El escenario era perfecto, las llamas de la chimenea crepitando alegremente iluminaban sutilmente, con su luz rojiza-anaranjada el salón revestido de troncos de madera de la cabaña junto al lago. Las llamas aportaban un calor natural y confortable en aquella noche de un febrero, aún muy invernal. Una piel de oso pardo les servía de asiento junto al fuego. El lugar que, con tanto amor, habían alquilado un mes antes era ideal.
Los exteriores de aquel nidito de amor eran también inmejorables, el bosquecillo que rodeaba el lago y aquella casa pintoresca, no demasiado lejos de un pequeño pueblo civilizado, pero lo suficientemente apartado como para darles la intimidad necesaria durante sus vacaciones; era el sueño perfecto de Daniela. La oscuridad que reinaba en el exterior le impedía contemplar el espectáculo que, sabía, le emocionaría al día siguiente; las cimas de las montañas lejanas cubiertas de blanca nieve les sonreirían y al amanecer les darían los buenos días mostrándolos uno de los más maravillosos cuadros naturales que, pocas veces, habían contemplado.
Daniela, acurrucada en los brazos de Brian, se desperezó. Tras haber hecho el amor durante mucho tiempo se había quedado ligeramente dormida en esa especie de sopor que cabalga entre la fina línea que divide la realidad del mundo de los sueños.
—Siempre había soñado con una luna de miel así. ¡A la mierda las playas caribeñas o cualquiera de las ciudades europeas, rancias y cargadas de romanticismo que tanto pretenden vendernos en las agencias de viajes! —murmuró la muchacha con voz ronca.
—Tienes razón cielito, ya sé que no es el momento más adecuado para hablar estos temas y me vas a tachar de oportunista y pesetero, pero nos hemos ahorrado una pasta que nos vendrá muy bien para terminar de decorar nuestra casa.
Daniela hizo un gracioso mohín poniendo morritos de niña mimada enfurruñada.
—En la vida pensé en el dinero ni en el ahorro, cariño. Es lo último en lo que habría pensado. Los urbanitas como nosotros rara vez podemos disfrutar de esta maravilla. Todo esto me hace soñar, recordar mi infancia; si cierro los ojos hasta me puedo imaginar que en cualquier momento por esa puerta puede entrar Daniel Boom.
— Daniela mi amor, tienes una imaginación portentosa, pero te adoro. Mientras lo que no aparezca por ahí sea un oso, te lo consiento todo amor mío.
Daniela y Brian se habían conocido un año antes. Ella trabajaba de recepcionista en una empresa de telecomunicación. Él era comerciante de materiales de fabricación de móviles. El primer día Brian acudió a hacer su trabajo, en días posteriores iba simplemente para ver a aquella morenaza de ojos negros, grandes y rasgados, que le atendía siempre de forma simpática. Los dos eran jóvenes y guapos, con ilusiones y proyectos que podrían compartir. Entre dos las cosas son más fáciles. Si nadie lo impedía se podrían comer el mundo. Ambos, convencidos de lo que hacían, no tardaron nada en formalizar su relación y por ende comenzar con los preparativos de su enlace.
—Cariño, tengo la boca un poco seca, ¿abrimos la botella de champagne? Creo que ya se habrá enfriado lo suficiente.
—Tus deseos son órdenes para mí —dijo Brian levantándose de un salto.
Al poco volvió a aparecer en el salón con dos copas de cristal fino y una cubitera con una botella de uno de los mejores espumosos franceses.
—Para que veas que no soy ningún tacaño mi vida, un Dom Perignon White Gold Jeroboam. Para mi princesa.
—¡Que pasada, no sabía que fueras millonario! Por nuestro amor, que sea siempre eterno. Daniela, prometo amarte siempre.
—No lo soy pero tú te mereces todo, mi amor. Por el mejor San Valentín de mi vida y por ti cariño —contestó Brian en un susurro, mientras Daniela miraba como hechizada las burbujas que subían desde el fondo de las copas.
En ese momento, una bola de pelo blanco saltó desde el otro rincón de la estancia. Diablesa, la caniche de Daniela, saltó sobre su ama haciendo que la copa escapara de sus manos.
—¡Pobrecita! ¿Te has asustado vidita? No te preocupes que mami está aquí.
—No fue buena idea traer a la perra cielo, te lo dije.
—No me seas gruñón cariño, no pasa nada, por lo menos hemos podido brindar.
—No tenía que haber sido tan impaciente, tenía tanta sed que no he podido evitar no esperarte y beber. La verdad es que no esperaba esa reacción de Diablesa. Voy a por otra copa y ahora mismo te sirvo, está delicioso.
A los pocos minutos un sonido procedente de la cocina alarmó a Daniela, algo se había caído con un golpe estrepitoso.
