Rascafría 1405
Todavía hacía frio,
un frío intenso que penetraba en los huesos; no hacía ni quince días que había caído
la última nevada. Si Dios era benevolente sería la última de la temporada. El
invierno había sido de los más duros que habían vivido en los últimos años y
los inicios de la primavera arrastraban los coletazos de los temporales
pasados.
Lucinda sacó un pie
del jergón y volvió a meterlo rápidamente bajo la desgastada y recosida manta
que la cubría. Sólo podía permitirse el lujo de arrojarse en brazos de la
pereza un minuto; había que hacer tantas cosas…
En el exterior la
luz del alba aún asomaba la nariz con timidez, como no atreviéndose a encarar la
negrura de la noche.
Se lavó la cara en
la palangana de agua helada que la esperaba en una esquina de la choza, se
vistió rápidamente con sus burdas ropas de lana remendada y comenzó a trabajar.
Antes que nada se acercó al camastro situado al otro lado del pequeño
habitáculo que les servía de vivienda y comprobó que sus dos hermanos menores
dormían plácidamente, fuertemente abrazados para poder soportar las
inclemencias del tiempo.
La joven adoraba a
los dos gemelos aunque ellos, sin querer, fueron los causantes de la muerte de
su madre. Un parto doble y complicado lo soportaban pocas mujeres, y menos si
estas eran humildes. A los nueve años Lucinda se convirtió en la madre de sus
hermanos, pero había merecido la pena. Tomás y Jacobo eran ahora dos niños fuertes
y sanos que habían cumplido siete años y eran su alegría. Gracias a ellos pudo
soportar la muerte de su padre acaecida un año atrás. Un hombre aun joven y
vigoroso que murió a causa de un desdichado accidente y, sobre todo, por la
mala voluntad del señor.
Lucinda rebuscó en
un pequeño armario y sacó unas cuantas ramas secas. Esa mañana, mientras subía
el ganado a la montaña, tendría que recoger más leña. Aún les haría falta. Puso las pocas brozas
que quedaban en el hogar y prendió fuego. El reflejo de las llamas dio color a
su rostro. Mientras se calentaba un poco la muchacha recordó las historias que
contaban los viejos del lugar.
Estos evocaban
muchas noches junto a fuegos similares al que ella había hecho, los inicios de
la villa. Cuando un grupo de granjeros segovianos iniciaron la repoblación de
la vega alta del Lozoya. Al principio todos eran iguales, compartían y
trabajaban codo con codo para hacer de aquel valle un lugar próspero.
Pero todo se
corrompe. Lo que en principio había sido camaradería se había terminado
convirtiendo en una villa más donde, el que tuvo más suerte y fue más próspero,
se convirtió en el amo. El liderazgo, que al principio puede ser algo bueno
para mantener el orden, al final se convirtío en la mayor tiranía para el resto
de los vecinos que veían con temor y con impotencia como les iban privando poco
a poco de sus libertades.
La familia de los
Ordoño Sánchez se convirtió en la más próspera y a cada generación sus
herederos se iban volviendo más y más intransigentes con el resto, hasta el
punto que los menos afortunados pasaron de vecinos de la comunidad a
convertirse en siervos de un amo.
Y eso mismo le pasó
al padre de Lucinda. Perico era buen trabajador, se ocupaba de cuidar los
caballos del señor. Un maldito día mientras curaba la herida de la pata de uno
de los animales este le dio una coz en un brazo. Al principio no le dio
importancia pero aquel bulto se inflamaba por momentos y adquiría un color poco
saludable. El forúnculo se le infectó y se le extendió por toda la sangre. Las
fiebres fueron mortales. Por más que el resto de sus compañeros imploraron a
Ordoño para que les mandase a un médico o al boticario del vecino monasterio,
el amo hizo oídos sordos.
Ordoño era un
personaje sin escrúpulos para quien sus criados valían menos que los animales
que cuidaban. Él no se iba a gastar ni un florín en aquellos desgraciados.
Lucinda se había
quedado sola con dos criaturas a las que alimentar y tragándose su dolor, fue a
ofrecer sus servicios al señor de las tierras.
