“Faltar pudo a Scipión Roma opulenta,
Más a Roma Scipión faltar no pudo;
sea Blasón de su envidia que mi
escudo,
que del Mundo triunfó, cede a su
afrenta.”
(Francisco de Quevedo y Villegas)
***
El escenario estaba tranquilo, hasta el
viento que hacía pocos minutos soplaba con intensidad se había parado de
repente. Varios grupos de soldados descansaban mientras tomaban algunas
provisiones.
El paisaje estaba silencioso. El cielo ya se
iba tornando púrpura debido al crepúsculo. El lánguido sol anaranjado comenzaba
a retirarse lentamente y sus rayos se reflejaban en la arena. Una arena fina,
que durante el esplendor del día era de color amarillo dorado, y ahora adquiría
esa tonalidad naranja-rojiza tan propia de la
caída de la tarde.
Nada hacía sospechar que apenas unas horas
antes se había producido una de las más sangrientas batallas. Una de esas
batallas que cambian el rumbo de la humanidad. En el exterior de una de las
tiendas del campamento, la más grande, dos legionarios se apostaban a cada lado
de la entrada como si fueran dos estatuas vivas. Sus músculos tensos, sus
rostros serios, sus ojos que ni pestañeaban, contrastaban con la alegría y el
relajo del resto de sus compañeros. Y es que ambos sabían que la misión que les
habían encomendado era delicada, tenían que custodiar al prisionero. Nadie, a
excepción de su general, podía penetrar allí sin autorización.
Máximo, el más curtido de los guardianes,
contemplaba el panorama que le rodeaba. Pese a sus largos años de servicio, su
nariz no terminaba de acostumbrarse al olor acre de la sangre y la muerte. Sus
oídos seguían escuchando, como si se tratase de un martilleo infame y machacón
los alaridos de las víctimas inocentes. Ahora todo estaba en calma, los niños
ya no lloraban, los que no hubieran muerto ya, habrían sucumbido al cansancio y
al sueño. Ya no escuchaba la cantinela de los rezos de los ancianos y habían
cesado los juramentos y las maldiciones de los pocos soldados enemigos que
habían sobrevivido tras la dura contienda. Al fin, se habían acallado los
gritos y los sollozos de las mujeres ultrajadas. —“Menos mal, que un soldado
romano jamás violaría a niñas menores de doce años, ni a ninguna mujer a quien
no le hubiese visitado su sangre menstrual por primera vez; en esto su religión
y su disciplina militar era estricta” — Así trataba de consolarse el viejo
legionario.
Ahora los soldados romanos tras dar rienda
suelta a sus instintos sexuales y de rapiña —tan fuertes los unos como los
otros— descansaban y reponían fuerzas con la placidez y la satisfacción que da
la mas aplastante de las victorias.
Todo lo contrario que el grupo de los
vencidos que, hacinados y encadenados como bestias salvajes, ocupaban el otro
extremo de la ciudad. A ellos lo único que les quedaba era el cruel martirio de
contemplar con la tristeza y la vergüenza reflejada en sus rostros, como
aquellos salvajes —que decían actuar en nombre de la civilización— habían
saqueado sus posesiones y, no contentos con eso, habían torturado y mancillado
a sus mujeres. El mayor de los castigos para ellos era saberse vivos y no haber
tenido la inmensa suerte de morir honrosamente junto al resto de sus compañeros,
que aun yacían inertes sobre el empedrado de la ciudad o sobre la arena del
desierto.
Máximo en aquellos momentos se sentía
miserable, a pesar de que el pensamiento de respetar a las niñas y que él jamás había participado en esas
bacanales sin sentido le consolaban, no podía evitar que los surcos de su cara
se hiciesen más pronunciados y expresasen lo que sus ojos, de atento vigía, no
podían reflejar.
Sus músculos se tensaron más si cabe, cuando
vio que la figura de su general se acercaba a la tienda. Tras un breve saludo,
el marcial visitante penetró en su interior.
Al fin se veían cara a cara, tras tantos
años persiguiéndose mutuamente. Ambos se conocían bien, aunque jamás se habían
visto en persona, al menos, no de tan cerca.
El más joven, se mostraba orgulloso y
arrogante. El otro de edad madura le miraba fijamente con el único ojo que le
quedaba. En ningún momento bajó la mirada, manteniendo la orgullosa dignidad
del vencido, del que sabe que ha perdido en justicia frente a un enemigo superior.
— Es la primera vez que nos vemos las caras.
Quién me iba a decir que yo, el bravo general, quien tuvo en jaque a todo el
ejército romano iba a ser derrotado por un muchacho casi imberbe. — El tuerto
se podía permitir el lujo de hablar con descaro.
