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miércoles, 4 de marzo de 2015

SENDERO SIN FINAL


No entendía nada de lo que me sucedía. Tenía la sensación de que había pasado siglos durmiendo y durante aquel sueño había perdido la noción del espacio y el tiempo. Ahí estaba tendido en una cama blanca, en una habitación blanca sin más muebles ni atrezos; una puerta situada frente a mi cama y una ventana estrecha y enrejada situada a mi izquierda en lo alto de la pared eran las únicas variantes en aquel espacio totalmente impersonal y aséptico. Por entre los barrotes se colaban unos cuantos rayos de luz que iluminaban la estancia y le daban un pequeño punto de calidez a tanta frialdad.

Quise moverme y fue imposible, observé con sorpresa que unas ligaduras fuertes sujetaban mis brazos y piernas. En ese momento vi cómo se abría la puerta y la atravesaron dos figuras grandes enfundadas en unos monos irremediablemente blancos, portaban utensilios de aseo. Les pregunté que me había pasado y donde me encontraba, ni me contestaron, se limitaron a aflojarme las correas y comenzaron a desnudarme para lavar mi cuerpo. Al finalizar la tarea recogieron todo, volvieron a apretar mis ataduras y se marcharon tan en silencio como habían llegado.

No había un miserable reloj que me indicara una hora exacta, era de día, eso sí me lo indicaba la luz que entraba en la estancia, si es que aquello no era un efecto artificial creado para agudizar mi aturdimiento. Tendría que conseguir mantenerme despierto para comprobar si, finalmente los brillantes rayos de sol cedían sus espacio a la luz suave de las estrellas y con ella a la negrura de la noche. Al final me cansé de contemplar tanta blancura y de tantas elucubraciones absurdas y mis pensamientos, dando un giro mucho más agradable, se elevaron por el techo y salieron a través de las rejas de la ventana buscando a mi adorada Mabel.

Era muy difícil para una persona como yo, realista hasta la médula, soñar. Desde mi infancia fui un pobre desgraciado que carecía hasta de lo más elemental. Desde muy pequeño tuve que llevar el pan a mi casa ya que mi padre, delincuente de pacotilla, estaba más dentro de la cárcel que fuera y poco o nada podía hacer por nosotros. Mi madre, adicta al alcohol y a las drogas desde la adolescencia, tampoco podía hacer nada por sus hijos, por lo tanto yo me convertí en un pequeño cabeza de familia y en la única esperanza para mis dos hermanos pequeños.

Sí, desde que prácticamente abrí los ojos a la vida tuve que pelear por la existencia, por salir adelante y por que la miseria no se apoderase de nosotros. No tuve tiempo para ilusiones, ni fantasías, ni cuentos, ni aventuras donde yo era el héroe; mis únicas peripecias se limitaron a salir cada mañana a buscar comida para mi familia. Cualquier trabajo era bueno para ello, por eso ejercí diversas profesiones: limpiabotas, repartidor de periódicos o cualquier otra cosa que se pudiera repartir a domicilio; hasta que terminé trabajando como comercial en una empresa de piezas para coches. Sí, prosperé en la vida y al final logré tener un trabajo estable y con un sueldo suficiente para vivir sin demasiadas estrecheces. Pero no pude recuperar lo que había perdido, no hay dinero que pague la falta de ilusión, la ausencia de la inocencia infantil... hasta que conocí a mi pequeña hada, a la musa que me hizo conocer ese maravilloso mundo que jamás había visitado, que ni siquiera había presentido que pudiera existir.

Conocí el maravilloso mundo de los sueños y la evasión ya de adulto cuando Mabel se cruzó en mi camino. Ella me enseñó lo agradable que resulta soñar, lo bueno que es poder evadirse de la realidad que nos invade y que, en muchas ocasiones, nos cubre de miseria. Ella me llevó de la mano y recorrió conmigo el mundo de Fantasía, el hermoso sendero amarillo que no tenía fin.