— Puedes sustituir a
Juliana, esmuy vieja, no vale ya ni para arrastrar su pellejo. Desde ahora te
ocuparás de las ovejas. Es una tarea dura, en cuanto comience el buen tiempo
tendrás que subir cada día a la montaña para que se alimenten, pero eres fuerte
y podrás con ello.
— Lo
que sea señor, tengo dos hermanos que sacar adelante.
— Pero recuerda
muchacha, cuida bien el ganado, como se te pierda una miserable cabeza lo
pagarás caro. Ordoño no perdona a los negligentes.
A la chica la
quedaron ganas de escupirle en la cara que no perdonaba a nadie. Ni siquiera se
dignó a ayudar a su padre que había sido un excelente jornalero durante toda su
vida. Pero pensó en Tomás y en Jacobo y se tragó su dignidad.
Los meses fueron
pasando y con aquel inicio de la primavera ya tendría que comenzar a subir el
ganado a la montaña. Aunque hacía frío las ovejas podrían pastar en la zona más
baja. Ya más entrado el verano tendría que ir subiendo a medida que los
animales agotaran el pasto.
***
El sol despuntaba ya
en todo lo alto. Por fin los rayos solares atrevían a asomarse a un cielo que
había estado cubierto de nubes durante meses.
Lucinda cerró los
ojos y levantó la cara en dirección al astro protector dejándose acariciar por
sus rayos. Embebida en este placentero deleite, no se dio cuenta de que alguien
la acechaba a su espalda.
Dejó de notar la
caricia del sol y abrió los ojos asustada. Ordoño estaba ante ella tapando al
sol con su oronda figura, sus ojos no aventuraban nada bueno.
El hombre sin ningún
pudor se lanzó sobre ella, la agarró fuerte y rompió sus zurdidas ropas. Se
tumbo sobre su cuerpo hasta casi asfixiarla con su peso. Lucinda gritaba pero
sabía que era inútil. Nadie iba por aquellos lugares, era su lugar favorito, un
remanso de paz, un pequeño rincón cerca de la laguna al que solo ella iba.
Apretó los dientes,
Lucinda era casi una niña pero sabía lo que iba a ocurrir. Ordoño la manoseaba
con sus manos ásperas, baboseó todo su cuerpo con saña y consumó la violación
sin ningún escrúpulo. Un cúmulo de sensaciones invadió el cuerpo de la chica.
Miedo… dolor… vergüenza, pero el más poderoso era el asco. Sentía repugnancia
por aquel cuerpo vil que estaba sobre ella, su masa viscosa empapada en sudor,
su olor a vicio y podredumbre, sus jadeos asmáticos que dejaban escuchar los pitidos
de su pecho cargado de flemas.
Cuando Ordoño hubo
saciado su apetito la abandonó allí. Lucinda tras reponerse del impacto se lavó
como pudo y recompuso su vestimenta a duras penas. Poco a poco el resto de
sentimientos fue abandonándola para dejar paso al odio más intenso. Reunió a
todo el ganado y lentamente como una muñeca sin emociones volvió al cobijo de
su casa. Lucinda no volvió a sonreír.
***
Tomás salía
corriendo de la cabaña mientras Jacobo atendía a su hermana como podía. Los
dolores de parto habían comenzado de madrugada pero Lucinda había aguantado
hasta última hora mordiendo la vieja manta para no hacer ningún ruido y
despertar a sus hermanos. Pero el grito final salió de su garganta sin ni
siquiera ser consciente.
Los muchachos se despertaron
sobresaltados.
—Rápido Tomás, ve a buscar a la partera, yo me
quedo con ella.
Fueron dos momentos
de un dolor agudo que pareció romperle la espalda, pero a los dos empujones
tuvo a su hijo en sus brazos. Un niño sano y fuerte que lloraba a pleno pulmón
exigiendo los derechos que le correspondían por haber nacido.
Lucinda a pesar de
recordar los crueles momentos que la llevaron a esa gestación indeseada, no
pudo contener las lágrimas de alegría. Había dado la vida a un ser pequeño e
indefenso que no era responsable de los pecados del cabrón de su padre. Es más,
su hijo nunca sabría quien le había engendrado. Tenía una madre que le había
llevado nueve meses en sus entrañas y dos tíos que según fuesen pasando los
años y fueran creciendo le protegerían y cuidarían de él. Su hijo no necesitaba
nada más.
