Y había llegado... mi último
día de trabajo... mi última ruta en aquel trayecto que había
recorrido durante tantos y tantos años. Sería la última vez que
volvería a ver aquellas caras, algunas, ya tan conocidas.
Así, con ese olor a añoranza, remontamos la primera parada y como siempre ahí estaba Isabel. Mi Isabelita, mi niña mimada. Recuerdo él primer día que la conocí, tenía cuatro años e iba con sus padres a ver la cabalgata de Reyes, su primera cabalgata. Sus ojitos parecían dos lámparas brillantes, sus risas, su alegría, su ilusión, aquella ilusión que solo puede tener la inocencia más pura. Ahí estaba esperándome, convertida ya en toda una mujer, para que la llevase a su trabajo como cada día.
En la segunda parada, como casi siempre, estaba don Francisco. ¡Pobre hombre!, siempre como cada mañana con la única compañia de su garrote, arrastraba sus pies castigados por la artrosis. Su figura era inconfundible, su abrigó con el forro descosido, raído y descolorido por el paso de los años, su pelo grasiento y su barba descuidada de días sin afeitar.
Este hombre en sus años mozos fue una persona exitosa, educada y culta, pero la vida no es justa para todo el mundo y mucho menos para él. Un señor con todo el sentido literal de la palabra, ahora se veía así, totalmente abandonado. Vivía con su hijo y su nuera, pero apenas le hacían caso y él, a pesar de sus muchos años, cada mañana; salvo por causas mayores y muy justificadas, me esperaba en la parada para que le llevara a la Biblioteca Nacional donde pasaba muchas horas para ser lo menos gravoso y molesto a su familia.
¡Despacio don Francisco!, no se apure arrancaré con suavidad para darle tiempo y que se pueda sentar.
Y ¡a quien veo aquí!, Carlos, el chico serio del barrio, como cada mañana camino de la Universidad. Carlos ya estudió la carrera de Filosofía y Letras. Trabaja por las tardes dando clases en una academia y no contento con eso, ahora, está estudiando Derecho.
¡Aja!!!, como me esperaba no ha tardado en ponerse junto a Isabelita, entre estos dos intuyo que va surgir algo, solo les falta un empujoncito, ¿doy un frenazo? No, me voy a contener que no quiero un disgusto para ser mi último día. Su expresión y la forma de mirarse lo dice todo, lástima que yo no lo veré.
Pero si hoy también me espera Guadalupe, hacía días que no la veía, su presencia nunca pasa desapercibida, su forma de hablar fuerte a pleno pulmón hace callar el resto de los murmullos. Esta mujer bajita y regordeta tiene una vitalidad envidiable. Hace la limpieza de varios portales del barrio, por eso siempre se encuentra algún conocido y nos ameniza con sus conocimientos sobre la vida y milagros de muchos vecinos.
Aquí está mi pequeño Lucas, digo pequeño por decir algo, que ya es todo un mocetón de veintitrés años. Quiero a todos mis clientes, ¡claro que sí! Pero no puedo negar, se me nota demasiado, que este chico es mi favorito. Le conocí cuando tan solo tenía doce años. Era un pilluelo, sus padres por el trabajo le tenían un tanto abandonado, se pasaba todo el día en la calle mezclándose con chicos mayores que él.
Cuando le conocí trataba de robar alguna cartera, pero me di cuenta y pegué un brusco acelerón lo que hizo que le pillasen. Le dieron un buen susto llevándole a la comisaría, aunque el susto mayor se lo llevaron sus padres que, a partir de entonces, se replantearon su vida y el futuro de su hijo. Afortunadamente y con su buena voluntad y la predisposición del asustado chico, hicieron de Lucas lo que es hoy en día; un chico responsable que no falta un día a su trabajo de mecánico, por cierto, dicen que es muy bueno.
Lentamente se va llenando el autobús, y minuto a minuto, como un incesante goteo que marca mi llegada a la meta, va pasando el día. Un día que se me ha hecho muy corto.
