No
entendía nada de lo que me sucedía. Tenía la sensación de que
había pasado siglos durmiendo y durante aquel sueño había perdido
la noción del espacio y el tiempo. Ahí estaba tendido en una cama
blanca, en una habitación blanca sin más muebles ni atrezos; una
puerta situada frente a mi cama y una ventana estrecha y enrejada
situada a mi izquierda en lo alto de la pared eran las únicas
variantes en aquel espacio totalmente impersonal y aséptico. Por
entre los barrotes se colaban unos cuantos rayos de luz que
iluminaban la estancia y le daban un pequeño punto de calidez a
tanta frialdad.
Quise
moverme y fue imposible, observé con sorpresa que unas ligaduras
fuertes sujetaban mis brazos y piernas. En ese momento vi cómo se
abría la puerta y la atravesaron dos figuras grandes enfundadas en
unos monos irremediablemente blancos, portaban utensilios de aseo.
Les pregunté que me había pasado y donde me encontraba, ni me
contestaron, se limitaron a aflojarme las correas y comenzaron a
desnudarme para lavar mi cuerpo. Al finalizar la tarea recogieron
todo, volvieron a apretar mis ataduras y se marcharon tan en silencio
como habían llegado.
No
había un miserable reloj que me indicara una hora exacta, era de
día, eso sí me lo indicaba la luz que entraba en la estancia, si es
que aquello no era un efecto artificial creado para agudizar mi
aturdimiento. Tendría que conseguir mantenerme despierto para
comprobar si, finalmente los brillantes rayos de sol cedían sus
espacio a la luz suave de las estrellas y con ella a la negrura de la
noche. Al final me cansé de contemplar tanta blancura y de tantas
elucubraciones absurdas y mis pensamientos, dando un giro mucho más
agradable, se elevaron por el techo y salieron a través de las rejas
de la ventana buscando a mi adorada Mabel.
Era
muy difícil para una persona como yo, realista hasta la médula,
soñar. Desde mi infancia fui un pobre desgraciado que carecía hasta
de lo más elemental. Desde muy pequeño tuve que llevar el pan a mi
casa ya que mi padre, delincuente de pacotilla, estaba más dentro de
la cárcel que fuera y poco o nada podía hacer por nosotros. Mi
madre, adicta al alcohol y a las drogas desde la adolescencia,
tampoco podía hacer nada por sus hijos, por lo tanto yo me convertí
en un pequeño cabeza de familia y en la única esperanza para mis
dos hermanos pequeños.
Sí,
desde que prácticamente abrí los ojos a la vida tuve que pelear por
la existencia, por salir adelante y por que la miseria no se
apoderase de nosotros. No tuve tiempo para ilusiones, ni fantasías,
ni cuentos, ni aventuras donde yo era el héroe; mis únicas
peripecias se limitaron a salir cada mañana a buscar comida para mi
familia. Cualquier trabajo era bueno para ello, por eso ejercí
diversas profesiones: limpiabotas, repartidor de periódicos o
cualquier otra cosa que se pudiera repartir a domicilio; hasta que
terminé trabajando como comercial en una empresa de piezas para
coches. Sí, prosperé en la vida y al final logré tener un trabajo
estable y con un sueldo suficiente para vivir sin demasiadas
estrecheces. Pero no pude recuperar lo que había perdido, no hay
dinero que pague la falta de ilusión, la ausencia de la inocencia
infantil... hasta que conocí a mi pequeña hada, a la musa que me
hizo conocer ese maravilloso mundo que jamás había visitado, que ni
siquiera había presentido que pudiera existir.
Conocí
el maravilloso mundo de los sueños y la evasión ya de adulto cuando
Mabel se cruzó en mi camino. Ella me enseñó lo agradable que
resulta soñar, lo bueno que es poder evadirse de la realidad que
nos invade y que, en muchas ocasiones, nos cubre de miseria. Ella me
llevó de la mano y recorrió conmigo el mundo de Fantasía, el
hermoso sendero amarillo que no tenía fin.