—¡Brian!, ¡cariño! ¿Estás bien? ¿Qué te has cargado esta vez? Eres un manazas, que lo sepas. ¡Brian! —La mujer se puso en pie y se encaminó a la cocina; el hombre no contestaba.
Daniela salió de la cocina; como una sonámbula se dirigió al teléfono. Tragó de forma repetida, respiró fuertemente llenando sus pulmones y marcó un número de emergencias. La voz le salió atropellada y titubeante, pero totalmente clara.
—¡Por favor, ayúdenme! Estoy en la cabaña del lago, creo que mi ma-marido acaba de sufrir un ataque al corazón ¡Vengan lo antes posible! —La muchacha colgó el auricular casi a ciegas y se desplomó en el suelo.
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—Sí, hombre, claro que lo recuerdo, pobre mujer, vaya viaje de novios, poco le duró el marido.
—Pues no sé si al final aquello no fue su suerte.
—¿Qué me dices, Larry? —preguntó Ben dirigiéndose a la mesa de su compañero.
—Lo que oyes, el fax que he recibido hace unos minutos es ni más ni menos que el análisis que hicieron en el laboratorio del poco líquido que quedó de la copa de la mujer, esa que nos encontramos rota junto a la chimenea.
—¿Y?
—Los del laboratorio han encontrado restos de cianuro. Además, los de la Interpol me han enviado un mensaje; este tipo tenía preparado un viaje en solitario a un paraíso fiscal y sin tratado de extradición con nuestro país. El individuo en cuestión tenía nacionalidad norteamericana, pero llevaba muchos años fuera del país, sus padres se fueron a vivir siendo niño a Sidney, había vuelto aquí hacía poco más de dos años. ¡Ah! Y por cierto, era viudo, se había casado hace cinco años con una chica australiana de buena familia, la pobre se ahogó durante la luna de miel, iban en un yate y perdió el equilibro cayendo por la borda; según la familia de la fallecida la chica no sabía nadar. Una tragedia, iban solos, Brian no pudo hacer nada, pero heredó una considerable fortuna.
—¿Estás sugiriendo que ese individuo pretendía asesinar a su esposa?
—Ben, ambos somos perros viejos y esto tiene tufillo a podrido.
—Pues esa pobre mujer puede agradecer estar con vida a un cúmulo de circunstancias fortuitas, la aparición del perro y sobre todo el ataque de su marido en el momento oportuno. A pesar de la poca cantidad de champagne que quedó, los niveles del veneno encontrados sin duda le hubiese matado, y el veneno no iría sólo a la copa.
—Tú lo has dicho Larry, y tan oportuno. Yo acabo de recibir la llamada de la compañía de seguros del par de tortolitos y si al principio no sospeché nada, ahora con lo que me acabas de contar ya dudo de todo. Pero darle más vueltas al asunto es absurdo, no se puede juzgar a un muerto, aunque este caso es extraño hay algo que se nos escapa —Ben siguió relatando a su compañero lo que le había dicho el agente de la compañía de seguros—. La pareja, meses antes de la boda, firmó un seguro de vida millonario, nombrándose mutuamente beneficiarios de sus pólizas. Ambos pasaron las pruebas médicas sin ningún problema, gozaban de una salud envidiable. Pero en fin, estas cosas pasan, un día estás bien y al otro… ¿no? —Ben paró en seco su discurso como si una voz interior le estuviese diciendo algo. Acababa de caer en la cuenta que esa pobrecita tenía que ser ahora la dueña de una considerable fortuna.
—Larry, la autopsia de este tipo no reveló nada raro ¿verdad, Larry?
—Efectivamente, nada de nada.
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En esos momentos, a muchos miles de kilómetros, una mujer rubia paseaba por una playa paradisíaca de las Bahamas. Un simpático perrito de lanas corría tras ella. Un hombre maduro recostado en una de las tumbonas, de porte aún espectacular, no le quitaba los ojos de encima.
La mujer se acercó a él.
—Perdone, su cara me resulta conocida.
—Puedo asegurar que yo no recuerdo haberla visto nunca, no podría olvidar nunca una belleza así. Y dudo mucho que me conozca jamás he salido en el celuloide, no soy conocido ni famoso —contestó el hombre galantemente y con una sonrisa en sus labios.
—Disculpe el error, es la primera vez que viajo sola y aunque viajar siempre es estimulante, al final la soledad siempre es aburrida se esté donde se esté.
— Me llamo Peter, ¿puedo invitarla a algo?
Peter se levantó y se dirigió al bar de la playa. Susan se sentó en la tumbona de al lado y acarició a la pequeña caniche que se sentó a sus pies; mientras, el iris de sus ojos cambió de color, convirtiendo su pupila azul en amarillo brillante. Debería darse prisa, ya sólo faltaban diez meses para el próximo San Valentín.