Que les puedo contar de Pepe, mi fiel amigo de tantos años, mi compañero de fatigas, la persona que ha compartido tantas horas de su vida conmigo. Nadie como él me ha sabido comprender y es que empezó a trabajar conmigo siendo muy joven. A él le quedan aún algunos años para jubilarse.
Ya llega la hora de recorgerse y vamos de camino a las cocheras municipales, mi último destierro. Alguien ha decidido que ya no sirvo, que mi viejo motor ya no es útil.
Mañana este mismo trayecto lo hará otro coche, mucho más nuevo, incluso de otro color, más bonito y más potente. Seguramente contaminará menos, y llevará una plataforma baja para que don Francisco pueda subir sin tanta dificultad. Pero, ¿captará el alma de todas esas personas como yo la he captado?.
— Hola Pepe. ¿Has terminado por hoy?, ya está bien, tendrás ganas de llegar a casa. —Saluda el encargado de las cocheras.
- Buenas Daniel, sí, hoy estoy algo cansado. Además no sé, tengo algo de morriña, mañana me dan coche nuevo.
— Ya lo sé, he visto en el cuadrante que el coche 123 va al desguace. Este viejo cacharro ya no da para más.
— Pues yo me siento algo triste, han sido muchos años conduciéndole. Y te digo Daniel, que esta máquina todavía responde, no sé si un coche nuevo rendirá lo que ha rendido mi 123. En fin, mañana será otro día.
Adiós Pepe, viejo amigo, yo también te echaré de menos, solo me queda la esperanza de que alguna de mis viejas piezas sea reciclada en algún coche nuevo y, que otro Pepe, algún día lo conduzca. Eso que en tal alta estima teneís los humanos y que llamais donacion de órganos, y es tan común en nosotros, los cacharros viejos e inservibles.
Adiós querido amigo, que sepas que la mayoría de los frenazos y acelerones los provocaba yo.
Diciendo esto, el coche 123 lanzó un guiño como solo un coche podía hacerlo.
— Daniel ¿has visto eso?, creo que los faros se han encendido y se han apagado solos.
— Pepe, vete a casa, creo que sí es cierto que hoy estás más cansado de lo normal.
Así, con ese olor a añoranza, remontamos la primera parada y como siempre ahí estaba Isabel. Mi Isabelita, mi niña mimada. Recuerdo él primer día que la conocí, tenía cuatro años e iba con sus padres a ver la cabalgata de Reyes, su primera cabalgata. Sus ojitos parecían dos lámparas brillantes, sus risas, su alegría, su ilusión, aquella ilusión que solo puede tener la inocencia más pura. Ahí estaba esperándome, convertida ya en toda una mujer, para que la llevase a su trabajo como cada día.
En la segunda parada, como casi siempre, estaba don Francisco. ¡Pobre hombre!, siempre como cada mañana con la única compañia de su garrote, arrastraba sus pies castigados por la artrosis. Su figura era inconfundible, su abrigó con el forro descosido, raído y descolorido por el paso de los años, su pelo grasiento y su barba descuidada de días sin afeitar.
Este hombre en sus años mozos fue una persona exitosa, educada y culta, pero la vida no es justa para todo el mundo y mucho menos para él. Un señor con todo el sentido literal de la palabra, ahora se veía así, totalmente abandonado. Vivía con su hijo y su nuera, pero apenas le hacían caso y él, a pesar de sus muchos años, cada mañana; salvo por causas mayores y muy justificadas, me esperaba en la parada para que le llevara a la Biblioteca Nacional donde pasaba muchas horas para ser lo menos gravoso y molesto a su familia.
¡Despacio don Francisco!, no se apure arrancaré con suavidad para darle tiempo y que se pueda sentar.
Y ¡a quien veo aquí!, Carlos, el chico serio del barrio, como cada mañana camino de la Universidad. Carlos ya estudió la carrera de Filosofía y Letras. Trabaja por las tardes dando clases en una academia y no contento con eso, ahora, está estudiando Derecho.
