Ernesto llegaba a su casa a las tres de la tarde, puntual como siempre, tras su dura jornada laboral. Bonita manera de llamar a esas siete horas que pasaba en un trabajo de mierda, con un sueldo de mierda, que sólo le proporcionaba seiscientos míseros euros al mes para vivir. El joven, a sus treinta y cuatro años recién cumplidos, se había convertido en esa nueva generación de lo que su madre llamaba con cariño “hijos pródigos”. Sí, esos hijos que tras haber vivido un tiempo en la bonanza, abandonaban la casa de sus padres para tener su propia casa, su vida, su pareja, lo que siempre se ha llamado formar una familia.
Pero a Ernesto de poco le sirvió su carrera de arquitectura, ni los años que había trabajado —muy bien por cierto— en aquella selecta empresa de diseños arquitectónicos; nada de lo anterior lo libró de caer en el pozo sin fondo de la situación actual. Las cosas iban mal, la crisis hacía mella en todos los sectores y de golpe y porrazo se vio sumido en la vorágine de los nuevos tiempos, es decir, a ser uno más de los que engrosaban las filas del INEM, en busca de un subsidio que, por supuesto, no le daba para afrontar la hipoteca de su ático en pleno centro de la ciudad. Una cosa llevó a la otra y Ernesto, como si de un mal sueño se tratase, se vio de repente fuera de su enorme cama de medidas especiales para volver a ocupar su vieja cama de adolescente de uno noventa. Eso también lo llevó a cambiar el abrazo nocturno de Conchi, su prometida, por el de Miko, su primer osito de peluche, ese trozo de tela ajado que su santa madre, doña Encarnación, se empeñaba en mantener como adorno sobre el edredón de su hijo.
De su edificio moderno, una torre de treinta pisos, situado en una de las amplias avenidas principales de su barrio residencial; y un mogollón de vecinos repartido en rellanos de cinco puertas cada uno, tan aséptico, tan cuidado, pero donde a pesar de vivir como en un gran panal, nadie conocía a nadie; ahora había vuelto a las calles estrechas de su niñez; al edificio donde se crío, un pequeño inmueble, de esas construcciones de finales del siglo XIX, con dos puertas en cada rellano, cuatro pisos y un patio interior. Ocho familias, ocho vecinos que con el paso del tiempo habían sido como una prolongación de la suya propia. Ernesto volvió a pararse en el rellano para hablar con la señora Juanita, la del primero, o con el señor Aniceto, el hombre que tenía un puestecillo de zapatero remendón en su misma calle, y que hacía años que vivía tranquilamente de su jubilación. Todos estaban ahí, todos menos doña Luisa, la pobre mujer, aquejada ya desde hacía años por el Parkinson, apenas podía valerse ya, así que sus hijos habían decido llevarla a un centro donde estuviese bien atendida: «Una pena hijo, una pena, una mujer siempre tan activa. Bueno, la verdad es que los hijos han hecho lo mejor, por lo menos estará atendida, aquí ya sólo era un peligro para si misma. Ahora son malos tiempos para vender, así que han decidido alquilar el piso hasta que las cosas cambien, y les está costando mucho trabajo, en fin, a ver que nos viene. Hemos estado siempre tan acostumbrados a vivir los mismos aquí, ya nos conocemos de toda la vida y ahora con este mundo tan agitado en el que no te puedes fiar de nadie». Le contó su madre.
Por eso, cuando aquella tarde de vuelta del trabajo vio un camión de mudanza frente a su portal, Ernesto en el fondo se alegró. Por fin alguien se mudaba. ¡Ojalá fuese alguien próximo a su edad!, no tenía nada en contra de sus vecinos de toda la vida, incluso les tenía mucho cariño, todos sin excepción habían sido como unos padres para él. Pero cuando se trasladaron a vivir allí, su madre era una joven viuda, el resto de los vecinos eran bastante más mayores y por ende sus hijos también, con lo cual Ernesto siempre se sintió como ese hermano pequeño que llega tarde al reparto, al que todos miman, sí, pero también vigilan. Además, sus nuevos vecinos serían los más cercanos, el piso libre era el 4º B, es decir, justo el que estaba enfrente del suyo, y a parte de los tres balcones que daban a la calle, tenían otras tres ventanas y un balcón en el patio interior por el que podían ver a sus vecinos casi de continuo.
