¡Rey don Sancho, rey don Sancho!, no digas que no te aviso,
que de dentro de Zamora un alevoso ha salido;
llámase Vellido Dolfos, hijo de Dolfos Vellido,
cuatro traiciones ha hecho, y con esta serán cinco.
Si gran traidor fue el padre, mayor traidor es el hijo.
Gritos dan en el real: —¡A don Sancho han mal herido!
Muerto le ha Vellido Dolfos, ¡gran traición ha cometido!
Desque le tuviera muerto, metiose por un postigo,
por las calle de Zamora va dando voces y gritos:
—Tiempo era, doña Urraca, de cumplir lo prometido.
ROMANCERO POPULAR
I
No hay nada más
cruel que saber cuando nos va a visitar la muerte, y yo lo sabía. Sabía desde
hacía tiempo que mis actos me iban a llevar a ella, pero conocer desde hacía
horas que era ya un hecho inminente, era sangrante. Mis
carceleros me lo habían
comunicado entre risotadas, y lo peor es que se regodeaban de la forma elegida;
mis extremidades serían atadas a cuatro caballos y así, en vivo, y sin ninguna
piedad sufriría la muerte más brutal que
se podía infligir a un ser humano. Pero quién era yo para pedir piedad
cuando nunca la tuve.
Para ser realmente
sincero, sí, en una ocasión sentí piedad, o al menos algo parecido. Fue cuando,
Urraca, mi reina y señora, me llamó a su presencia:
— Siete meses Vellido,
siete meses de suplicio y penurias, mis súbitos perecen de hambre y de sed y no
puedo hacer nada. ¡Mal haya la hora en que le reclamé a mi padre la herencia!
— Señora no debéis
renegar nunca de lo que por nacimiento os corresponde.
— No, Vellido, precisamente
por ser mujer no tenía derecho a nada; fui yo quien le reclamé mi legado, en su
lecho de muerte tuve el valor necesario para exigirle mi parte y la de mi
hermana. El mismo valor que ahora empieza a fallarme cada vez que veo las
necesidades que están pasando mis leales zamoranos.
Urraca en ese
momento rompió a llorar desconsoladamente, era la primera vez en mucho tiempo
que veía a esta mujer valiente derramar lágrimas, un impulso irrefrenable de
lástima y compasión laceró mi pecho y no pude evitar aproximarme de un salto
hacia aquella dama indefensa y tomarla en mis brazos. Dios sabe que no había
maldad en aquel ademán, en ella no veía la mujer, veía a un ser desvalido; un
ser que había sufrido ya demasiados golpes en la vida. Una señora inteligente
que era tan válida para gobernar como cualquier varón y lo hacía mejor que el
mal nacido de su hermano Sancho, el hombre despreciable que nos tenía sitiados,
que no había tenido ningún pudor en asentar su ejército a las puertas del reino
de su hermana y pasar sobre la voluntad de su padre difunto.
El movimiento de los
cortinajes y el sonido de unas faldas rozando el suelo me hizo reaccionar y
apartar los brazos del cuerpo de mi señora. Alguien nos había sorprendido, y
muchos lenguaraces de esos que ven las cosas que no son, malinterpretarían este
gesto, el más puro y sincero de toda mi vida; de hecho ya me habían llegado
algunos rumores maledicentes sobre la confianza que me tenía la reina.
Algo oscuro se
removió en mis entrañas que sustituyó de inmediato ese sentimiento tan humano
de piedad ante alguien desvalido. Esta situación desastrosa en la que estábamos
inmersos era culpa de un bellaco ambicioso, cuyas cualidades poco tenía que ver
con las conductas que se nos suponían a la gente de armas y por ende a los
soberanos: valor, lealtad, justicia, defensa a los desfavorecidos y a las
doncellas en apuros; todo eso que escuchábamos atentamente desde niños a los
juglares y trovadores. Esas eran las legítimas virtudes que propugnaba la
caballería, pero… cuantas tropelías han visto mis ojos: campesinos desalojados
de sus miserables casas, doncellas deshonradas y tomadas como botín de guerra,
muchachos obligados a dejar a sus familias y a enrolarse en batallas que poco
les importaban y así… tantas y tantas injusticias en nombre de un rey o una
insignia. No, lamentablemente, Sancho no es Arturo, ni Castilla, ni León, ni
Galicia son la isla de Avalon, ni ninguno de los caballeros que apoyamos a unos
u otros somos ni Roland, ni Lancelot, ni Galahad… Nosotros no empleamos
nuestras vidas en buscar el Santo Grial, ni reliquias divinas. Nosotros sólo
nos dedicamos a pisotear a los demás para hacernos con sus tierras, llevándonos
por delante todo aquello que nos estorba, incluidos los pobres habitantes de
esos lugares que no pidieron nacer allí.
