Caminaba despacio,
se intuía que no lo hacía por cansancio o por disfrute de un relajante paseo.
Su paso era vacilante, como si arrastrase un lastre muy pesado, aunque el peso
que llevaba era muy liviano. Su único equipaje consistía en una pequeña bolsa
de viaje y una guitarra vieja cuya madera había perdido su brillo por el uso.
La mirada fija y
perdida en un punto infinito sin definir. Nada parecía interesar a esa muchacha
de aspecto frágil y enfermizo, ni siquiera los hermosos árboles que flanqueaban
la acera central de la avenida.
La soledad era
total, aún era temprano para que los primeros transeúntes pisaran las anchas
baldosas de su pavimento.
Hacía solamente dos
años que había hecho el mismo camino pero a la inversa. Paso firme y mirada
chispeante a través de unos ojos engrandados en su afán de no perderse ni un
detalle de aquel lugar que, para ella, era desconocido.
Por fin su vida daba
el giro definitivo que tanto deseaba. Se acababan sus actuaciones en la iglesia
o en el centro social de su pueblo. Ahora sí, ahora iba a triunfar de una vez
por todas. Se había presentado al casting de ese programa milagroso. Ese
programa que iba a ser la novedad de la temporada y pretendía lanzar a la fama
a un puñado de jóvenes talentos descocidos.
Las pruebas fueron
muy duras, pero nunca perdió la esperanza. Su tesón tuvo la recompensa
merecida. El intervalo de espera fue un tiempo perdido entre la angustia y la neurosis.
La vuelta a su vida rutinaria había sido un desatino, había probado otras
mieles, otros lugares y ya ese pequeño pueblucho se le hacía un lugar casi
irrespirable. Pero a los dos meses recibió la carta salvadora, la carta que le
abría las puertas a otro mundo, su mundo. Había pasado la primera selección,
debía presentarse en la ciudad para iniciar las primeras grabaciones. El
programa comenzaría a emitirse en otoño.
Todo fue sobre
ruedas, fueron tres meses de locura, pero al final logró su objetivo. Sus
aptitudes musicales y su físico fresco, nuevo y juvenil se metió a la audiencia
en el bolsillo. Y ganó el concurso, el premio, grabar un primer disco con una
de las mejores discográficas del panorama musical. La puerta de la cueva de los
tesoros de Alí Babá se había abierto para ella y la boca de la vorágine que la
engulló, también.
Lanzamiento.
Programas promocionales de televisión. Gira multitudinaria por todo el país. La
gente la vitoreaba. Los fans hacían colas interminables en los hoteles donde pasaba
la noche. Las salas de conciertos, auditorios, teatros y cualquier lugar donde
actuase llenaban el aforo y la gente pasaba horas y horas haciendo filas en las
taquillas para comprar las entradas.
Cuando las luces se
encendían y comenzaba el show se transformaba, la pequeña y tímida provinciana,
se convertía en una diva con carita de ángel.
Había conseguido su sueño, ahora podía tocar las estrellas con la punta
de los dedos.
La fama y el dinero
fueron haciéndola olvidar su procedencia. La encantadora muchachita, ingenua,
sencilla, tímida y humilde se volvió una niña caprichosa y mimada por todos los
medios que, poco a poco, fue pidiendo más cosas: más caché, más extravagancias,
más exigencias... Ya no le servía un cómodo camerino, ni un hotel de categoría
media o alta. Ahora el camerino tenía que cumplir una serie de requisitos
imprescindibles, color en las paredes, muebles determinados, luces especiales,
etc. Y el hotel tenía que ser el mejor, el más lujoso que hubiera en la ciudad
que visitaba. Hasta el punto de que si el lugar no cumplía con las exigencias
solicitadas se negaba a actuar allí.
Tras el primer disco
y su éxito arrollador, salió a la venta un segundo disco; que ¡oh cielos! No
tuvo ni con mucho el éxito del primero. Algo lógico ya que en ese tiempo ya
habían salido al mercado otros artistas que, al ser más novedosos, le robaron
parte de su fama.
