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Aunque parezca que
todo lo que voy a contar son hechos claros conservados durante mucho tiempo en
mi memoria, nada más lejos de la realidad. Es cierto que lo que relato es totalmente
coherente y tiene sentido, lo que no sé es si todo ocurrió de esta manera o ha
sido mi propia mente la que ha reconstruido todo y ha puesto parches allí donde
las lagunas del tiempo y, sobre todo, de mi situación, hicieron estragos.
Casi puedo asegurar,
porque allí todo era igual, que era una mañana como cualquiera de las que se
vivían en aquel marzo de 1916, era una mañana oscura, nublada, la tierra seguía
igual de gris y árida que el día anterior. Tras una larga jornada de guardia
nocturna nuestro sargento nos avisó de que los que habíamos cubierto la noche
podíamos retirarnos a descansar. ¿Descansar? Si podían llamar descanso a
tumbarse en el frío y húmedo suelo de una trinchera eran o tontos o muy
optimistas, aunque yo siempre tuve la sospecha que los bobos éramos nosotros
que, como corderos, nos creíamos todo lo que nos decían y atendíamos fiel a su
llamada. Lo malo era que lo que todos creíamos que iba a ser un asunto de dos
días entre dos vecinos mal avenidos, se fue alargando y extendiendo de una
manera alarmante donde, toda Europa, se estaba desangrando.
Me fui a mi rincón y
me cubrí con el capote que, días antes había cogido a un compañero que cayó
muerto a mis pies, ya que el mío se había perdido hacía muchas jornadas. Algo
que antes me habría parecido horrible, quitar sus posesiones a un muerto, ahora
era lo más natural del mundo, a ellos ya no les serviría de nada y a nosotros,
los ¿vivos? podría salvarnos hasta que otra bala traidora nos segase la vida.
Los dedos de mis
pies estaban entumecidos por la humedad y el frío. Me quité las botas y los
froté, conté varios agujeros más en las botas y los calcetines ya eran casi
inexistentes. Me dispuse a cerrar los ojos y tratar de dormir un poco cuando,
un estruendo que nos dejó prácticamente sordos, sonó algunos metros más allá en
primera línea de trincheras. Corrí hacía el lugar y vi un espectáculo
desolador, montones de cuerpos se
amontonaban en grotescas posturas, una granada había barrido esa zona del
frente. Un poco más alejado, fuera de la trinchera, vi un uniforme distinto al
nuestro ¡no!, gritó mi garganta sin voz, ¡No podía ser! ¡Él no! Era Piero, un
muchacho que sólo tenía trece años y era uno de mis mejores amigos. El chico
era huérfano y había huido hacía meses de un orfanato en el Piamonte,
alistándose en el ejército falseando su edad. Debido a su vida dura, su cuerpo
se había desarrollado lo suficiente para hacerse pasar por un chico de
dieciocho o veinte años. No sé cómo dejó las líneas italianas y llegó hasta
allí, siempre que iba a comenzar su historia algo la interrumpía.
No me lo pensé dos
veces y corrí a recoger el cuerpo inerte, probablemente estaría muerto, pero
eso no sé podía saber, no sería el primer caso de dar a un soldado por
fallecido y luego apreciar que seguía con vida. De todas formas vivo o muerto,
Piero no merecía quedarse tirado en tierra de nadie. No me lo pensé dos veces y
salí corriendo, me arrojé al suelo y repté por el barro, cuando llegué donde
estaba el cuerpo del italiano me arrodillé, entonces fue cuando sentí un dolor
agudo en el brazo volví a tumbarme en tierra y agarrando al muchacho de las
botas tiré de él para acercarlo a las trincheras, ya cerca de nuestras líneas,
otros compañeros salieron para ayudarme…
*************
— ¡Mamá! Me voy a
jugar un rato, Armand y los demás me esperan en la plaza. Hoy les vamos a dar
una buena somanta a Maurice y los suyos.
— No vuelvas tarde
René o te quedarás sin merendar ¿me oyes? Además cuidado con vuestras peleas
que la última vez volviste escalabrado, como vuelvas con alguna herida te juro
que no te vas a poder sentar en días de los azotes que te vas a llevar. Sabes
que no me gusta que andes peleándote por ahí, no quiero que os hagáis daño, ni
unos ni otros. No es bueno eso de andar luchando por ahí, las batallas no son
buenas ni en los juegos ¡hazme caso, René, Dios quiera que nosotros no tengamos
que vivir lo que vivieron tus abuelos tiempo atrás!
Mi madre sabía de lo
que hablaba, no hacía tanto tiempo que Francia había salido de una guerra,
corta pero intensa, que sentó las bases para la situación de malas avenencias
en las que desde entonces vivimos los francos y los prusianos, en la que mi
abuelo había participado. Recuerdo sus narraciones, cuando en verano salíamos a
buscar el fresco de la noche a la puerta de nuestra casa.