— He rezado a los dioses pidiendo que
llegase este día, quería verte a mis pies. Teníamos una deuda pendiente, tú
mataste a mi padre, uno de los mejores
generales romanos, y la honra de la familia de los Escipiones. Luego, no
satisfecho, acabaste también con mi tío. Tu ambición no te dejaba vivir,
necesitabas más tierras. ¿Qué tenía de importante esa Hispania para que
sembrases la muerte a tu paso? — El joven vomitaba más que palabras, odio.
— Eso podrías habérselo preguntado a ellos,
que no fueron mejores que yo. Ellos necesitaban dominar, y yo necesitaba
dominarles a ellos para que en su afán de expansión no terminasen ni conmigo,
ni con los míos. Y la prueba de que no me equivocaba la tienes ahí fuera. En
esa ciudad que tú, tan digno general romano, ha convertido en ruinas — El ojo
sano del maduro general derrotado lanzaba destellos. Le gustaba ver a su rival
nervioso, y sabía que para eso él tenía que mantener la calma y no dejar
entrever su orgullo herido ni, mucho menos, comportarse como una víctima
humillada y derrotada. No podía darle la satisfacción de que su enemigo le
viese como un hombre fracasado, aun siéndolo. Él siempre había sido un ser
vanidoso y ahora era el mejor momento para exhibir su orgullo. Tomó aire y
siguió hablando pausadamente sin elevar el tono de voz y con una tranquilidad
que, a él mismo, le sorprendía.
— Yo mamé el odio desde la cuna. Apenas
cumplidos los nueve años juré a mi
padre, el gran Amílcar Barca, cuando estaba en su lecho de muerte, que
terminaría con todos vosotros. Y desde entonces viví para cumplir una promesa
que me ha mantenido encadenado toda la vida. Peleé sin desmayo y gané, hice que
mi nombre fuese admirado y temido a partes iguales. Sí, mi joven enemigo, yo sé
bien lo que es sentir el poder, sentir el miedo en la mirada de los que te
rodean, pero créeme; nada dura eternamente y cuanto más alto se llega más dura
es la caída. Goza de tu triunfo hoy, mira mi hermosa ciudad reducida a cenizas
y disfruta. Algún día más o menos lejano sentirás la misma hiel que hoy corre
por mis venas y me amarga las entrañas.
***
Un hombre de mediana edad reposaba en un
diván cerca de la terraza. Sus ojos se mantenían cerrados. La modorra había
hecho presa en él, una sensación de letargo que le acompañaba desde hacía unos meses.
En sus oídos volvían a resonar los clamores de alegría. Sus ojos contemplaban una
escena pasada. Roma, la todopoderosa, se rendía a sus pies. Hombres, mujeres,
niños… jóvenes y viejos habían salido a las calles haciendo una piña. De miles
de bocas salía el mismo grito “¡Viva Escipión el Africano!”. Si,
él, Escipión el general que había logrado vencer al mayor enemigo de Roma.
Pero aquellas alabanzas jubilosas hacía
tiempo que sólo le visitaban en sus sueños. “El Africano” no era ni sombra de
lo que fue, la política terminó con su glorioso pasado militar. Sus enemigos le
calumniaron, le vilipendiaron y no pararon hasta conseguir que terminase
abandonado y recluido en su pequeña villa de Campania. Había pasado de héroe a
malhechor en unas pocas décadas. Nadie recordaba al aclamado general Plubio
Cornelio Escipión el Africano; pero todos guardaban en su memoria al
desafortunado Senador Plubio Cornelio.
Ahora su sueño continuaba, volvía a
rememorar palabra a palabra la conversación que sostuvo aquel lejano atardecer
con su acérrimo enemigo. Volvía a contemplar las ruinas de Cartago. Y lo más
curioso era que, otra vez le parecía sentir, posados sobre él, los ojos
surcados por las arrugas — que más parecían cicatrices de lo profundas que eran—
de aquel curtido centinela. Cuando en torno al mediodía su hija Julia fue a llevarle
el almuerzo, Escipión había dejado de soñar.
Muchos kilómetros al este en el camino que
conducía hacía Éfeso, un anciano con una túnica sucia y raída se sentó sobre una piedra para tomar aliento; su viaje
había sido largo y sus pies ya no resistían el peso de su flaco cuerpo. Su
vista se posó hacía el oeste y de sus rugosos labios brotó una sonrisa: “Te
lo dije Escipión, la fama es efímera. Ya puedo descansar en paz, por fin podré
presentarme ante mi padre con la cabeza alta. Hoy, el poderío de Roma comienza
a declinar, al final todos terminamos siendo nada más que polvo en el viento”. El
anciano cerró los ojos para no abrirlos jamás.
En el breve transcurso de unas pocas horas,
el mundo perdió a dos de sus más gloriosos generales, y con esa pérdida comenzó el declive de una época. Aníbal y Escipión se
vieron unidos en la vida y en la muerte por lazos de venganza y honor.
FIN