Cada día nos encerrábamos en nosotros mismos y viajábamos al país de Oz, siempre acompañados por nuestra guía Dorothy y su perro Totó, saludábamos al espantapájaros, al león cobarde y bondadoso y al hombre de hojalata. Jugábamos con las brujas del Norte y del Sur y conseguíamos pasar desapercibidos para las malvadas brujas del Este y del Oeste.

Cada día avanzábamos más en nuestra meta hacia el castillo de Oz, queríamos conocer al mago, imbuirnos de su sabiduría, disfrutar de su magia. Pero el camino nunca se terminaba. Siempre había algo nuevo que descubrir, algo más fantástico si cabe, más asombroso donde nada se correspondía con todo lo conocido, donde ni siquiera los colores eran los mismos colores que en la realidad... ni las sensaciones... ni los olores... nada era real, pero tampoco era mentira.

Para mí los días eran un suplicio, suspiraba y veía pasar las horas lentamente esperando con ansia la llegada de la noche y, con ella, el encuentro con Mabel y de nuevo nuestro paseo por aquel asombroso mundo que cada vez me atraía más. Cogidos de la mano atravesábamos de nuevo las páginas de ese extraordinario universo y nos perdíamos en su suelo amarillo y sus laterales azules.

Pero una noche, Mabel llegó tarde a nuestra cita, yo estaba nervioso y alterado. ¿Me habría abandonado? ¿Estaría harta de mí, un pobre hombre acobardado y vencido por las circunstancias de una vida dura? No me extrañaba, no era la primera vez que una mujer me dejaba a mi suerte. Pero al final volvió a mi lado, era tarde pero allí estaba frente a mí, fue tanta mi alegría al verla que no supe medir mis fuerzas y en el abrazo del reencuentro la apreté. Era tal mi sensación de alegría que no supe medir mis fuerzas y mientras estrujaba con mis poderosos brazos su cuerpo menudo, ella chillaba y entre sollozos me pedía que la dejara, que no la abrazase tan fuerte que la impedía respirar. Los chillidos se fueron convirtiendo en jadeos apagados sin fuerzas para hablar, su voz salía entrecortada, sin aliento, pero yo seguía apretándola muy fuerte, cada vez más fuerte entre mis brazos hasta que sentí un crujido, y me di cuenta demasiado tarde que los frágiles y delicados huesos de Mabel se habían roto, yo los había partido sin ninguna misericordia.

No quise hacerlo, he jurado mil veces que solo fue una señal de afecto, una caricia exagerada sí, porque la alegría de haberla recuperado me exaltó.

Fui yo el primero que acudí a la policía, fui yo quien se declaró culpable ante todo aquel que quisiera oírme. Y ahora estoy aquí, en este lugar blanco, impoluto, sin colores, sin alegría, en total soledad. No sé si es la auténtica realidad que me envuelve o son mis sueños que me atormentan. No se si este encierro mío es real o es producto de un mal sueño. Lo cierto es que desde que Mabel desapareció de mi vida no he vuelto a visitar el maravilloso mundo de Oz, parece como si ese lugar de prodigios asombrosos se hubieran esfumado con ella.

Mi único contacto humano era unos pocos minutos dos veces al día con aquellos hombres enfundados en sus monos blancos y, muy de vez en cuando, con dos hombres con batas blancas que, portando una carpeta en sus manos me miraban con indulgencia y movían la cabeza negando repetidamente para que el más mayor volviera a murmurar muy bajo, pensando que yo no le podía escuchar, las mismas palabras:

“¡Pobre muchacho!, es una lástima que haya perdido la noción de la realidad de esa manera, mira que pensar que ha asesinado a su novia. Este pobre desgraciado no tenía novia. La policía acudió a la vivienda en cuanto él se presentó a entregarse y allí no había ningún cuerpo. Lo único que encontraron en aquella habitación fue una figurilla de porcelana con forma de ninfa hecha pedazos en el suelo”.

Y ellos, pobres desgraciados, ¿que sabrán lo que pasó con Mabel?


FIN

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