¡Aja!!!, como me esperaba no ha tardado en ponerse junto a Isabelita, entre estos dos intuyo que va surgir algo, solo les falta un empujoncito, ¿doy un frenazo? No, me voy a contener que no quiero un disgusto para ser mi último día. Su expresión y la forma de mirarse lo dice todo, lástima que yo no lo veré.
Pero si hoy también me espera Guadalupe, hacía días que no la veía, su presencia nunca pasa desapercibida, su forma de hablar fuerte a pleno pulmón hace callar el resto de los murmullos. Esta mujer bajita y regordeta tiene una vitalidad envidiable. Hace la limpieza de varios portales del barrio, por eso siempre se encuentra algún conocido y nos ameniza con sus conocimientos sobre la vida y milagros de muchos vecinos.
Aquí está mi pequeño Lucas, digo pequeño por decir algo, que ya es todo un mocetón de veintitrés años. Quiero a todos mis clientes, ¡claro que sí! Pero no puedo negar, se me nota demasiado, que este chico es mi favorito. Le conocí cuando tan solo tenía doce años. Era un pilluelo, sus padres por el trabajo le tenían un tanto abandonado, se pasaba todo el día en la calle mezclándose con chicos mayores que él.
Cuando le conocí trataba de robar alguna cartera, pero me di cuenta y pegué un brusco acelerón lo que hizo que le pillasen. Le dieron un buen susto llevándole a la comisaría, aunque el susto mayor se lo llevaron sus padres que, a partir de entonces, se replantearon su vida y el futuro de su hijo. Afortunadamente y con su buena voluntad y la predisposición del asustado chico, hicieron de Lucas lo que es hoy en día; un chico responsable que no falta un día a su trabajo de mecánico, por cierto, dicen que es muy bueno.
Lentamente se va llenando el autobús, y minuto a minuto, como un incesante goteo que marca mi llegada a la meta, va pasando el día. Un día que se me ha hecho muy corto.
Que les puedo contar de Pepe, mi fiel amigo de tantos años, mi compañero de fatigas, la persona que ha compartido tantas horas de su vida conmigo. Nadie como él me ha sabido comprender y es que empezó a trabajar conmigo siendo muy joven. A él le quedan aún algunos años para jubilarse.
Ya llega la hora de recorgerse y vamos de camino a las cocheras municipales, mi último destierro. Alguien ha decidido que ya no sirvo, que mi viejo motor ya no es útil.
Mañana este mismo trayecto lo hará otro coche, mucho más nuevo, incluso de otro color, más bonito y más potente. Seguramente contaminará menos, y llevará una plataforma baja para que don Francisco pueda subir sin tanta dificultad. Pero, ¿captará el alma de todas esas personas como yo la he captado?.
— Hola Pepe. ¿Has terminado por hoy?, ya está bien, tendrás ganas de llegar a casa. —Saluda el encargado de las cocheras.
- Buenas Daniel, sí, hoy estoy algo cansado. Además no sé, tengo algo de morriña, mañana me dan coche nuevo.
— Ya lo sé, he visto en el cuadrante que el coche 123 va al desguace. Este viejo cacharro ya no da para más.
— Pues yo me siento algo triste, han sido muchos años conduciéndole. Y te digo Daniel, que esta máquina todavía responde, no sé si un coche nuevo rendirá lo que ha rendido mi 123. En fin, mañana será otro día.
Adiós Pepe, viejo amigo, yo también te echaré de menos, solo me queda la esperanza de que alguna de mis viejas piezas sea reciclada en algún coche nuevo y, que otro Pepe, algún día lo conduzca. Eso que en tal alta estima teneís los humanos y que llamais donacion de órganos, y es tan común en nosotros, los cacharros viejos e inservibles.
Adiós querido amigo, que sepas que la mayoría de los frenazos y acelerones los provocaba yo.
Diciendo esto, el coche 123 lanzó un guiño como solo un coche podía hacerlo.
— Daniel ¿has visto eso?, creo que los faros se han encendido y se han apagado solos.
— Pepe, vete a casa, creo que sí es cierto que hoy estás más cansado de lo normal.
FIN
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