Subió los escalones de dos en dos, y allí, en el rellano y hablando con los hombres de la mudanza, la vio por primera vez. Almudena sería su nueva vecina, una chica de su edad que vivía sola.
Desde aquel día Ernesto empezó a hacerse el encontradizo, le gustaba aquella chica, discreta y algo tímida. No es que fuese un bellezón, pero tenía algo; a Ernesto, acostumbrado a las poses, a la moda de vestir, a los maquillajes y peinados a la última de todas las mujeres que habían pasado por su vida, desde sus excompañeras de trabajo hasta su exnovia; el estilo sencillo de aquella mujer le sorbió el seso. Almudena nunca iba maquillada, su forma de vestir era sencilla, se limitaba a vaqueros, camisetas y playeros, y su melena siempre suelta al viento. En aquellos meses Ernesto sólo la vio un día más arreglada de lo normal, un traje de chaqueta sobrio pero elegante, y el pelo recogido en un moño alto, con un ligero maquillaje que casi ni se notaba: «La verdad es que estoy incomodísima, no me gusta nada maquillarme, lo odio, sólo lo hago por obligación, pero bueno, ¿que diría mi hermana si me presento a la comunión de su única hija en vaqueros y playeros?». Le dijo ella con una tímida sonrisa cuando Ernesto se le cruzó en la escalera y soltó un prolongado silbido de admiración.
Almudena trabajaba en el turno de noche de una empresa de telefonía como operadora; así que su horario era siempre invariable, salía de casa alrededor de las siete de la tarde y volvía a las siete de la mañana, dormía hasta la una o las dos y luego se ocupaba de arreglar su casa, prepararse la comida para el día siguiente, ir a la compra, etc. Nunca llevaba amistades a su casa, ni en ese tiempo vieron nunca a esa hermana, cuya niña, había hecho la comunión.
— Hijo, estoy contentísima con esta chica, yo que tenía miedo pensando en quien nos podía venir, pero fueron temores infundados, es una joya esta muchacha; siempre tan discreta, tan educada tan… hijo mío, ¿te gusta, verdad?
— ¡Mamá, por favor! Es sólo una vecina, casi ni nos conocemos, lo poco que coincidimos en el rellano o en las escaleras.
— Sí, sí, y por eso no te veo que estás pendiente de las ventanas contemplando lo que hace, pero si te estás comportando igual que cuando eras un crío y te pillaba espiando tras las cortinas a la hija de doña Luisa, y eso que era mucho más mayor que tú. Hijo, no me tomes por tonta, las madres sabemos mucho más de lo que nos decís, para eso os hemos parido, sólo nos podéis mentir cuando nosotras queremos dejarnos engañar.
— ¡Bueno sí, me gusta bastante! Pero tampoco quiero hacerme muchas ilusiones, todavía me acuerdo de Conchi y quiero darme un poco de tiempo. Pero tengo que reconocer que Almudena es tan diferente.
— Pues no esperes demasiado hijo, estas chicas son escasas hoy en día. Tú espera y verás como llega otro listo y se la lleva. Por mucho que alardeéis los hombres de hoy en día que os gustan más liberales y menos… ¿cómo decís vosotros?, ¿estrechas? Te digo yo que a este pedazo de joya cualquier espabilado te la quita como hagas el tonto. Hijo, no sé como puedes seguir acordándote de esa arpía que en cuanto te vio en la estacada te dejó tirado. Nunca me gustó esa chica para ti, pero claro, las madres tenemos que oír, ver, callar y sufrir en silencio.
— Bueno mamá, cambiemos de tema, no me gusta hablar de Conchi —dijo Ernesto cortante— lo pasado, pasado está. Tienes razón, creo que podría intentar invitarla un día a salir, no sé al cine, o a tomar una copa. Lo malo es su turno de trabajo, la pobre me dijo que incluso trabaja sus días libres para ganar más dinero, la verdad es que con esta porquería de sueldos que nos dan no se puede vivir.
