Carnaval, esos pocos días al año donde los humanos nos permitimos la licencia de fingir, abiertamente sin ningún tipo de disimulo lo que no somos. Como yo había comprobado en mi vida, todos fingimos de alguna manera; pero sin lugar a dudas, esa semana, lo hacemos sin ningún tipo de vergüenza ni de disimulo.
Un ligero temblor de emoción me recorrió la espalda, tras una ausencia de diecinueve años, allí estaba, viviendo los carnavales de mi querida y hermosa ciudad natal. Venecia es quizá el único rincón del mundo que conservaba fielmente sus orígenes. Dicen y con razón que los venecianos somos gente tranquila y misteriosa, así es sin duda. La propia morfología de esta ciudad-barco levantada sobre el agua, su clima húmedo envuelto en un halo de bruma grisácea que cubre sus estrechos y sinuosos callejones nos hace ser así.
Estas fiestas que en cualquier ciudad del orbe se transforma en alegría, juerga, bailes y cánticos callejeros aquí es todo lo contrarío. En Venecia los carnavales son como la propia ciudad, serenos, tranquilos, intimistas. La fiesta se vive en los salones de sus hermosos palacios. Ver pasar las góndolas con gente ataviada con sus lujosos y elegantes trajes, cubriendo sus rostros con esas máscaras artísticas es toda una satisfacción y un derroche visual. Aquí la alegría se suple con esa aureola de misterio envuelto en elegante lujo.
Entre vapores de excelentes vinos, y el ronroneo de las conversaciones me dejaba mecer en una satisfacción que pocas veces lograba alcanzar. De uno de los grupos más cercanos me llegó con total claridad una carcajada que heló mi sangre.
Lentamente giré sobre mi misma y mis ojos siguieron aquel sonido que me llevó directamente a un hombre alto y espigado que lucía un impecable disfraz de Otelo, el moro veneciano inmortalizado por Shakespeare. Me fui acercando a aquel grupo, donde todas las mujeres sin excepción miraban arrobadas a aquel ser que parecía hipnotizarlas a través de las hendiduras de su antifaz.
Por unos instantes nuestras miradas se cruzaron, y yo, levantando mi copa, le dirigí una de mis sonrisas más cautivadoras. Ese brillo peculiar que aparece en los ojos de los hombres cuando se encuentran ante una nueva presa me convenció de que no me sería difícil hacerle caer en mis redes. No en vano durante aquellos años me había convertido en una maestra del arte de la seducción. Durante aproximadamente dos horas le hice jugar a mi juego, lo más parecido al ratón y al gato, por momentos le atraía, luego me alejaba, el me perseguía. El baile fue mi aliado y disfruté aquellos instantes, sabía que poco a poco estaba ganando terreno, no hay nada que seduzca más a un hombre que una mujer misteriosa y más si esta se oculta tras una máscara. Era la noche perfecta.
Cuando ya le tuve completamente atrapado me acerqué a él, mis labios tropezaron con su oreja y le susurré tan sólo una palabra: “sígueme”.
En pocos minutos nos encontramos en la calle solitaria, agarrados del brazo cruzamos la Piazza San Marcos y nos perdimos por entre sus múltiples callejones plagados de puentes, las sombras y una pesada niebla debido a la humedad de los canales nos envolvían.
En uno de los solitarios puentes aquel hombre me tomó en sus brazos y tras besarme apasionadamente volvió a brotar de su garganta aquella peculiar risotada, que me dejaba paralizada. Sin dudarlo un instante saqué de entre los pliegues de mi capa un cuchillo de punta afilada que había robado del salón y se lo clavé con toda la fuerza de que fui capaz ahondándolo en su pecho.
El fuerte impulso de mi brazo, junto con el desmadejamiento que sufrieron sus miembros tras la agresión hicieron el resto, su cuerpo laxo cayó hacía las frías y oscuras aguas del canal. En la caída su antifaz se desprendió de su rostro y por unos minutos contemplé unos hermosos rasgos viriles a pesar de que aquel sujeto ya sobrepasaba con creces el medio siglo.
Mientras contemplaba su cuerpo hundiéndose en las negras aguas volví a recordar aquella funesta noche en que una niña asustada de apenas cinco años fue testigo tras una puerta cerrada del asesinato de sus padres. Después todo fue una nebulosa, orfanato, hogares de acogida -donde nunca fue bien recibida- La huida de su querida ciudad con apenas doce años, sus primeros años de miseria donde acabó vendiendo lo único que le quedaba, su cuerpo, por un plato de comida. El tiempo pasó y aquella niña se convirtió en una de las prostitutas mejor pagada de París. Pero jamás olvidó aquella risa maligna que escuchó tras los disparos, siempre la acompañó en sus más crueles pesadillas.
Arranqué mi antifaz y lo arrojé por el puente. Aquella noche Marlene Dubois abandonaba su existencia de eterno carnaval, una vez despojada de la peor de las caretas —la que cubría mi alma— para volver a convertirme en Carlota Luppi, la niña veneciana cuya vida me había arrebatado hace tantos años aquel desgraciado que ahora se hundía en la tenebrosidad de aquel canal veneciano.
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