Ahora más que nunca su encogida figura se asemejaba a aquel pequeño corso, que un día ya bastante lejano, abandonó su isla junto a su hermano José, a instancias de su padre — un abogado perteneciente a la rancia aristocracia de Córcega — que quería que sus hijos se hiciesen nombre y posición en su nueva patria. El señor di Buonaparte recordaba que no hacía tantos años — sólo un año antes del nacimiento de su hijo Napoleone — su isla fue comprada a Génova por Francia.
El pequeño Napoleone, con tan sólo diez años, junto a su hermano José abandonó Ajaccio, la ciudad que le vio nacer; para aventurarse a una nueva vida. Eran conscientes que su padre les brindaba una oportunidad de oro, una salida hacía un horizonte que veían limitado en el no muy extenso perímetro de su isla.
La academia militar de Brienne-le-Château les dio la bienvenida. Allí los dos jóvenes comenzaron su andadura francesa. Napoleone, que siempre habló francés — pese a sus intensivas clases desde muy joven — con marcado acento italiano, rápidamente destacó en asignaturas como matemáticas y geografía, lo que le abrió las puertas de la Escuela Real, convirtiéndose en poco tiempo en cabo de artillería, un cuerpo del que nunca renegó. Su hermano José, sin embargo, optó por otra salida, al poco tiempo conoció a la hija de un rico comerciante marsellés, Julia Clary, con quien contrajo matrimonio. José pasaría a ser un comerciante de clase alta, dejando a un lado su carrera militar, para la que no tenía vocación ni las mismas aptitudes que su hermano.
— ¡Mi pequeña Desirée! — suspiró Napoleone; jamás había dejado de recordar a la dulce hermana pequeña de su cuñada. Su primer amor… quizá su único amor. La última vez que la vio fue hacía unos años en Elba, su primer lugar de destierro. Sólo a ella rindió su espada.
Fue esa maldita revolución la que le hizo dar un giro a su vida. Partidario de los jacobinos, lo que le hizo tener que abandonar Córcega con toda su familia, y a pesar de encontrarse lejos y en campaña, el joven Buonaparte, que poco a poco se iba convirtiendo en Napoleón Bonaparte, fue evolucionando en vertiginosa locura como la etapa histórica que le toco vivir. El mundo en unos pocos meses se volvió loco. Guillotinas… muerte… devastación… caos. Y al final París, la cuidad soñada, la meta de todo aquel que quisiera hacerse un nombre. Y Josefina, una aún joven y hermosa criolla viuda de una aristócrata guillotinado durante la revolución. Aquella bellísima mujer también sufrió el castigo revolucionario, separada de sus dos hijos — pequeños aún — encerrada en una mazmorra, y que salvó su vida gracias a sus relaciones y amistades con varios políticos republicanos.
Poco le importó al joven militar, que esta mujer fuese algunos años mayor que él. Como tampoco le importó que hubiese sido la amante de Barras, uno de sus superiores. Con ella, el “joven pueblerino”, como le conocían en los círculos selectos de la capital, conoció la locura en la cama y, lo más importante, la hermosa y exótica madame de Beauharnais le abrió las puertas de todos los salones de la nobleza, la alta burguesía y la clase política, que contemplaban con satisfacción, como todo volvía a su cauce y poco a poco resurgían sus aspiraciones tras el terror en el que habían vivido aquellos años violentos. Allí en poco tiempo fue pasando de teniente, a general y de general se convirtió en el Primer Cónsul de una institución nueva que acabó con esa débil herencia de la Revolución y la República que llamaron Directorio. Ese 18 de Brumario fue fundamental para Bonaparte, que se vio metido de lleno en la vorágine de la política.
Napoleone, sopesó los pros y los contras e hizo memoria selectiva, olvidando a Desirée. La ambición llamaba a su puerta.
A partir de entonces todo fue muy rápido:
— Demasiado rápido, creo que desde que contraje matrimonio con Josefina comenzaron a bambolearme fuertes tormentas atlánticas, internas y externas. Batallas, triunfos, viajes… Recorrí media Europa al frente de mis tropas. Llegué a Egipto, mis manos tocaron las piedras de aquellas imponentes construcciones, las pirámides, junto a su sombra comenzó mi sueño… o mi locura. Yo, un insignificante mortal, tenía que sobrepasar el listón, igual que aquellas tumbas milenarias, edificadas para la gloria de grandes reyes. Yo, Napoleone Buonaparte, tenía que llegar a ser grande. Tan inmortal en los anales de la Historia, como aquellos bloques de piedra que se alzaban en perfecta unión hacia el cielo. Y para eso necesitaba algo más que Francia. Quería una Europa unida, bajo un mismo poder y legislada por una misma Constitución.