— Pues la invitas un domingo a comer y luego la acompañas al trabajo. ¡Hijo por Dios, tan listos que sois y hay que deciros todo! —Ernesto sonrió, le gustaba su madre en plan Celestina-casamentera.
Al domingo siguiente fueron a comer a las afueras, a un quiosco restaurante junto al lago. El día era precioso y a través de la cristalera del salón se veía una maravillosa panorámica de la ciudad. Tras una estupenda comida, estuvieron paseando, charlando y riendo. Almudena era una chica divertida y se notaba que tenía estudios o, al menos, clase. Cuando llegaba la hora de incorporarse al trabajo Ernesto se prestó amablemente a llevarla.
— No, mejor pasamos antes por casa y recojo mi coche, no me gusta dar tres cuartos al pregonero en el trabajo, ya sabes lo cotillas que pueden ser las compañeras, además necesitaré el coche para luego cuando salga.
— Por eso no te preocupes mujer, mañana voy yo a recogerte, tengo el día libre, me lo debían de las vacaciones.
— No, no, prefiero ir yo por mis medios, Ernesto. No te preocupes —dijo la joven azorada.
El muchacho no volvió a insistir pero aquella negativa le asombró. Volvieron a casa y ella tomó su coche. Un impuso irresistible hizo que Ernesto cogiera el suyo y la siguiera, no quería espiarla, no era eso, pero aún no había encajado bien aquella negativa.
A medida que se alejaban de la ciudad, Ernesto se iba asombrando más, habían pasado ya muchos polígonos industriales y en ninguno se habían parado pero, ¿dónde trabajaba aquella mujer? De pronto vio que el pequeño Smart de Almudena se metía por un desvío de una carretera secundaria, y a unos pocos metros, en un descampado, paró junto a un edificio de dos plantas iluminado por fuertes luces intermitentes de neón.
Almudena salió del auto y entró en el peculiar edificio. Ernesto optó por esperar un poco y aparcó junto a donde había aparcado ella. Había bastantes coches allí, pero el espacio era amplio y aún quedaban muchos lugares libres.
El joven penetró en la estancia mientras un sudor frío le mojaba la frente, aquello no le gustaba y no era tan lerdo como para no sospechar lo que era. El interior le dio la razón, ese lugar era un tugurio medio en tinieblas. Sólo había dos lugares más alumbrados; la barra del bar y una especie de escenario, aunque las luces no eran directas. En el resto del salón había mesas y sillas mal repartidas y peor iluminadas. En el escenario unas barras como las que usan los bomberos esperaban el comienzo del espectáculo. Ernesto se acercó a la barra y pidió una cerveza.
Una música sensual y envolvente comenzó a sonar y tras unas cortinas aparecieron cinco chicas, al ritmo de la música se fueron quitando la poca ropa que llevaban hasta que sólo se quedaron con un mini tanga de lentejuelas doradas que cubría lo más imprescindible, mientras las mujeres, como contorsionistas sin huesos adoptaban las posturas más difíciles agarradas a esas barras. Aquellos movimientos, como no podía ser de otra forma, excitaron sobre manera a aquella panda de clientes salidos y babosos, que sin miramientos saltaron de sus sillas, abandonaron la barra y se lanzaron, cual fieras rabiosas al escenario, manoseando a las chicas e introduciendo billetes en sus diminutos tangas.
Ernesto llevado por una inercia extraña se aproximó también al escenario, sorteando y empujando a varios individuos de aquella jauría hambrienta de carne humana. Al final, consiguió ponerse muy cerca a sólo dos filas. Allí comprobó lo que más o menos ya intuía. En el escenario y a pesar de los kilos de maquillaje que cubría su rostro, reconoció en una de aquellas stripper a Almudena.
Ella ni se dio cuenta, agarrada a su correspondiente barra se dejaba manosear como sus otras cuatro compañeras. Ernesto retrocedió, el estómago le escocía, no sabía si había sido producto del asco, la pena o el desengaño. Sus pies que parecían pesar quintales le llevaron a una de las mesas más alejadas del salón, y allí en la oscuridad rumió uno de los momentos más amargos de su vida.
Un hombre gordo y con aspecto sucio se acercó.