La ira que invadió
todo mi cuerpo y, lo que es peor, mi alma se concentró en una sola persona,
Sancho, Sancho el egoísta, Sancho el envidioso, Sancho el mentiroso; quien no
tuvo ningún decoro en engañar y perseguir a su hermano García para quitarle Galicia, Sancho el que no tuvo vergüenza alguna en robar Toro a su hermana
Elvira, Sancho; quien no cesaba de jugar con su hermano Alfonso para despojarlo su reino y a quien hizo huir y refugiarse en Toledo, bajo el manto protector
del rey moro Mamur, para evadirse de una muerte segura, Sancho el cobarde; ese
que no tuvo el mismo coraje de una mujer, ni las agallas suficientes para
enfrentarse a su padre en vida y reclamar lo que el creía le pertenecía por
derecho de primogenitura.
Este rey insaciable y
cruel no tenía medida, quería más y más, nada era demasiado para él, el muy
entrometido tampoco pudo dejar en paz un pedazo de tierra situado a orillas del
Duero. ¿Cómo podía ser justo un rey que anteponía sus aspiraciones a los deseos
de quienes pretendía hacer sus súbditos, y por lo tanto, debía proteger?
Ese día hice un
juramento, un juramento en voz tan queda que dudo mucho que la propia Urraca,
pese estar separados por una fina cortina de aire, pudiese escucharme.
II
— ¡Señor! ¡Señor!
—uno de los cabos que hacían guardia en el campamento se acercaba corriendo a
su superior. Rodrigo Díaz, el llamado de Vivar, miró al muchacho de arriba a
abajo. No le gustaba que la gente que estaba bajo su mando alborotase de esa
manera sin tener razón alguna. Y en aquel momento no había motivos. La ciudad
aún no se había despertado del letargo nocturno, todo estaba tranquilo y no se
veían señales de ningún enemigo ni interior, ni exterior.
— Tranquilo muchacho, tengo advertido a todos que los gritos hay que
darlos en el momento oportuno. No hay que alertar sin causa justificada.
— Señor es que hay un caballero en la puerta del campamento, viene de
la ciudad, y dice que quiere hablar con el rey —dijo el muchacho con voz
entrecortada debido más a la emoción que a la agitación de su carrera.
— Como si cualquier desharrapado pudiera llegar hasta él, nadie puede
verle, el propio rey es quien decide a quien, como y cuando quiere recibir. Es
mucha pretensión acercarse a Sancho y más cuando sale de la ciudad que se ha
rebelado a su autoridad. Incluso dudo mucho que en este momento, y tras tantos
meses de tozudez, quisiera recibir a su hermana.
— Este hombre viene en son de paz, por lo que nos ha relatado es un
renegado, un desertor, precisamente porque está harto de esta situación. Este
hombre no es zamorano, viene de Galicia, a él ni le va ni le viene este
encontronazo entre hermanos y herencias; es tan solo un viajero a quien este
momento le ha pillado en el lado equivocado.
— Don Sancho aún duerme, y no voy a molestarlo por un visitante tan
inoportuno. Cuando despierte le pondré al tanto de la situación y que él
decida. Mientras tanto mantenedme al caballero vigilado, no le dejéis solo ni
un momento y sonsacadle todo lo que podáis.
Rodrigo cejijunto y con gesto de profunda cavilación dio media vuelta
y se encaminó hacia la tienda real. El primer desertor de Zamora; habían tenido
que pasar siete largos meses para que el primer traidor apareciese en el
campamento. Eso era algo inaudito, claro que tenían que tener en cuenta que
este hombre era forastero en Zamora y simplemente estaba de paso… el hombre de
confianza del monarca leonés, cuya lealtad a Sancho llegaba a un grado casi
enfermizo, esperó pacientemente a que su señor despertase del sueño.
***
— Mi señor, hay novedades, esta madrugada ha llegado al campamento un
hombre procedente de Zamora.
— ¿Cómo es eso, Rodrigo? Yo creía que mi hermana estaba rodeada de
leales. Recuerda lo que te digo, así irán cayendo uno a uno, el hambre es más
fuerte que la honestidad.
— Al parecer este hombre es un viajero, tan solo estaba de paso en la
ciudad, esto no va con él, no es su guerra. No obstante he pedido a mis hombres
que vigilen todos sus movimientos.
— Bien Rodrigo, toda prudencia es poca y más ahora que estamos tan
cerca de conseguir los objetivos. Con García fuera de juego y Alfonso
lamiéndole el trasero a Mamur solo falta vencer la terquedad de Urraca. Es la
única forma de reparar el error de un viejo senil que se dejó ablandar a la
hora de la muerte. Mi padre jamás debió ceder a las pretensiones de mis
hermanos, sobre todo a las de la necia de mi hermana, fue un error partir el
reino, dividir es perder. La única forma de expulsar a los invasores musulmanes
es la unidad.
Cada vez que Sancho hablaba, Rodrigo no podía evitar admirar a aquel hombre enérgico, y cada vez estaba más
convencido que el único monarca que podía llevar al triunfo a los reinos
cristianos era Sancho, el más fuerte, el más decidido y el más belicoso de
todos los hijos de Fernando I. En aquellos momentos, y de guerrero a guerrero,
Rodrigo volvía a ver no a su rey, sino al compañero de juegos de su niñez.
III
No fue tan fácil convencer a Sancho, pero menos lo fue convencer a su
sombra; ese tal Rodrigo al que llamaban el de Vivar. Ese hombre que no se
despegaba de su rey ni de día ni de noche.
Me armé de paciencia y seguí perseverante, Sancho era listo y
desconfiado, pero tenía una gran debilidad, su vanidad; estaba tan acostumbrado
a que todo aquel que le rodeaba no le pusiese trabas que no concebía que
cualquiera que le regalase los oídos no fuese sincero. Él y sólo él estaba en
posesión de la verdad, además según le fui conociendo me convencí de que se creía
su propia realidad.
Quería ganar a toda costa y estaba siempre presto a escuchar cualquier
sugerencia que le llevase a la victoria. Poco a poco me gané su confianza hasta
el punto que, pese a los impedimentos que ponía el de Vivar, Sancho accedía a
dar pequeños paseos en solitario conmigo mientras escuchaba mis penurias en
aquella ciudad ingrata de Zamora que tan mal me había tratado.
Yo conocía una pequeña puerta, lo suficientemente discreta y escondida
en la muralla que daba acceso a la ciudad, cubierta de maleza la convertía en
el lugar idóneo para que los soldados de Sancho pudiesen acceder al interior de
Zamora aprovechando el silencio y la oscuridad de la noche sería muy fácil
sorprender a una población dormida y debilitada por la falta de comida.
Esa idea entró rápidamente en la cabeza del monarca, tan bien supe
estimular su curiosidad, que él mismo fue quien me propuso acompañarme en
solitario para conocer la situación de ese sitio privilegiado que por fin,
rompería el cerco y le daría lo que pretendía.
Aproveché el momento y la soledad del lugar, la fortuna me sonrió en
todos los sentidos, el Rey Sancho tuvo una necesidad, bajó del caballo y era tanta su confianza que me dejó en
custodia su daga, no habría otra oportunidad, con toda la saña que pude
acumular le clavé su propia arma. Rodrigo, que a pesar de la distancia
contempló la escena montó raudo a su caballo y comenzó la persecución, pero yo
estaba cerca de la puerta y me refugié en la ciudad. Zamora me abrió los
brazos. A los pocos días el rey murió de la herida y los soldados, ya sin la
cabeza visible de su líder, levantaron el asedio. Al fin los zamoranos eran
libres y Urraca podría respirar tranquila. Su hermano más querido, Alfonso,
tenía el camino despejado hacía el trono de los reinos de la península.
Esta situación hizo sospechar al desconsolado Rodrigo de que todo
había sido una maquinación de Urraca y Alfonso para asesinar a su señor, y no
se le ocurrió nada más que hacer jurar en la iglesia de Santa Gadea en Burgos,
a quien se iba a convertir en su nuevo monarca, que no había participado en la
muerte de su hermano.
¿Y que fue de mí? Pues no sé si aquella acción humillante para Alfonso
precipitó mi final, en el fondo yo no hice más que favorecerle; sin mí
voluntaria intervención no habría llegado a ser el rey de León y de Castilla,
pero un soberano no puede reconocer este tipo de favores —ni siquiera en
privado— tenía que dar la cara ante los soldados de su hermano; es la doble
cara de la moneda, la honra y la moral tiene que esconder la tranquilidad y la
sensación de haber triunfado pese a que este triunfo se lo debiese a algo tan
ilícito como un asesinato, aunque estos últimos sentimientos fuesen más fuertes
que los primeros. Ya he dicho que los valores tradicionales de la nobleza que
cantaban los juglares de corte en corte, eran sólo eso, cuentos y leyendas de
un pasado lejano e ilusorio. La realidad era otra muy distinta.
Yo cumplí mi promesa y Alfonso también, sentí los pasos de los
carceleros, ya venían a buscarme, tragué saliva y apreté los dientes,
intentando no sentir el escalofrío helado que recorría mi espalda. No tenía
ninguna duda que para los que me recordasen, si alguien me recordaba, sería
siempre un infame traidor, pero no moriría como un cobarde.
Mientras me ataban los brazos y piernas a los caballos para ser
descuartizado, pude ver los ojos de Alfonso, su mirada era dura y reflejaba un
odio como nunca había visto entre enemigos o rivales, pero mi sorpresa fue
mayúscula cuando vi que esa mirada no la dirigía hacia mí. Sorprendentemente,
iba dirigida a un caballero que, acompañado de un pequeño
séquito de fieles salía de Burgos. Iba completamente cubierto con su capa, su
cuerpo encorvado y su cabeza baja ocultando el rostro, no me dejaba ver de
quien se trataba, pero lo que si reconocí fue la noble figura de su caballo
Babieca. Muerte al traidor y destierro al leal… pero ¿Quién dijo que la vida
fuera justa y cambiar el rumbo de las cosas algo fácil?
FIN
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