Cada
día nos encerrábamos en nosotros mismos y viajábamos al país de
Oz, siempre acompañados por nuestra guía Dorothy y su perro Totó,
saludábamos al espantapájaros, al león cobarde y bondadoso y al
hombre de hojalata. Jugábamos con las brujas del Norte y del Sur y
conseguíamos pasar desapercibidos para las malvadas brujas del Este
y del Oeste.
Cada
día avanzábamos más en nuestra meta hacia el castillo de Oz,
queríamos conocer al mago, imbuirnos de su sabiduría, disfrutar de
su magia. Pero el camino nunca se terminaba. Siempre había algo
nuevo que descubrir, algo más fantástico si cabe, más asombroso
donde nada se correspondía con todo lo conocido, donde ni siquiera
los colores eran los mismos colores que en la realidad... ni las
sensaciones... ni los olores... nada era real, pero tampoco era
mentira.
Para
mí los días eran un suplicio, suspiraba y veía pasar las horas
lentamente esperando con ansia la llegada de la noche y, con ella, el
encuentro con Mabel y de nuevo nuestro paseo por aquel asombroso
mundo que cada vez me atraía más. Cogidos de la mano atravesábamos
de nuevo las páginas de ese extraordinario universo y nos perdíamos
en su suelo amarillo y sus laterales azules.
Pero
una noche, Mabel llegó tarde a nuestra cita, yo estaba nervioso y
alterado. ¿Me habría abandonado? ¿Estaría harta de mí, un pobre
hombre acobardado y vencido por las circunstancias de una vida dura?
No me extrañaba, no era la primera vez que una mujer me dejaba a mi
suerte. Pero al final volvió a mi lado, era tarde pero allí estaba
frente a mí, fue tanta mi alegría al verla que no supe medir mis
fuerzas y en el abrazo del reencuentro la apreté. Era tal mi
sensación de alegría que no supe medir mis fuerzas y mientras
estrujaba con mis poderosos brazos su cuerpo menudo, ella chillaba y
entre sollozos me pedía que la dejara, que no la abrazase tan fuerte
que la impedía respirar. Los chillidos se fueron convirtiendo en
jadeos apagados sin fuerzas para hablar, su voz salía entrecortada,
sin aliento, pero yo seguía apretándola muy fuerte, cada vez más
fuerte entre mis brazos hasta que sentí un crujido, y me di cuenta
demasiado tarde que los frágiles y delicados huesos de Mabel se
habían roto, yo los había partido sin ninguna misericordia.
No
quise hacerlo, he jurado mil veces que solo fue una señal de afecto,
una caricia exagerada sí, porque la alegría de haberla recuperado
me exaltó.
Fui
yo el primero que acudí a la policía, fui yo quien se declaró
culpable ante todo aquel que quisiera oírme. Y ahora estoy aquí, en
este lugar blanco, impoluto, sin colores, sin alegría, en total
soledad. No sé si es la auténtica realidad que me envuelve o son
mis sueños que me atormentan. No se si este encierro mío es real o
es producto de un mal sueño. Lo cierto es que desde que Mabel
desapareció de mi vida no he vuelto a visitar el maravilloso mundo
de Oz, parece como si ese lugar de prodigios asombrosos se hubieran
esfumado con ella.
Mi
único contacto humano era unos
pocos minutos dos veces al día con aquellos hombres enfundados en
sus monos blancos y, muy de vez en cuando, con dos hombres con batas
blancas que, portando una carpeta en sus manos me miraban con
indulgencia y movían la cabeza negando repetidamente para que el más mayor volviera a
murmurar muy bajo, pensando que yo no le podía
escuchar, las mismas palabras:
“¡Pobre
muchacho!, es una lástima que haya perdido la noción de la realidad
de esa manera, mira que pensar que ha asesinado a su novia. Este
pobre desgraciado no tenía novia. La policía acudió a la vivienda
en cuanto él se presentó a entregarse y allí no había ningún
cuerpo. Lo único que encontraron en aquella habitación fue una
figurilla de porcelana
con forma de ninfa hecha pedazos en el suelo”.
Y ellos, pobres
desgraciados, ¿que sabrán lo que pasó con Mabel?
FIN
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