— Veo que eres nuevo aquí, no querrás perderte lo mejor, ¿verdad? Esto es sólo el entremés, el plato fuerte viene luego. Arriba hay habitaciones, ¿sabes? Mira, te hago este favor por ser novato, uno tiene que cuidar a sus futuros clientes, si me dices ahora cual de las chicas te gusta más, te la reservo para el primer turno.
Ernesto miró al hombre con repugnancia, pero se repuso inmediatamente.
— Me gusta la segunda de la izquierda, la del pelo castaño, la más bajita. ¿Cuánto me costará?
— Uhmmm veo que tienes buen gusto ja,ja,ja. Sí, “La Telefonista” les gusta a todos. No sé que le ven, deben ser esos aires de mosquita muerta. Aquí le pusimos ese mote porque siempre viene sin maquillar de casa y no veas que pintas tiene de estar todo el día cogiendo teléfonos je,je,je… Pero si ni bebe ni fuma.
— Al grano, dime lo que me costará, a mí las intimidades de tus chicas no me interesa lo más mínimo —cortó bruscamente Ernesto.
— Cien euros la hora.
— Ya puede ser buena —sopló el joven.
— Mis chicas son las mejores, yo les trato bien, les doy independencia a mí con que me cumplan aquí, luego cada una que viva su vida como quiera. ¡Ah! Y jamás les he tocado un pelo de la ropa ¿eh? No como otros colegas que las apalean como quieren. Y encima, nene, otro aliciente; todas son producto nacional.
Ernesto haciendo oídos sordos le tendió al hombre dos billetes de cincuenta euros. El gordo a su vez le dio una llave cuyo llavero era una chapa dorada medio roñosa con el número cinco grabado en ella.
— El espectáculo terminará en quince minutos, si quieres puedes ir subiendo y poniéndote cómodo, en cuanto termine, te mando a “La Telefonista”.
Ernesto entró en la habitación, un habitáculo muy parecido a las habitaciones de los moteles de carretera, él había conocido alguno, no por esto, sino por sus antiguos y numerosos viajes de empresa. Al menos, ese tugurio tenía un baño individual. El chirrido de la puerta al abrirse le sacó de sus meditaciones.
Una Almudena desconocida, cubierta por la escasa ropa con la que salió al escenario por primera vez y con la cara cubierta de pegotes de maquillaje le miró sorprendida.
— ¡Ernesto! ¿Qué haces aquí?
— Comprobar por mí mismo lo que eres. Cómo puedes engañar así, cómo puedes reírte de las personas que han llegado a tenerte cariño, mi madre, los vecinos, yo mismo. Yo que pensaba en ti como la luz que volvería a iluminar mi vida y rasgar de una vez por todas esta cortina negra que me rodea desde hace tiempo. —Ernesto quería ser duro, punzante, mordaz, pero no lograba conseguirlo, a pesar de todo, aquella mujer seguía inspirándole ternura.
— Yo no quise esto Ernesto, te lo juro, no quise vivir esta vida. Yo era una mujer como otra cualquiera, con sueños normales, pero un día ves lo más oscuro de la vida, ¿sabes lo que es verte sola, sin trabajo, sin nada? A mí me echaron de mi trabajo hace años, se me terminó el paro y me vi en la calle. Ni siquiera me quedó la satisfacción de poder ser una “hija pródiga” como tú, yo no tenía una madre o un padre que me acogiesen en su casa y me diesen cobijo y un plato de comida.
Ernesto intentó tragar el nudo que se le había formado en la garganta, mientras Almudena seguía hablando.
— Ves que se te cierra una puerta, y otra, y otra. Que primero te cortan la luz, luego el agua, y después por si no ha sido bastante con eso te embargan porque debes más de mil euros de comunidad. Y un día abres los ojos y ves que el único techo que tienes es el arco de un puente y la única pared que te cobija es la nada. Intenté buscar trabajo de lo que fuera, pero todo el mundo está mal, te cierran las puertas, ni siquiera pude encontrar nada para limpiar, y lo poco que encontré no me llegaba para vivir.
La mujer respiró hondo para ahogar las lágrimas que pugnaban por salir.
— ¿Crees que esto es agradable?, ¿crees que me gusta vivir así? Pero llega un punto en que tienes que elegir, es vivir, o morir. Sí, soy puta, ¿y qué? No hago mal a nadie, ¿tenía acaso que haberme dejado morir en un rincón oscuro de una calle?