Salí corriendo a la
calle, mi calle, ese lugar maravilloso donde había nacido, donde había dado mis
primeros pasos. Era una calle corta y estrecha, rodeada de más calles cortas y
estrechas que desembocaban en una plaza grande y soleada. De cada casa salían
los olores típicos de los hogares, el olor de la leña de las chimeneas en
invierno, los guisos de las casas a cada cual más apetecible, el olor a ropa
limpia. El griterío de las mujeres llamando a sus hijos o hablando con las
vecinas. Los sonidos de los trabajos de los hombres: del herrero, del
carpintero, del panadero… Ese olor a pan recién horneado era el primero que
llegaba a mi cama al despertar.
No era raro que
toda la chiquillería nos uniésemos en las mismas correrías y, tampoco era extraño
que dentro de la buena convivencia, hubiese pandillas enfrentadas con nuestros
respectivos líderes. Yo era el líder de mi panda y Maurice, mi archienemigo,
era el líder de la pandilla de los “Ratas”.
Maurice y yo
vivíamos en la misma calle, nuestras madres eran amigas íntimas desde que eran
niñas, pero nosotros, no sé porque razón, nos odiamos desde que dimos nuestros
primeros pasos y corríamos por la calle para arrebatarnos nuestras respectivas
meriendas.
Aquel día era el
definitivo, armados con palos, piedras y los más afortunados con espadas
construidas de madera, íbamos a dar lo suyo a los “Ratas” a Maurice no le iban
a quedar ganas de seguir inmiscuyéndose en nuestros asuntos.
Y sí, salimos
ganadores, todos los “Ratas” salieron huyendo como esos repugnantes bichos a
los que representaban. Desde entonces todo cambió, mi calle siguió siendo más
que nunca mi calle; pero las distancias insalvables entre nosotros hizo que
nuestras familias, concretamente nuestras madres, dejaran de hablarse, lo que
dividió la calle en dos bandos: los Darras y los Voinchet.
Las cosas no
mejoraron entre nosotros, a medida que los años iban pasando y los juegos
callejeros cedieron paso a actividades más de adultos, nuestros caminos se distanciaron y esa calle estrecha no sirvió
para unir nuestras vidas, a pesar de los irremediables encontronazos diarios.
En menos tiempo que
nos imaginamos nos convertimos en dos jóvenes de dieciocho años que queríamos
comernos el mundo, cada uno a nuestra manera, y, eso sí, sin cruzarnos ni miradas
ni palabras.
El mismo año de
nuestro dieciocho aniversario la vida dio un giro impensable y dramático, 1914
nos trajo nuevos aires, y no precisamente esos aires puros a los que estábamos
acostumbrados y que dejaban nuestros cielos limpios y de un azul brillante.
Esos nuevos vientos trajeron, polvo, sudor y tiñó nuestros cielos de un gris
pardo y nuestra tierra de un rojo sanguinolento. La guerra, casi sin darnos
cuenta, llamó a nuestras puertas. Fueron momentos en los que llevados por el
embrujo del ¡NO PASARÁN! de quienes nos mandaban y, sobre todo por el impulso
de nuestra sangre inocente y joven, nos creímos con la capacidad suficiente
para cambiar el mundo al menor coste posible y las cosas no fueron realmente
así…
************
El día que desperté
no me vi tendido en mi cama, y los olores agradables de pan horneado, ropa
limpia y comida apetitosa habían cambiado por los acres olores de un hospital
de campaña, y entonces recordé todo lo que había pasado y donde estaba.
Pregunté por Piero y me negaron con la cabeza, su herida había sido mortal. El
pobre chiquillo italiano había encontrado por fin la paz y el sosiego que tanto
ansiaba. No puede evitar un nudo en la garganta al pensar que en su joven vida lo único que había conocido había
sido la pena, la frustración y las peores miserias de los seres humanos.
Un médico con la
bata ensangrentada se sentó al lado de mi camastro y me contó lo que había
pasado. Afortunadamente mi herida no había sido grave, había sido lo
suficientemente grande y el esfuerzo que hice al arrastrar el cuerpo de Piero
me hizo sangrar copiosamente, aquello me llevó a una situación que me mantuvo
en coma varias horas. La bala me había rozado el hombro y un nervio, con lo
cual, aquel brazo me quedaría inútil. En poco tiempo había pasado de ser un
muchacho en plenitud de facultades y fortaleza a ser un pobre e inútil manco.
Aquello sirvió para que me dieran la licencia y poder regresar a casa.
Pero mi casa ya no
era como la recordaba, mi calle estaba triste, desierta, no se veían niños reír
ni correr por ella. La ausencia de hombres jóvenes era patente. La desolación
se reflejaba en los rostros. La escasez de comida debido a la situación bélica
se hacía manifiesta y el cielo, a pesar de estar a muchos kilómetros de las
trincheras, no era tan azul como lo recordaba. Me enteré que muchos de mis
amigos habían caído en el frente y otros aún luchaban en las distintas
batallas.
