Los copos de nieve golpeaban la cristalera del salón convirtiéndose, en el choque, en finas gotas de agua. Marisa contemplaba con la vista fija en el ventanal las finas hileras que dibujaban las gotas al descender por la superficie lisa y transparente. La niña estaba fascinada, sentía que la ventana estaba derramando las lágrimas que ella ya no podía verter porque, simplemente, estaba seca.
Las
horas iban pasando en silencio y soledad, el atardecer precipitado
por las espesas nubes blancas y que, sin embargo, le daban al ambiente
un extraño tono blanquecino, espectral y frío. Marisa se sentía
sola, tan sola como tantas otras tardes grises, blancas o soleadas,
no importaba el estado climático de aquellos días apagados y
abandonados a la tristeza. Ya nada era igual, sus padres se recluían
en su propia aflicción y no la hacían caso. Incluso sentía que la
casa que antes la acogía con esa calidez propia de las madres
atentas y cariñosas, ahora parecía que iba cerrando poco a poco sus
paredes en torno a ella, haciéndola sentir un agobio y una angustia
que se fijaban en su garganta, haciendo que ese nudo, que casi la
impedía tragar, se hiciera cada vez más grande y la ahogara mucho
más.
Marisa
se sentía prisionera en aquella mansión que había sido su jaula
dorada durante casi toda su corta vida, pero aquello había pasado
hacía tanto tiempo...
Entonces
la vida les sonreía, sus padres eran felices y estaban todo el día
alegres. Los negocios funcionaban bien, su padre era uno de los
hombres más respetados de toda la ciudad y su madre era una mujer
tranquila y cariñosa, pendiente de su marido y de sus hijos.
Todo
estaba bien, todo era perfecto y funcionaba con la misma precisión
que una máquina. En aquellas circunstancias, en una tarde blanca de
nieve y frío extremo, Marisa jamás hubiera estado sola, ahora
seguramente estaría en el salón acompañada y cobijada sintiendo el
calor de los brazos protectores de su madre y escuchando su dulce voz
contándola alguna historia de esas que tanto la gustaban a ella de
hadas y princesas hermosas y buenas, y de brujas malvadas.
Pero
ahora, estaba sola, sola y triste, triste y abandonada, abandonada y
destruida en un mundo que ya no la pertenecía. No la pertenecía
porque parte de ese mundo que tenía no era suyo en su totalidad,
parte de esa vida que ella estaba viviendo tendría que ser también
de su hermano, Antonio, el niño de cabeza dorada y rizos rubios que
había llegado al hogar tres años más tarde que ella, y desde
entonces, se había convertido en, su juguete primero y cuando las
edades se fueron igualando en su mejor compañero de juegos.
Pero
Antonio un día se fue, se marchó para siempre de sus vidas y les
dejó abandonados en la total miseria. Papá abandonó los negocios y
la ruina les consumió, no salía de su despacho para nada, ni
siquiera para ir al dormitorio y, al menos, dormir una noche con
comodidad en su cama. Mamá no volvió a reír, ni a cantar, ni
siquiera se acercaba a ella; se pasaba el día llorando encerrada en
su habitación, no permitía que nadie la visitase ni quería trato
con nadie. Los sirvientes habían abandonado la casa, solo se quedó
con ellos la fiel Dorotea, la nana de su madre, la persona que la
había criado y que después se había ocupado de sus hijos.
Dorotea
era la única persona que la cuidaba un poco, aunque este cuidado se
limitase a ponerle la comida tres veces al día y mantener su ropa
limpia, eso sí, sin dignarse a mirarla o dirigirla la palabra.
Habían
pasado ya cuatro años desde la tarde fatídica, Marisa seguía
siendo una niña prisionera en el cuerpo de una adolescente de quince
años; y es que su cuerpo crecía de manera directamente proporcional
a como se empequeñecía su mente.
La
pobre muchacha se había quedado estancada en aquella tarde lejana,
cargando el peso de su propia culpa, cuando el columpio del jardín
disparó a su hermano del sillín. Lo único que machacaba su cabeza
una y otra vez eran las carcajadas de Antonio y su alegre vocecilla
infantil pidiendo que siguiera empujando con más fuerza el columpio:
“¡Venga Marisa, empuja más fuerte, quiero sentir el viento
en mi cara, quiero subir lo más alto posible, quiero tocar el cielo
con mi mano!”.
Las risas se cortaron en seco, la voz
se apagó para siempre, la felicidad desapareció para no volver
jamás a sus vidas y en la cabeza de Marisa, a parte de los últimos
momentos de Antonio, solo quedaron grabadas otras dos cosas: El
cuerpo inerte de su hermano tendido en el césped y la mirada
acusadora y rígida de su madre sobre ella.
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