El silencio se podía cortar, a pesar de la afluencia de público que se apiñaba en aquel espacio reducido, todo estaba en calma. Una calma aparente y relativa. La tensión se podía respirar en el ambiente cerrado. Pero si el oído humano fuese capaz de detectar los pensamientos, aquella sala de juzgado hubiese parecido más bien una plaza de mercado en hora punta; ya que los allí congregados podrían permanecer con los labios sellados, pero sus mentes eran totalmente libres para divagar, meditar, preguntar, contestar… sobre esa duda que a todos les corroía por dentro.
No era de extrañar, aquel proceso había sido uno de los más largos y controvertidos de los últimos tiempos, y la presión mediática que habían soportado tanto el juez, como los abogados y los miembros del jurado, había sido aplastante. La implicada en aquel terrible suceso que había conmocionado los cimientos de la sociedad, pertenecía a una de las familias más reconocidas y de antiguo linaje del país. A pesar de eso, siempre se habían mantenido ajenos al mundillo del famoseo, apartándose de los escándalos que podrían haber suscitado la persecución de la prensa amarilla. Su vida había sido totalmente discreta, alejando así rumores, y con ellos todos los peligros que conllevan la existencia opulenta de millonarios y poderosos. Por eso, cuando la rica heredera Cosette Lemoine fue detenida, y posteriormente acusada del asesinato de su padre, la noticia saltó a primera plana de todos los medios de comunicación, que a su vez, arrastraron a las masas.
Hacía días que el juicio había quedado visto para sentencia. El jurado había dado su veredicto. Sí, no había duda que la rea era culpable, pero había en todo aquello un gran atenuante, que junto con la posición de la acusada, tendría su peso en la sentencia. Una sentencia que no tardaría en pronunciarse. Ese era el motivo de aquel silencio, ese era el motivo de que nadie se permitiese el más mínimo murmullo. Todos concentraban su mirada en la pequeña puerta que daría paso al juez y con él su veredicto. Eran conscientes que ese paso ya no podría demorarse mucho.
Y efectivamente, la puerta no tardó en abrirse, el silencio se convirtió en un suspiro acompasado de varios pechos a la vez. La figura enjuta, alta y enfundada en su toga negra se hizo presente. Con paso firme, el juez Treville se dirigió a su estrado y una vez allí se sentó. Sus ojos pequeños, protegidos por unas enormes y espesas cejas grises, se clavaron —más que posarse— en el lugar que ocupaba Cosette Lemoine. Así permaneció unos minutos, que a todos les parecieron horas.
Al fin, su ronca voz surgió de su cavernosa garganta. La voz crónica, era secuela de una difteria padecida en su niñez… una voz que añadía más dramatismo si cabe a todas las sentencias que había dictado en su larga vida profesional.
— Póngase en pie la acusada —la pausa obligada que servía más para dilatar la curiosidad de los presentes, que para dar tiempo a la acusada a levantarse de su asiento. Al fin y al cabo, el juez Treville era de los que opinaban que la sala de un juzgado era mucho más parecido a un escenario teatral de lo que muchos sospechaban. Todos eran actores que sabían representar a la perfección su papel, desde él mismo, hasta defensores, fiscales, jurados, acusados, incluso los meros espectadores, llegaban en muchos momentos a convertirse en los perfectos extras de aquel guión, con final real y no ficticio.
— Cosette Lemoine, ha sido usted juzgada y acusada de la muerte de su padre —siguió hablando pausadamente la voz cavernosa— No obstante, la justicia no puede acusarla en todo su rigor, debido a un atenuante que ningún tribunal puede pasar por alto, su estado de enajenación mental. Los psicólogos que han estudiado su caso durante todo este tiempo han sido claros, contundentes y unánimes. Su salud mental es extrema y de difícil curación, de hecho, ninguno de los profesionales consultados ha sabido dar de forma exacta con el origen de su mal, ya que no está encuadrado en ninguna de las enfermedades mentales conocidas, por lo que pasará el resto de su vida, en la clínica de uno de los más prestigiosos psicólogos del país. Toda una eminencia en tratar trastornos extraños como el suyo. Allí tendrá todos los cuidados necesarios, si no, para su completa cura, al menos para su mejoría. Sé, porque me he leído minuciosamente todos los informes de los expertos, que me entiende perfectamente señorita Lemoine, ya que su estado no altera en ningún caso ni su inteligencia, ni la percepción de la realidad que la envuelve.
Cosette Lemoine, vestida también de negro riguroso, había permanecido aquel tiempo erguida junto a su abogado. Pasando ya desde hacía años la cuarentena, aún conservaba gran parte de su belleza. Morena, alta y esbelta, jamás había protagonizado ningún escándalo, a pesar de tener el tiempo y el dinero necesarios para ello. No se la habían conocido noviazgos, sus escasas salidas siempre eran en compañía de amistades antiguas y tan discretas como ella. Su vida la había dedicado siempre a su padre, precisamente la víctima del caso, el objeto de su crimen.
Maurice Lemoine, heredero de un inmensa fortuna y propietario de varias industrias farmacéuticas, había llegado a la respetable edad de 88 años, pero su salud no era envidiable ni mucho menos, llevaba muchos años atado a una silla de ruedas y hacía siete que había perdido la totalidad de su visión. Fanático de la lectura, su deterioro físico no había paliado su agudeza mental. Su hija le servía de ojos, la rutina de la casa terminaba cada noche en la biblioteca donde padre e hija se encerraban después de cenar, y Cosette le leía párrafos de alguno de sus libros favoritos, que luego ambos comentaban.
En esa intimidad, es donde surgió la tragedia. Habían pasado ya dos largos años desde el triste suceso. Cosette, sin ninguna razón, había atacado a su padre, sus largos dedos rodearon el frágil y delgado cuello del anciano provocándole la muerte por estrangulamiento. Pero lo que había causado mayor estupefacción fue su posterior ensañamiento con el cadáver al que laceró cara y cuello con sus fuertes uñas.
Cuando a la mañana siguiente, los criados se percataron de que sus señores no habían dormido en sus camas y que la puerta de la biblioteca permanecía cerrada con llave, supieron que algo extraño había ocurrido. El mayordomo abrió inmediatamente la puerta con la llave maestra y contemplaron la escena irreal, al principio con sorpresa, y más tarde, con horror no exento de un amago de náusea.
El anciano en su silla de ruedas sin vida, con el rostro y el cuello cubierto de arañazos profundos y sangre. La señorita tendida en el suelo y sin sentido.
La policía científica lo tuvo muy fácil desde el principio. Puerta cerrada, cristalera de acceso al jardín también cerrada e intacta, ningún cristal roto, o cerradura forzada que indicase la entrada de nadie ajeno a la casa. No objetos robados, no ensañamiento con mobiliario, ninguna huella dactilar que no fuese la de los dueños de la casa o los criados. Y la prueba más contundente, entre las uñas de la mujer había restos de piel del anciano. Todo estaba claro, Cosette Lemoine había cometido un parricidio horrible, llegando al ensañamiento contra un anciano que no podía defenderse.
En la práctica todo fue más difícil, Cosette, que en un principio se mostró llorosa, pero manteniendo en todo momento la serenidad, fue poco a poco derrumbándose en episodios de amnesia, desmayos con pérdidas de sentido, delirios… Una serie de anomalías para la que los médicos no tenían explicación. La señorita Lemoine era una mujer completamente sana físicamente, ninguna patología física podía corresponderse con aquellos síntomas.
A petición de su abogado, fueron consultados competentes psicólogos y psiquiatras. Sin embargo, el estado de Cosette empeoraba paulatinamente. Ahora sufría también pesadillas, y en algunos casos su comportamiento podía rozar la violencia, que ejercía contra ella misma. Las cuidadoras, vigilaban constantemente que no tuviese a su alcance instrumentos punzantes, cinturones, bufandas, chales y demás objetos con los que pudiera dañarse seriamente.
Sus sueños eran siempre los mismos, se despertaba a medianoche sudorosa, llorando y pidiendo a gritos que encontrasen y matasen a la pantera. En los momentos de tranquilidad y lucidez, cuando aprovechaban para interrogarla, ella insistía que a su padre le había matado una enorme pantera negra que había penetrado en la habitación, lanzándose contra el inválido provocándole las heridas con sus garras. No sabía explicar como ni de donde había salido aquella bestia, pero ella la había visto con sus propios ojos, hasta que no pudo más y cayó al suelo sin sentido. Seguramente eso fue lo que la salvó, el permanecer totalmente inmóvil en el suelo. Cuando los policías comentaban que las heridas no habían sido la causa de la muerte, que su padre había sido estrangulado y que eso era imposible que lo hubiese hecho ningún animal, Cosette volvía a caer en el mutismo total, para volver a la misma cantinela al día siguiente, y al otro… y al otro.
Todos: investigadores, abogados, médicos y jurado estuvieron de acuerdo, Cosette Lemoine, en algún momento de su vida había perdido la razón y aquello la llevó a cometer aquel asesinato sin justificación posible.
Continuará...
Buenas noches.Siempre es agradable leer antes de acostarse y más si es un relato tuyo. Gracias.
ResponderEliminarMuchas gracias Sole. Yo tengo por costumbre leer un rato antes de dormirme desde que era pequeña, es más si no leo no puedo conciliar el sueño con facilidad.
ResponderEliminarEs un placer que me leas.
Besos