— ¿Y tu hermana? —murmuró quedamente Ernesto.
— ¿Qué hermana? Yo no tengo ninguna hermana, toda mi vida está vacía y es tan falsa como esa Almudena que te forjaste en tu imaginación. No, a la comunión que fui fue a la de la hija de “La Patri”, una de mis compañeras.
— Yo te quiero, Almudena, deja esto ahora mismo, ya nos apañaremos. Yo soy un hombre liberal, a mí estas cosas no me importan, me importas tú y sólo tú. Sé como eres, durante estos meses te he estado viendo día a día, eres una buena persona y sé que te gustará más vivir una vida tranquila conmigo antes que continuar aquí —Ernesto no podía creer lo que estaba escuchando, se oía a sí mismo y no se reconocía. Era un hombre liberal y moderno, ¿pero tanto?
Almudena le miró profundamente, y sus ojos se entristecieron al ver la expresión de Ernesto.
— No, Ernesto, ni tú mismo te puedes creer lo que estás diciendo, tus palabras están diciendo una cosa y tus ojos otra. Mira, las mujeres que nos dedicamos a esto tenemos un sexto sentido, somos, si quieres, un poco psicólogas y sé que esto no funcionaría, no. Duraría un tiempo, un mes, dos meses; quizá y siendo generosos un año, pero algún día cuando se pasase la ilusión de los primeros momentos, esta imagen volvería a ti. Volverías a ver este antro, me volverías a ver rodeada de miradas lascivas y lo que es peor, echarías la cuenta de todos los hombres que han pasado por mi cama. No, Ernesto, sabes que eso no lo soportarías, y al final “La Telefonista” ocuparía el lugar de Almudena en tu corazón y eso nos haría un daño irreparable.
Ernesto bajó la mirada, sabía que en el fondo la mujer tenía razón.
— Por lo menos dime si realmente te llamas Almudena.
— Sí, Almudena es mi verdadero nombre, aunque nadie de aquí lo sepa.
Ernesto salió de la estancia dejando sola a Almudena que no pudo reprimir ya sus lágrimas. En el pasillo se encontró con el dueño de aquel garito.
— Ummm ¿No has cumplido ni la hora? ¿No te ha gustado la chica o es que eres de los rápidos? Pues aquí no devolvemos el dinero.
— ¡Váyase al diablo! Y por supuesto, métase ese dinero por el culo y que le aproveche —contestó Ernesto airado y de un fuerte empujón apartó al hombre del estrecho pasillo y salió corriendo de ese oscuro antro que, triste contradicción, había iluminado su conocimiento.
Almudena siguió siendo la misma chica discreta y formal del edificio, ningún vecino podría haberse creído que aquella mujer sencilla, educada y poco provocativa se transformaba de noche en algo muy distinto. Desde aquel día Ernesto y ella se evitaron, él dejó de espiar tras sus ventanas y ella procuraba salir cuando sabía que él no estaba en casa.
— Hijo, ¿qué ha pasado con Almudena? Desde que la invitaste a comer no habéis vuelto a quedar, y ya no te veo tan pendiente de ella.
— No pasa nada mamá, no encajamos, eso es todo. Pero no me arrepiento de haber seguido tu consejo, estas cosas hay que afrontarlas para bien o para mal y es mejor darse cuenta a tiempo, pero no te apures mamá, eso de quedar fue una buena idea.
— Bueno, bueno, hijo, cuando tú lo dices verdad será; aunque yo sigo pensando que es la chica perfecta para ti.
Así fueron pasando los días y a los dos meses de la fatídica cita, un camión de mudanza llegó a la Calle del Pez nº 5. En pocas horas todos los enseres de Almudena quedaron almacenados en aquel camión y ella se marchó con su pequeño Smart negro y plata tras ellos. Poco a poco el resto de los vecinos se fueron olvidando de Almudena, aquella simpática, educada y algo estrecha vecina del 4º B. Todos, menos Ernesto, que a partir de ese día volvió a contemplar y a espiar las ventanas del piso de enfrente, buscando entre la oscuridad la imagen cercana de Almudena.