Qué bonita es la niñez, su inocencia, su alegría, su pureza… Cuando somos niños nuestra mente está limpia de todo concepto y, por ese motivo, absorbemos como esponjas todo lo que vemos, todo lo que oímos, todo lo que vivimos y sentimos aunque tardemos años en asimilar todo lo aprendido.
¿Por qué empezar así
mi narración? Porque esta paz que me envuelve me retrotrae en el tiempo y recuerdo cosas de mi
vida que, con el paso de los años, empiezan a borrarse de mi mente.
Siempre me han gustado
los atardeceres veraniegos. De niño era el momento álgido de mis andanzas. Ahora
que soy viejo esta parte del día, cuando las sombras comienzan a tomar
posiciones, es el reposo para mi alma. La casa se queda silenciosa. Todos salen
a la calle en busca del frescor que nos niega el sol aplastante de las primeras
horas de la tarde. Por fin puedo descansar un rato del alboroto que provocan
los juegos de mis nietos y de la continua cháchara de mis parlanchinas hijas.
Una de las múltiples
desventajas de la vejez es que tienes que aguantar la convivencia con los
parientes que, con la excusa de cuidarte, usurpan tu territorio y viven de
balde. Y no es que me enoje su presencia, al contrario, mis dos hijas son habladoras
pero buenas mujeres y quiero a mis nietos más que a mi vida… pero lo ideal es
tenerles un rato, con una visita diaria me doy por contento luego, como decía
mi madre, “cada mochuelo a su olivo”.
¡Ah! Mi madre, sabia
mujer, a pesar de que era analfabeta. No sabía ni leer ni escribir, pero ni falta que le hacía. La vida
le había sido su mejor escuela.
Los ocasos durante
mi infancia también fueron especiales. A esa hora ya nos habíamos despertado de
la tediosa siesta, siempre impuesta por nuestras madres. ¡Maldita la gracia que
nos hacía tener que dormir! Era injusto perder esas horas de juego. Pero no hay
nada más disuasorio que una buena alpargata, la sensación del duro y áspero
esparto estrellándose contra tu culo, era más humillante que dolorosa. Al final
no quedaba otra que rendirse y, cansados por los llantos, dejar que el sueño acabara dominando la situación.
Ya liberados de la
dictatorial obligación, los chiquillos salíamos disparados de las casas
buscando con desesperación a nuestros amigos. Yo siempre iba con Pepe y Luisillo,
los hijos de los vecinos más próximos. Los tres formábamos un trío inseparable
unidos por los mismos intereses y la misma edad, incluso cumplíamos años el
mismo mes. Éramos igual de inquietos y nos gustaba explorar todo lo que
desconocíamos. Ese afán nuestro nos llevó a correr muchas aventuras
inesperadas, pero ninguna tan disparatada como la que les voy a relatar.
Ese verano nuestra
curiosidad nos llevó a cruzar el río, jamás nos habíamos atrevido a pasar a la
otra orilla. En aquella zona las casas se espaciaban mucho y entre una y otra
había amplios campos de labranza. Allí, debidamente amparados por unos
arbustos, esperábamos la caída de la noche contemplando un viejo caserón que,
sin ninguna duda, habría conocido tiempos mejores.
Era un edificio
abandonado, sus muros estaban renegridos por el paso del tiempo. Pero su
estructura, eso lo sé ahora, era magnífica. Su diseño era espectacular, habría
sido una casa grandiosa si sus dueños hubieran tenido el más mínimo interés por
cuidarla.
El lugar nos tenía
hechizados, no nos atrevíamos a acercarnos demasiado y sentíamos una especie de
temor reverencial que nos erizaba la piel. Pero era un sentimiento que más que
desagrado, nos producía placer. Si el exterior nos despertaba esas emociones —imagínense
ustedes, queridos lectores— lo que provocaba en nosotros pensar lo que
escondería el interior de aquellos muros.
De los tres era yo
quien tenía una imaginación más
despierta, extravagante, o como prefieran llamarla. Yo alentaba a mis amigos a seguir
acudiendo cada día a aquel rincón. Allí se estaba bien; la humedad del agua
hacía que la temperatura fuese mucho más agradable. Entre susurros llenaba sus
cabezas de historias fantásticas de brujas, fantasmas y todo tipo de monstruos
perversos que mi imaginación podía abarcar y, créanme, mi imaginación daba para
mucho.
Nuestras madres nos
tenían advertido que no fuésemos allí, que podríamos molestar a su inquilino,
un hombre gruñón y poco amigo de visitas inoportunas. No salía apenas de la
casa y sus escasas salidas eran sigilosas y siempre aprovechando la noche para
evitar encontrarse con alguien. Nosotros nunca conseguimos verlo a pesar de
nuestras largas horas de guardia. Lo que
si vimos alguna vez fue un carro que, suponemos, llevaría provisiones. Ese era
todo el movimiento que había en la casa. Se rumoreaba que el hombre vivía en la
más completa soledad. Su única compañía era una vieja sirvienta, a quien no
vimos nunca.