La discográfica se
echó las manos a la cabeza, el desembolso había sido muy grande y comprobaban
horrorizados que les iba a resultar imposible recuperar la mínima parte del
dinero invertido.
La gira del verano
estaba ya a la vuelta de la esquina y temían que fuese un rotundo fracaso,
sobre todo, si los empresarios tenían que acceder a todas las pretensiones de
la “diva”. Esa niña ególatra que, con una tozudez inquebrantable, se negaba a
ver el estrepitoso fracaso en el que iba a despeñarse.
Todo se precipitó.
Las ofertas no llegaban. Los fans la estaban olvidando; los que antes corrían,
empujaban y hasta llegaban a los golpes por conseguir un autógrafo suyo, ahora
perseguían al nuevo cantante de moda.
La discográfica le
cerró las puertas. Se negaron a firmar un nuevo contrato y sus canciones, antes
tan coreadas y aplaudidas, terminaron olvidadas en las estanterías de quienes
antes ovacionaban cada una de sus notas.
El dinero se fue
agotando y ahora dependía de alguna contratación de cuarta o quinta categoría
en tugurios sin clase, donde los clientes acudían atraídos más por el olor al
alcohol y los encantos de sus camareras, que por escucharla.
Ahora, en plena
madrugada y en ese bulevar de los sueños rotos se veía sin ninguna salida.
Hacía unos cuantos meses que no tenía nada de nada, hasta los garitos le habían
dado con la puerta en las narices. Sus abrigos y sus joyas habían terminado mal
vendidos en una tienda de empeño. Llevaba dos meses sin poder pagar a su casera
y aquella tarde tuvo que abandonar la covacha que le daba cobijo.
Pero el final del
bulevar no estaba vacío, allí, en medio de la plaza donde desembocaba, la
esperaba la serena silueta de la estación de tren. Imperturbable, estática, con
su grandes puertas de hierro y metal semejando
una boca que pronunciaba su nombre.
Entonces de sus ojos
apagados saltó una pequeña chispa apenas perceptible. A su retina llegaron
imágenes de una casita blanca con un pequeño huerto en la parte de atrás. El
río de aguas cristalinas, con su puente de piedra; el escenario donde tantos veranos había nadado y
chapoteado con sus amigos. La vieja mecedora de la abuela que ahora utilizaba
su madre.
Aspiró fuerte y a su
nariz llegaron olores familiares. Olor a las castañas asadas del otoño. El
aroma que desprende la madera del pino al quemarse en la chimenea en el
invierno. La fragancia fresca a lavanda de la primavera. El tufillo de las
barbacoas del verano.
Supo que todo no
terminaba en aquel bulevar, que había otros cruces de camino, que no era tarde
para elegir otro trayecto. El instinto la llevaba de vuelta a su hogar.
Mientras se acercaba
a la taquilla rebuscó en el bolsillo de la chaqueta y contó el poco dinero que
la quedaba. No tenía suficiente para el billete. En eso había terminado su
desbocada carrera a la fama.
Se sentó en la
escalera de la estación e instintivamente se abrazó a su guitarra, la única
compañera de aventuras que le quedaba. Con dedos trémulos comenzó a rasguear
sus cuerdas y poco a poco los movimientos se fueron haciendo más seguros. El
sonido de la guitarra fue ocupando el vacío de la bóveda y comenzó a cantar.
Primero con voz dulce y tímida, luego fue tomando fuerza hasta que se afianzó
en cada nota.
Cuando terminó la
canción vio que un grupo numeroso de gente se había parado a su lado. Era la
primera vez en mucho tiempo que actuaba sin cobrar un penique. Ya ni recordaba
cuando fue la última vez que había regalado su música. Y la gente a su vez, sin
haber pagado entradas, ni discos, sin tener que apretar el mando de la
televisión, le entregaba sus aplausos, sus sonrisas, su calor. Monedas y
billetes fueron llenando sus manos y lloró. Lloró no por lo que había perdido
sino por lo que había ganado. El camino del bulevar de los sueños rotos la
llevaba de nuevo a su casa, no como un juguete roto con quien nadie quería ya
jugar, sino como lo que era, una persona que tenía mucho que ofrecer.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario