueno para trabajar,
madera, metal... Cualquier trozo de chatarra o desechos que caían en mis manos
lo reconvertía en algo útil. Porque, no es por echarme flores, es que el
ingenio me viene desde la cuna. Siendo muy joven decidí que debía dedicarme al
estudio de la ingeniería. Como mi familia era de origen humilde, empecé a
trabajar en un taller de relojeros y, allí, rodeado de piezas, de mecanismos y
herramientas adecuadas emprendí mi formación y comencé a idear pequeños
prodigios que me fueron dando cierta fama. Mi nombre sonaba en las ciudades más
importantes y así llegué a Milán para fabricar el famoso “Planetario”. Fue este
el trabajo que me dio el prestigio necesario para que el Emperador me llamase a
su lado nombrándome relojero de palacio. Aquello supuso un gran paso para mí,
ya que al ostentar un cargo oficial me facilitaba el cobrar una pensión por mis
servicios y, por lo tanto, aseguraba mi futuro.
Uno de los primeros
encargos del Emperador fue el famoso reloj “Cristalino”. Era este objeto un
artefacto especial, ya que su mecanismo de cristales permitía precisar el
movimiento de los astros y de los ocho planetas, marcando con mucha precisión
las horas nocturnas y diurnas, las fases lunares, etc. El hombre era bastante
caprichoso y no reparaba en gastos ni para sus batallitas contra los
protestantes, ni para sus caprichos imperiales. Se lo podía permitir; ser el
amo de medio mundo tiene sus cositas.
Recorrí media Europa
con él. Hasta le acompañé en el momento de su muerte, ya que me mandó llamar al
Monasterio de Yuste —donde se retiró tras su abdicación— para iniciar la
construcción de un estanque en sus jardines. Precisamente las malas lenguas
fueron diciendo por ahí que el responsable de su muerte fui yo, que esa alberca
maldita atraía una rara especie de mosquitos que picaron al Emperador
provocando su muerte. Tonterías propias de estos castellanos, gente de secano,
que siempre han sido reacios a cualquier clase de humedad y temen al agua más
que al diablo.
A pesar de todo, el
príncipe Felipe, el ya rey Felipe II, confió tanto en mí que me nombró
matemático mayor de la corte. Mi popularidad crecía y me llamaban de toda
Europa, incluso el Papa Gregorio XIII me contrató para colaborar en la
elaboración del nuevo calendario que sustituiría al calendario Juliano. Construí las campanas del Monasterio
del Escorial. Trabajé para el ejército fabricando un arma que podía escupir
varias balas a la vez a gran velocidad y que dotó a la artillería de mayor
agilidad en el ataque. También ideé algunas máquinas voladoras. Una lástima que
aquellos planos y diseños quedasen ocultos en polvorientos cartapacios al ser
declarados secretos de estado. He de confesar aunque peque de inmodestia, que
mis ingeniosos aparatos hicieron ganar muchas batallas a la corona española,
siempre embarcada en empresas guerreras, que mantuvieron durante varias décadas
en liza al viejo y al nuevo mundo.
Edifiqué nuevas
acequias y sistemas de riego que mejoraron las cosechas. Mejoré los embalses e
hice posible que el agua llegase con más facilidad a muchos de los territorios
donde ésta escaseaba.
Pero de la obra que
me siento más orgulloso es de la que lleva mi nombre “el artilugio de Juanelo”.
Aunque Felipe trasladó la corte a Madrid, yo seguí viviendo en Toledo. Era esta
una hermosa ciudad donde había pasado gran parte de mi vida. El acueducto que
llevaba las aguas a la población era ya viejísimo, medio en ruinas, dejó de
abastecer agua a la urbe. Como saben Toledo está situada en lo alto de un
monte. El Tajo la rodea casi en su totalidad, pero el curso del río es tan hondo
que resultaba muy trabajoso para sus habitantes acarrear agua hasta la parte
alta.
La primera idea fue
abastecer de agua la zona del Alcázar, es decir, el punto más elevado. Me
adelanté al deseo de los militares y sin ningún tipo de pacto me puse a trabajar.
Fueron días laboriosos, noches sin dormir, planos y planos dibujados, tachados
y vueltos a dibujar; hasta que di con la solución, no por simple menos
ingeniosa. El sistema sería tan fácil y a la vez tan práctico como fabricar una
noria vertical con forma de torre. Este artefacto portaría una hilera de
grandes cazos que a través de un mecanismo simple de ruedas giratorias se
llenasen de agua en el río y la subiesen hasta la ciudad. Así, fácilmente, los
toledanos sólo tendrían que llevar allí sus cubos y recipientes y llenarlos con
el agua de la noria.
A pesar de que el
ingenio era capaz de ascender 16-17 metros cúbicos al día (16 o 17 mil litros)
Cantidad suficiente para abastecer a toda la ciudad. Surgió la disputa, siempre
ha sido así, al estar el mecanismo instalado junto al Alcázar los militares
—siempre tan suyos— se negaron a compartir el agua con la población civil. Al
consistorio toledano no le quedó más remedio que contratar mis servicios para
construir otra máquina al otro lado de la ciudad —llevados más que por interés ciudadano, por
miedo a que los vecinos se les amotinasen— En no demasiado tiempo Toledo contó
con dos aparatos mecánicos que suministraban agua con la mayor comodidad.
Y todos contentos.
Bueno todos contentos menos yo. Y es que para facilitar la tarea, ya se sabe
que los organismos oficiales siempre ponen mil impedimentos para pagar (que si
no me han llegado las recaudaciones, que si hemos tenido que pagar la parte correspondiente para financiar
la batalla de tal o cual, que si hay otros gastos urgentes que solventar…) El
caso es que adelanté mi propio dinero para comprar los materiales necesarios.
Fue una obra muy costosa y me llevo a la ruina total.
El tiempo pasaba y
ni el Ayuntamiento pagaba, ni los militares —que indignados por haber prestado
mis servicios a los civiles, tampoco me pagaban, alegando la falta de un
contrato escrito—. Ahora era ya un viejo cansado. En la corte me habían
olvidado, no me llegaba tampoco mi subvención por los servicios prestados a la
corona. Mis bolsillos estaban mermados y empezaba a carecer de lo más
imprescindible.
Juanelo Turriano
había nacido para crear, para trabajar, para sacar de sus manos obras novedosas
que asombraron a media Europa. Juanelo Turriano no había nacido para mendigar,
ni sabía, ni podía.
De repente recordé
que hacía años había construido pequeños muñecos mecánicos que se movían como
marionetas y que hacían las delicias de los pequeños de la corte.
Entonces tuve una
idea brillante, no por ser viejo mi cabeza dejaba de funcionar. Si Juanelo no
se iba a denigrar pidiendo en la calle como un mendigo. ¿Por qué no dejar que
otro lo hiciera por mí? Y como a los inicios de mi afición en la niñez, me puse
a trabajar con materiales de desecho y restos de anteriores trabajos. Mis manos
crearon un muñeco. Pero no un juguete cualquiera. Era un muñeco mecánico a
tamaño natural, con las medidas exactas a las de cualquier hombre de carne y
hueso.
Al principio todos
los toledanos se espantaron cuando vieron esa figura de madera vagar por la
calle. Era inaudito que algo así tuviese vida y se moviese sin la intervención
directa de una mano humana.
— ¡Que viene el
hombre de palo! ¡Que viene el hombre de palo! — Gritaban y huían despavoridos a
protegerse en sus casas o en el primer portal que encontraban.
Pero el hombre de
palo no les hacía ningún daño. Simplemente tendía su mano en ademán de pedir y
cuando algún valiente ponía en sus manos de madera algo de dinero o comida, el
muñeco se limitaba a hacer grandes reverencias en señal de gratitud, les hizo
gracia y ya acudían voluntariamente a contemplar aquella maravilla.
Pronto se corrió la
voz que aquello era obra de Juanelo y también se supo que estaba en la más
negra de las miserias. Aquello removió sus conciencias. Gracias a mí tenían el
agua más cerca. Eso les evitaba pesadas caminatas hacía el río, subidas y
bajadas por las endiabladas y empinadísimas cuestas toledanas varias veces al
día. Ni el Ayuntamiento ni los militares cumplieron nunca conmigo, pero sí los
buenos vecinos toledanos, la gente humilde que, pese a sus propias carencias,
siempre tenía algo que ofrecer al hombre de palo.
***
Y aquí se acaba la
historia de Juanelo Turriano que murió en 1585 sin que nadie le pagara por el
gran servicio que hizo a la ciudad de Toledo. El Ayuntamiento y el alto mando
militar del Alcázar se volvieron sordos y mudos. Y como tantas veces ha pasado
en la Historia dejaron morir en la miseria a un gran hombre que trabajó para
los poderosos, para que estos, amparados en su gran inteligencia ganaran
honores. Como tantas veces fue el pueblo llano quien, con su solidaridad, ayudó
a que sus últimos días fueran menos lamentables.
Amigos viajeros, si
alguna vez tenéis la suerte de visitar esta hermosa ciudad y, por casualidad,
observáis que una de sus estrechas calles situada a espaldas de la Catedral se
llama “Calle Hombre de Palo”, cerrad los ojos y podréis ver a aquel muñeco de
madera que, una vez, hace quinientos, años conmovió a los habitantes de la que
fue la capital de un Imperio.
FIN
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