Pero yo, terco como
una mula, porfiaba con mis amigos; por mucho que dijeran los demás que sí, que
en alguna rara ocasión habían visto al inquilino, no lo creía. En las casas
vive gente, gente que entra y sale. Era imposible que allí viviese nadie, al
menos, nadie humano.
Así estuvimos todo
el año; en verano, escondidos en nuestra madriguera particular, en invierno
añorando nuestras tardes junto al río. Sin darnos cuenta, llegó la primavera y
con ella nuestros cumpleaños. Ya teníamos diez años, el atrevimiento y el amor
por lo desconocido aumentó de forma directamente proporcional a la edad.
En cuanto el tiempo
fue mejorando y las tardes se fueron haciendo más largas y calurosas, volvimos
a nuestras rutinarias guardias, pero eso ya no nos satisfacía tanto.
Necesitábamos emociones más fuertes y nos propusimos un reto. Ese verano entraríamos
en la casona. Teníamos que dar ese paso, nuestra silenciosa vigilancia ya no
tenía sentido. Habíamos dejado de ser niños —o eso era lo que pensábamos— y los
hombres tienen que emprender acciones arriesgadas.
Al caer la noche los
tres salimos sigilosos de nuestras casas, aunque ya habíamos pasado la fase más
tierna de la infancia, éramos conscientes de que si nos pillaban nuestros
padres la tunda de azotes sería monumental.
En silencio nos
dirigimos al caserón, cada paso aumentaba nuestro temor y nuestra angustia,
aunque ninguno lo hubiese reconocido ni sometidos a la mayor de las torturas.
Con el corazón
encogido y el estómago en la garganta atravesamos el descuidado jardín, que más
parecía el bosque de los horrores que otra cosa. Lentamente y procurando no
hacer ningún ruido llegamos a la puerta de la casa.
Yo llevaba la
pequeña navaja que me había regalado mi padre por mi cumpleaños. Aventuraba que
estando la casa en estado tan ruinoso, la cerradura estaría tan erosionada que
aquel pequeño utensilio sería suficiente para abrir la puerta, y así fue. Con
un simple chasquido la cerradura cedió. Como tres vulgares ladronzuelos
penetramos sigilosamente en la oscura y tétrica vivienda.
El aspecto interior no
frustró nuestras expectativas. Las paredes negras encerraban muebles cubiertos
de polvo y mal cuidados.
A pesar de que
caminábamos con cuidado y de puntillas para no hacer ningún ruido, no pudimos
evitar que nuestros pies produjesen leves crujidos al rozar la seca madera del
suelo. Aquellos sonidos nos encrespaban todos los pelos del cuerpo y nos ponían
la piel de gallina; pero que nuestra piel se asemejase a la de dicho animalito,
no nos daba licencia para convertirnos en aquel plumífero y cobarde —al menos
según el dicho popular— animal.
Despacio dejamos esa
estancia que parecía el salón de una mansión embrujada y nos adentramos en un
pasillo aún más oscuro; menos mal que habíamos sido previsores y nos habíamos
llevado algunas velas.
El pasillo nos dio
la entrada a una estancia más grande y en apariencia vacía. Lo que vi a la luz
lánguida y titilante de la vela me congeló la sangre. Mi corazón pugnaba por
salir atravesando las hinchadas venas de mi flacucho cuello y un grito
espeluznante y sobrehumano salió de mi garganta. Mis amigos, seguramente por
inercia, puesto que ellos aún no habían entrado en la habitación y no habían
podido ver aquel horror, gritaron también y corrieron junto a mí.
Los tres,
temblorosos y aterrorizados, contemplamos bajo la luz amarillenta de nuestras
candelas la escena más horripilante que habíamos imaginado nunca. ¿Monstruos?
¿Fantasmas? Nos habíamos quedado cortos. Lo que vieron nuestros ojos superaba
todas nuestras espectativas. Los tres, boquiabiertos, tuvimos la certeza en
aquel momento que siempre habíamos tenido razón, en efecto, aquella casa estaba
embrujada. No había otra manera de explicar el horror que estábamos mirando sin
atrevernos a mover ni un solo dedo. Un monstruo horrible, enorme, con melenas
desgreñadas y ojos saltones e inyectados en sangre, nos miraba perversamente.
Pero lo peor es que aquel ser pavoroso estaba devorando la cabeza de un niño.
Pero hay no terminó
la cosa. La sorpresa y el susto siguió en aumentó, juro que me meé encima,
cuando noté que una mano se posaba en mi hombro.