Todo era desolación
y lo peor fue lo que llegó después. Aquella guerra que iba a ser rápida y se
iba a solucionar en unos pocos meses se alargaba. Ya eran muchos años, cuatro
largos años en una situación que ya no era sostenible. Las bajas seguían en
alza, y los más afortunados se habían convertidos en pobres lisiados como yo,
si no físicamente, sí mentalmente. Ya nada era lo mismo, no podía serlo.
Aquella guerra se había convertido en la peor de las pesadillas, las fuerzas ya
no se medían cuerpo a cuerpo, con bayonetas y fusiles convencionales o con
espadas y sables. Esa guerra terrorífica puso al alcance del hombre artilugios
hasta entonces desconocidos: bombas, obuses, aparatos que volaban arrojando
muerte y desolación a su paso, carros blindados que, como los cascos del
caballo de Atila, arrancaban la hierba a su paso. No, nada era como lo que se
había conocido anteriormente. ¿Nadie iba a detener aquella carnicería? Tanta
muerte, tanta sangre joven derramada en esos eriales. Una generación entera de
chicos, casi niños, fue masacrada y aniquilada ¿Por qué? En el mejor de los
casos, en los que aún conservamos la vida, nos robaron la inocencia, la
ilusión, la esperanza… la vida.
Finalmente el 11 de
noviembre de 1918 se firmó el armisticio. La guerra había terminado. Todos
recibimos la noticia con alivio, mi calle recuperó un poco la alegría de
tiempos pasados. Sabíamos que muchos no volverían, pero la sensatez se impuso
en nuestros corazones, aquello significaba que no habría más muertes
innecesarias. El terror había pasado, ahora había que mirar hacia delante e
intentar que aquello no se repitiera nunca más.
Me gustaba salir
todas las mañanas a dar una vuelta por el pueblo. A pesar de rozar el invierno
me apetecía sentarme en un banco, mi cuerpo se había acostumbrado tanto al frio
del noreste francés, que esos inviernos de mi pueblo enclavado en el sur del
país me parecían una bendición. Sentí unos pasos inseguros y una sombra se puso
frente a mí. Levanté la mirada y me topé con los ojos de un viejo conocido.
Maurice, me contemplaba, su aspecto era desgarrador, las ropas ajadas, el
rostro cansado y lo peor, un par de muletas sujetaban una única pierna. A pesar
de aquella visión demoledora, sus ojos mostraban el mismo orgullo de siempre y
su pose era de total dignidad.
En los últimos días
de guerra le habían herido una pierna, los medios en los hospitales ya escaseaban
de forma espantosa y los médicos no pudieron evitar que la gangrena se
extendiese. El miembro tuvo que ser amputado. Y ahora estábamos los dos ahí,
solos, en la misma plaza donde tantas veces se habían librado nuestras ingenuas
batallas infantiles. Los dos igual de apagados, igual de rendidos en la
victoria que nuestro país no dejaba de celebrar.
Nos miramos mientras
las lágrimas recorrían nuestros rostros y, si, nos fundimos en un abrazo, un
abrazo que hacía no tantos años habría sido improbable.
Corrí a mí casa y
ante el estupor de mi madre rebusqué en el viejo arcón hasta que encontré mi
vieja espada de madera y la arrojé a la chimenea. No quería más armas en mi
vida, ni siquiera las de juguete. Lo único que pedí a aquellas llamas es que no
se volviese a repetir una situación semejante, ¡no más guerras!, ¡no más
muertes!, ¡no más lágrimas en los ojos de aquellos que pierden un familiar o
les ven regresar en una situación lamentable!
Por eso ahora que
han pasado algunos años, no tantos como pudieran parecer, que aún quedamos
hombres con la memoria suficiente para recordar aquella barbarie, vemos con
estupor que es inevitable que vuelva a suceder lo mismo y que la tierra
volverá, si nadie lo evita, a ser regada con más sangre inocente.
Hoy 1 de septiembre
de 1939, Maurice y nuestras familias nos hemos reunidos en el salón de mi casa
y estamos escuchando en la radio las
últimas noticias: Alemania, sin aviso previo, ha invadido Polonia. El resto de
los países europeos ante semejante abuso de poder han decido declarar la guerra
al ejército del Tercer Reich.
Nosotros dos,
Maurice Darras y René Voinchet, supervivientes de La Gran Guerra, nos separamos del círculo familiar y nos
miramos de la misma forma que nos habíamos mirado aquel día de primeros de
diciembre de 1918 cuando nos reencontramos en la plaza. Los hombres volvíamos a
ser igual de estúpidos que veintiún años atrás. Volvíamos a ser pequeñas
“ratas” peleando por el mismo queso.
FOTO TOMADA DE LA WEB www.culturizame.es |
FIN
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