***
— ¿Ha parido ya la pastora?
—rugió Ordoño.
— Sí señor, a
primeras horas de esta mañana. La partera me lo acaba de decir, no hay nada
mejor que dar unas monedas para que a la gente se le suelte la lengua.
—contestó Darío el jefe de la banda de sicarios contratados para amedrentar a
la población.
Ordoño miró a su
esposa con desprecio, era una mujercita desgarbada y enjuta a quien los malos
tratos habían marchitado prematuramente. Ella sabía de todas las andanzas de su
esposo y, más que producirle pena, la hacían respirar aliviada. No podía
soportar el grado de salvajismo de aquel hombre que trataba a las mujeres peor
que a las vacas. Odiaba que la tocase, por eso pensaba que se la había secado
el útero y era incapaz de engendrar un hijo. Para ella, que su marido se
desfogase con la primera que veía era más un consuelo que una humillación.
— Y tú que piensas
mujer. Una simple pastora me ha dado un hijo la primera vez que la toqué. Pero
mírate eres un despojo humano ni siquiera vales como hembra. Veintidós años
casados y aún no me has dado un heredero.
La mujer comenzó a
temblar de manera convulsiva. Era pánico lo que sentía cada vez que aquel bruto
abría la boca. Incapaz de contestar salió corriendo y se encerró en su alcoba a
rumiar su desgracia en soledad.
—Mírala, como un
avestruz cada vez que le digo las verdades esconde la cabeza. En mala hora me
casé con ella, mi padre no tuvo buen ojo para elegirme esposa. Bueno, al menos,
aportó una buena dote ja,ja,ja.
Darío no dijo nada.
No tenía ni voz ni voto, era simplemente la mano ejecutora del señor. Mientras
le pagase su buen dinero lo mejor era ver, oír y callar.
—Quiero
que me traigas a ese niño inmediatamente. Si esta inútil no es capaz de
engendrar un hijo tendré que conformarme con un bastardo. No será el único
desde luego, pero este me pilla más cerca y además recién nacido. Con un poco
de suerte le educaré desde el principio para que sea un heredero digno de su
padre.
***
Tomás
y Jacobo corrían todo lo que les daban de sí sus piernas. Habían prometido
cuidar al pequeño mientras su hermana trabajaba y no lo cumplieron. Los niños
habían recibido la visita de aquel hombre siniestro, ese bizco de los demonios;
el esbirro de Orduño.
Había
entrado espada en mano y, atemorizando a los dos críos, se había llevado al
bebé.
Cuando
reaccionaron corrieron tras él gritando. Darío sabía que no le darían alcance.
Ellos no tenían más medio de transporte que sus dos piernas flacuchas, pero él
era dueño de un poderoso corcel. Pero aquellos dos mocosos chillaban como
posesos.
No
le interesaba que le mezclasen en ciertos asuntos, una cosa era lo que hacía el
amo, a quien todos temían, y otra muy distinta él. Aquellas gentes eran sumisas
con quien les mantenía pero con él sería distinto. Quién sabe si algún alma
justiciera aprovechaba el descuido de la noche y le segaba el cuello. Era
consciente que su presencia despertaba los más bajos instintos de aquellas
sencillas gentes.
Mejor
era no dejar ningún cabo suelto. Paró la cabalgadura y llamó a los muchachos.
— Venid
conmigo a la laguna allí os daré al niño, pero no gritéis más.
Los
chiquillos siguieron en silencio al hombre, que ya a paso lento sobre su
magnífico caballo, les permitía seguirlo con facilidad. Su objetivo era ese,
recuperar a su sobrino y, a ser posible, ya que su hermana no se enterase de
aquel suceso. No querían que se preocupase, bastante había sufrido ya.
Lucinda
estaba ensimismada en sus pensamientos comiendo lentamente el frugal almuerzo
que se había preparado y pensando en sus tres pequeños. Un ruido la sobresaltó.
Era un ruido muy débil casi imperceptible, el de unas finas ramas al
troncharse. Desde el asalto de Ordoño sus sentidos se habían agudizado. Lo
mismo podía ser un animal que una persona. Asió fuertemente el cayado, del que
ya no se separaba nunca, y se escondió entre los arbustos. Esta vez no la
sorprendería. Pero lo que vio la hirió como si un puñal afilado la arrancase el
corazón.
Allí
estaban sus hermanos maniatados. Un hombre, al que reconoció por ser el perro
guardián de Ordoño, les mostraba un cuchillo. Los muchachos estaban amordazados
y no podían gritar. La daga realizó un baile ágil y rápido y terminó en sus,
aún, frágiles cuellos.
Mientras
la sangre salía a borbotones, el hombre ató piedras a los cuerpos de los
pequeños y los puso sobre el caballo como si
fueran fardos. Se montó y se encaminó al centro del lago. Cuando sus
largas piernas tocaban el agua a la altura de sus inglés, les lanzó al agua.
El
hombre, como buen jinete, hizo volver grupas al caballo y, tranquilamente,
llegó a la orilla. Allí recogió un pequeño bulto que había escondido tras unas
piedras y galopando rápidamente se perdió en el valle.
Lucinda
quiso gritar, quiso salir corriendo y cubrir con su cuerpo el de sus hermanos.
Vio como le arrebataban a su hijo en sus narices y no pudo hacer nada. Se quedó
paralizada, como si la catalepsia hubiese tomado su cuerpo. Muerta en vida e
incapaz de reaccionar.
Cuando
volvió en sí era ya tarde. Sus lágrimas inundaron su rostro. Su garganta ya no
podía gritar más, sus alaridos la habían dejado sin voz. En su rostro las
lágrimas se mezclaban con la sangre que salía de los arañazos que se había
infringido, como si solamente el dolor físico fuera capaz de mitigar el dolor
del espíritu.
Caía
la noche y no se había dado cuenta. El tiempo pasaba y no era consciente. Se
levantó, y ya sin lágrimas, sin sangre, sin voz, sin emociones; se dirigió a la
orilla del agua, mirando fijamente la negrura espesa que solo rompía un rayo de
luna.
Sus
oídos escuchaban la voz tenue de sus hermanos. La estaban llamando. La
necesitaban. Debía acudir a rescatarlos, lloraban, estaban asustados. ¿Sus
hermanos? No, sus hermanos estaban en casa cuidando a su hijito. Era una oveja,
seguro, era una oveja perdida que balaba asustada.
Lentamente
se fue adentrando en la laguna, poco a poco el agua mojó sus pies, sus muslos,
su cintura, su pecho, su cabeza… Antes de que el agua llegase a su boca
pronunció unas palabras:
"Te
maldigo Ordoño Sánchez, yo te maldigo a ti y a todos tus descendientes. Tu
crimen tendrá su castigo en este mundo o en el más allá.”
Nadie
volvió a ver jamás a Lucinda. En el pueblo se habló de todo. Unos decían que la
habían visto vagar por la montaña sin rumbo, con el sentido perdido. Otros
decían que el señor la había comprado a su hijo por mucho dinero y que se había
ido a otro lugar junto a sus hermanos. Poco a poco se fueron olvidando de la
pastora.
Rascafría
2005
La
vieja casona de sus antepasados. A Julián no le gustaba ir. Hacía muchos años
que nadie iba allí a pasar los veranos. Sus padres habían cerrado la casa y no
habían vuelto. Él ya ni se acordaba de como eran aquellas vetustas paredes, era
demasiado pequeño cuando dejaron de visitarla. Sí, lo que nunca había podido
olvidar era el escudo familiar de los Ordoño, ese castillo al pie de un lago
que, grabado en piedra, adornaba el portón de la entrada.
Pero
Patricia y los niños se habían puesto tan pesados… La verdad es que las cosas
no iban como esperaba. La empresa familiar no estaba en sus mejores momentos y
habían tenido que vender sus tierras para inyectar algo de efectivo a los
negocios, y aun así, estos no prosperaban. Solo les quedaba la vieja casa
solariega y poco más. Aquel verano no podrían tener unas vacaciones como Dios
manda y a ver quien era el guapo de mantener a los dos niños en casa. Al menos
allí podrían correr por el pueblo y tenían la laguna cercana.
—
Mira papá que bonita esta mariposa.
Marta,
la pequeña de sus hijos, contemplaba arrobada una mariposa blanca que volaba
alrededor de una flor de lavanda. Era casi obligado ir cada día a aquel hermoso
lugar situado junto al agua.
—
¿Dónde está tu hermano? Hace rato que no le veo por aquí.
—
Se ha ido a buscar a su amiga —dijo la niña sin mirar a su padre.
—
¿A su amiga? Bueno está bien que Hugo se haya echado una amiguita para jugar. Y
tú ¿Por qué no vas con ellos?
—
Yo no la conozco, no la he visto nunca. Sólo la ve Hugo.
Julián
se quedó perplejo, su hija era una niña un poco extravagante pero en aquel
caso, no sabía por qué, sus palabras le alarmaron. Entonces fue consciente de
la soledad que les rodeaba. Allí estaban los tres solos perdidos en un rincón
de la inmensidad de la sierra. Los fines de semana el lugar estaba lleno de
excursionistas pero era lunes y no había nadie.
—
Patricia, ¿sabes algo de una amiga que tiene Hugo aquí en el pueblo? —Patricia
dejó el libro que estaba leyendo y miró a su marido.
—
Sí, algo me dijo estos días, pero no le hice mucho caso, ya sabes que Hugo es
muy suyo. Habla poco y menos si le sometes a interrogatorio, va entrando en la
edad difícil. Será una niña del pueblo o hija de algún veraneante. Ya van
llegando. Me dijo Bruno que este año han vendido muchos chalets en la
urbanización. A eso se tenía que haber dedicado tu familia…
La
vocecita de Marta, que no cejaba en su empeño de perseguir a la mariposa,
interrumpió la charla de su madre; para alegría de Julián. No podía soportar
que su mujer aprovechase cualquier momento para echarle en cara, de una forma u otra, la caída
del negocio.
—
Os equivocáis, no es una niña. Hugo me dijo que era una señora, más joven que
mamá, pero una señora.
Ambos
adultos se pusieron en pie y comenzaron a llamar a gritos a su hijo y a mirar
en todas direcciones. Eso de que fuese alguien adulto no les hizo ninguna
gracia. No sin conocer a la persona en cuestión.
—
No gritéis, no va a venir —les dijo Marta con voz monótona y pastosa, como si
saliera de la profundidad de una cueva.
—
¡Marta! No me pongas nervioso y habla ya. ¡Vamos dinos todo lo que sepas ahora
mismo! Y es una orden pequeña enredadora. —Dijo su padre zarandeándola.
—
Se ha ido al lago. La señora vive allí, en el fondo de la laguna. Hoy estaba
muy contento porque le iba a presentar a sus dos hermanos. La señora le dijo
que podrían jugar todo lo que quisieran. —A la niña parecía que la sacudida de
su padre la había hecho despertar de un sueño y ahora hablaba de forma
atropellada.
Julián
se quedó pálido. Por un instante los recuerdos vagos de su infancia, ya
olvidados, volvieron a su mente. Era muy pequeño entonces pero como si su
cabeza fuera un proyector comenzó a ver imágenes de entonces. Su madre
llorando, su padre gritando. Todos buscando a Ordoño, su hermano mayor. A los
pocos días una patrulla de la Guardia Civil consiguió recuperar el cuerpo del
niño del fondo del lago. Lo último que le había contado a su hermano es que
aquella tarde se iba a la laguna a ver a una señora. Iba a jugar toda la tarde
con sus hermanos.
***
Hay
una vieja leyenda que narra que en una laguna al pie de Peñalara, los años en los que azota la
sequía, emerge una pequeña isla en el centro. También cuentan algunos que han
visto sentada en el islote a una joven de aspecto humilde; con el rostro
atenazado por la pena y con voz llorosa les relata que es una pastora que una
vez, hace mucho tiempo, perdió una oveja de su rebaño. Desde entonces vaga por
la laguna y las montañas cercanas buscando al animal perdido.
FIN
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