Me giré y vi el
rostro demacrado de un anciano. A pesar de las entradas prominentes de su
frente lucía una melena canosa y mal cuidada. Sus ojos, de mirada severa y
furiosa, se clavaron en nosotros como cuchillos.
— ¿Qué hacéis aquí
mocosos impertinentes? ¿No os han dicho vuestros padres que no está bien entrar
en casas ajenas? ¿Pretendíais robarme, ladronzuelos despreciables?
— No, no se-se-ñor,
no-no-sotros solo que-que-ríamos ver-verla por dentro —dijo Luisillo
tartamudeando y apenas sin voz.
— ¡Habla más fuerte
chico! Soy sordo y no puedo oírte —tronó la voz del anciano.
— Solo queríamos ver
la casa, hace mucho tiempo que teníamos curiosidad —dije yo, elevando el tono
todo lo que pude.
— ¿Curiosidad dices?
Curiosidad por esta ruina, esta casa es la sombra de lo que fue, igual que yo.
Desde la guerra ya nada fue igual, ni mi casa, ni mi vida, ni mis cuadros.
Diciendo esto se
colocó en medio de la sala y la recorrió con un candelabro de ocho brazos que
daba mucha más luz que nuestras pequeñas velas. Lo que vimos nos dejó espantados,
las paredes estaban cubiertas de pinturas. Pinturas de fondo negro con
monstruos y brujas. Un montón de caras deformes nos contemplaban y parecían
querer salirse del tabique para
engullirnos.
— Esos son los
efectos de la guerra, los desastres que trajo, la miseria, la penuria, la
muerte y la traición. Bestias destripadas en plena calle, hombres y mujeres
muriendo desangrados, niños pereciendo de hambre. Mis ojos han visto todas esas
cosas y desde entonces no soy el mismo. Atrás quedaron las escenas agradables
de romerías, toros y fiestas. Los tapices para palacios. Los retratos de la
nobleza. Todo ilusiones de un pueblo inocente y despreocupado que desconocía lo
que se le venía encima. Ahora solo pinto esto, basura y podredumbre; la mugre
en la que, sólo nosotros, somos capaces de convertir al mundo.
Adiviné que hablaba
de la guerra con los franceses. Algunas de esas historias me eran conocidas. El
hermano mayor de mi madre participó en la batalla de Bailén, y mi padre luchó
junto a Daoiz y Velarde en el Cuartel de la Montaña. En realidad, a todos los
niños de mi generación estos relatos nos eran familiares, era muy raro que
nadie tuviese algún familiar que no hubiera luchado contra los invasores. Pero
por mucho que nuestras familias nos hablasen de lo ocurrido nada se asemejaba a
lo que aquel hombre tenía allí decorando sus paredes.
— Mis padres dicen
que fue terrible —dije ya más tranquilo.
— Sí, muchacho, fue
terrible, una carnicería. Y me culpo cada día. Yo era partidario de Napoleón,
le admiraba, al igual que tantos y tantos otros de mi generación. No me gustaba nuestra
monarquía ni como tenían sumido al pueblo en la miseria y la ignorancia. Pensé,
tonto de mí, que los franceses nos traerían las ideas ilustradas y la libertad
que nuestro absolutismo nos negaba. Pero no a costa de tanto horror. No a costa
de tanta muerte y tanta sangre derramada. Sólo me consuela saber que mi querida
niña, mi pobre Cayetana, muerta en la plenitud de su vida, no vivió lo
suficiente para contemplar tanto desastre. Su naturaleza alegre y delicada no
le hubiese permitido ver tanto sufrimiento. ¡Iros! ¡Iros ya y dejadme
tranquilo! Esta maldita sordera me está matando lentamente.
Estaba claro que el
hombre comenzaba a tener un brote de delirio, no podía ser de otra manera,
aquellas pinturas sólo las podía realizar un loco. El temor volvió a invadirnos
y salimos corriendo de allí.
Más tarde, ya
tranquilo en mi cama, el miedo se fue pasando y la tranquilidad dio paso a la
pena. En aquel momento sentí una ternura inmensa por aquel viejo sordo,
solitario y hostil. Nuestra pequeña aventura me hizo comprender, antes de
tiempo, que nadie es lo que quiere ser en la vida; más bien son las
circunstancias las que hacen a las personas, lo que vives, lo que ves. Con el
paso de los años, la piedad dio paso a la admiración y de ahí al orgullo. El
orgullo de saber que mis pies habían pisado la Quinta del Sordo, que mis ojos
habían podido contemplar “in situ” un trabajo extraordinario. En la necedad de
la infancia, sin yo saberlo, había podido compartir unos momentos de mi vida
con uno de los personajes más notables que ha dado nuestro país. Un hombre que,
a pesar de la enfermedad, de su triste destierro y de todas las grandezas y miserias que vivió, no perdió nunca la
genialidad de los grandes.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario