“¡Qué fácil había sido!, aquellos ilusos se habían tragado todo con la mayor naturalidad, como el que va dando pequeños sorbos a su taza de té.
Había sido muy lista, por fin mi inteligencia había servido de algo. No podía seguir así, mi vida de niña rica y complaciente hacia mucho tiempo que había dejado de serlo. No podía desaprovechar la última oportunidad que me ofrecía la vida.
Yo, Cosette Lemonie, la rica heredera, la privilegiada, veía pasar mi vida sin ningún aliciente. Volvía a verme a mis esplendorosos veinte años, en aquella reunión de amigos. Allí entre copas de champagne, lujo y glamour comenzó todo. El libro de mi vida que aún no se había abierto, comenzó a dejar a la vista sus hojas blancas para que en ellas fuese plasmando mis primeras ilusiones y donde, poco a poco, se fue fraguando la tragedia final.
Era un joven estudiante que terminaba sus estudios en la prestigiosa Sorbona. Alto, fuerte, pelo negro y suavemente ondulado. Aunque la atracción física fue impactante, yo era consciente de que había algo más. Me había sentido atraída por un físico espectacular, como le hubiese pasado a cualquier jovencita inexperta; pero también me había enamorado de su persona, simpático, próximo, generoso y apasionado, esas características atractivas de los meridionales que les hacen tan cálidos como el clima que les ve nacer.
Fueron meses de incertidumbre, de mariposas en el estómago, de qué me pongo para atraerle. Mas nada cambió, el joven prometedor sólo tenía ojos para su profesión, amigos sí, tertulias, conciertos, teatros, cines, bailes… pero su corazón estaba ocupado.
La incertidumbre dio paso a la sospecha, a los celos y posteriormente a preguntas cómo: ¿No me encuentra lo suficientemente atractiva?, ¿las horas de salones de belleza, los modistos más caros, no sirven para que se fije en mí?; ¿habrá otra mujer en su vida, una novia desconocida, alguna prometida en su país natal?
Así pasaban los años, y ambos seguíamos solos. Él encumbrando una carrera prodigiosa… y yo, ¿Yo? Perdida noche tras noche en esas secuencias de luces y sombras, donde las sombras iban ganando terreno. No, era consciente que ese hombre… mi hombre, sólo tenía un amor. A mí únicamente me quedaba conformarme con las migajas de una amistad sincera, eso sí —pero que ahora lo sabía sin ninguna duda— no pasaría de ahí; éso y esperar, pensar, urdir y explotar lo que todos vitoreaban, él también, como mi maravilloso intelecto.
Aproveché aquellos más de veinte años, me volví más taciturna y solitaria. Dedicada a los libros y la documentación. Pasé horas encerrada en bibliotecas, no la mía, no quería que ciertos libros pasasen a formar parte de mi vida y fuesen posteriormente una prueba en mi contra. No, mis planes tenían que ser anónimos y mis armas no podían estar al alcance de cualquiera.
Y como todo en la vida, llegó el momento indicado, mi preparación ya estaba finiquitada, cerré los ojos y fui preparando la escena final.
Adoraba a mi padre, pero había llegado a unos límites que aquello que iba a hacer suponía más un acto de amor que otra cosa. Un hombre tan brillante como él, con su actividad mental al cien por cien, no merecía aquel final cruel encadenado a una silla de ruedas y condenado a la total oscuridad. No, él merecía algo más digno, un final rápido y a ser posible indoloro.
Apretar su cuello fue fácil. Lo difícil vino luego, pero eso era parte del juego. Me dolió en el alma infringir esos profundos arañazos en su rostro, aunque era un consuelo saber que ya no le hacía daño, pues estaba muerto. Cada rasguño era un golpe en mi alma, hasta que no aguanté más. No, el desvanecimiento no era fingido, fue real; tan real como irreal era esa pantera negra que hacía pretender que veía en mis delirios falsos.
Había conseguido mi propósito, ahora sabía que el hombre que amaba y yo quedaríamos unidos por el resto de nuestras vidas. Él sólo vivía para su trabajo, para su afamada clínica y para las rarezas de sus pacientes. Pues bien, si era eso lo que él más amaba, yo había pasado a ser también uno de sus objetos amados, otra de sus rarezas para cuidar y proteger.
Allí, internada en su clínica, me sería mucho más fácil acaparar su interés, tenía la preparación necesaria para atarle a mi lado, para ser la fuente constante de sus desvelos. Aunque era consciente que igual que en el amor, en lo profesional, también se llegaba a rozar la rutina y la desesperanza y que alguna vez llegaría otro caso más raro que el mío que ocuparía todo su interés; no me importaba. Había sido capaz de dar el paso definitivo. Mi mente activa, calculadora, fría y tremendamente lógica, para quién había sido tan sencillo fingir una locura que no existía. Yo, que no había tenido ningún reparo en asesinar a mi propio padre por lograr el amor de mi vida, no tendría ningún escrúpulo y me sería mucho más fácil encontrar otra alma doliente a quien liberar de su sufrimiento terrenal en aquella lujosa, selecta y competente clínica del doctor Bruno di Lucca, mi único e imperecedero amor. Daría todo con tal de convertirme en su exclusivo objeto de deseo, por seguir manteniendo su total atención tal y cómo había ocurrido durante estos dos últimos años que había durado el proceso. Lo que no consiguieron ni los trajes ni los perfumes de Dior durante tanto tiempo, lo habían conseguido las rejas de mi prisión".
Mientras mantenía la mente ocupada regodeándose en su triunfo, una sonrisa lobuna asomó a través de sus blanquísimos dientes. Una sonrisa que no pasó desapercibida para el viejo y experimentado juez Treville, que, a pesar de haber visto de todo en su larga vida; no pudo evitar que un escalofrío recorriese su espina dorsal. Algo no funcionaba en ese caso, era consciente que algún pequeño indicio se les había escapado a los expertos. Siempre tuvo la sensación que aquel juicio era mucho más dramático, teatral e irreal que el resto de los que había presidido. La única diferencia es que aquí el papel principal —encarnado por aquella mujer que sonreía de aquella forma sanguinaria y cruel— había robado todo el protagonismo al resto de los actores secundarios.
Recogiendo los papeles de su mesa se levantó y se marchó lentamente de la sala procurando evitar cruzar la mirada con la mujer a quien acababa de sentenciar y que, por unos momentos, se había transformado en aquella pantera negra que constantemente mencionaba en sus delirios de demente. Él había hecho lo único que podía hacer, sopesar las pruebas, leer informes y en base a todos los datos, sentenciar. Lo demás podía ser una verdad encubierta o simples elucubraciones de una cabeza ya cansada. El carpetazo estaba dado y ya no había vuelta de hoja.
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