Aquella fue, sin embargo, la mejor etapa de mi vida — seguía narrando el Emperador derrotado a su fiel ayudante — Medio mundo me aclamaba como un gran general, el magnífico estratega, el único hombre capaz de guiar la maltrecha Francia por la senda del éxito que ese gran país merecía… otro medio me llamaba: Tirano Bonaparte, el Ogro de Ajaccio, Usurpador Universal. No puedo negar que este último insulto, incluso llegó a tener cierta gracia.
Entre vítores y maldiciones fui llegando a la cima, sin apenas darme cuenta. Hay quien dice que yo arranqué la corona de las manos de Pio VII en Notre Dame y me la ceñí yo mismo llevado por mi propia ambición, probablemente sería verdad, ahora no podría afirmarlo, no lo sé, no lo recuerdo… si hice algo así sin duda fue un impulso de locura transitoria. La idea del Imperio ni fue mía. El zorro de Fouché fue quien metió esa idea en mi cabeza, era la baza perfecta para dar mayor legalidad y sobre todo entidad, a una nación que ya se aventuraba como muy próspera, y por lo tanto, un Consulado como institución tenia poca importancia.
De lo único que soy consciente, es que aquel momento de gloria fue el inicio del declive. Ya nada fue igual. Josefina no podía tener hijos, pese a ser madre de dos criaturas: hembra y varón — fruto de su primer matrimonio — Yo no lo supe hasta el último momento, cada encuentro amoroso era un lance apasionado, en cada visita a sus habitaciones me guiaba la misma ilusión: “hoy es el día Napoleone, hoy engendrarás tu primer hijo… tú heredero” . Ya ni siquiera buscaba el goce carnal, sólo buscaba eso, un legítimo sucesor. Pero los días, los meses y los años se sucedían y no había novedad. Hasta que un día. ante uno de mis brotes de agresiva violencia, entre sollozos y tendida a mis pies, Josefina me confesó que tras su último parto había tenido problemas quedando estéril, jamás tendría otro hijo.
Me sentí estafado, humillado y engañado. De nada sirvieron sus ruegos, de un plumazo olvidé todos los años de felicidad compartida, su ardor, su entrega en la cama, sus juegos eróticos que tanto me hicieron enloquecer. La repudié, si, ¿Qué podía hacer?, estaba en mi derecho, yo era el Emperador de Francia, y necesitaba un hijo que continuase mi dinastía.
Y entonces llegó María Luisa. Fría, desapasionada, tan diferente a mí como la noche y el día, tan joven, tan digna hija de sus padres. Siempre en su lugar, hizo muy bien su papel, para el que había sido preparada desde la infancia. No podemos olvidar que esta jovencita pertenecía a una de las casas reales más antiguas de Europa.
Aunque hubo muchas amantes, se puede decir que mi vida se centró en tres mujeres: Desirée fue juventud, ingenuidad, esperanza, pureza; Josefina, madurez, pasión, éxito, ambición… María Luisa, sólo representó frialdad y ausencia, fue únicamente el recipiente donde se gestó el “Rey de Roma”, mi único hijo.
Todo fue una sucesión de tragedias. Campos de batalla que se convertían en hambrientos dragones que engullían a mis tropas. España luchaba y vibraba entre sangre. Rusia languidecía en su blancura espectral. Mis ejércitos agonizaban sepultados entre rojo y blanco.
Llegó la primera caída. Mi rendición a los malditos ingleses. El destierro en Elba. El reencuentro con mi querida Desirée. Mi espada en sus manos. Y al final, el intento de recuperación, tras saber que todavía tenía una parte del ejército a mi favor. Recuerdo cuando tras mi fuga, me reencontré en Grenoble con mi antiguo mariscal Michel Nay, aún soy capaz de pronunciar una por una las palabras que dirigí a su ejército: “Soldados del Quinto ustedes me reconocen si algún hombre quiere disparar sobre su Emperador, puede hacerlo ahora”. Un general no llora, un Emperador menos… pero el día en que aquel puñado de leales me gritaron. “¡Vive L‘empereur!”, el nudo que me oprimió la garganta, fue lo más parecido al sabor de las lágrimas que sentí en toda mi vida.
Poco duró aquel alzamiento, cien días, unos pocos días donde creí… más bien soñé que aún todo era posible. Incluso redacté una nueva constitución, mucho más liberal, con derechos más justos para todos. El pueblo de Paris estuvo conmigo, sé que ellos no me abandonaron, fueron leales a su Emperador… No así, ese puñado de buitres políticos que me dieron la espalda. Aún así, sólo la humillación de Waterloo supuso el golpe final. La jaula más o menos dorada de Elba, se convirtió en esta de duro hierro. Donde no sólo mis odiados ingleses, sino también mis propios compatriotas me vigilan día y noche. Aún me tienen miedo mi leal Marchand, por eso nos han traído aquí, a este pequeño trozo de tierra perdido en el Atlántico, lejos de mi patria, lejos de mi hogar; acompañado por un pequeño grupo de fieles donde intento recuperar mi memoria, para que tú, mi buen Louis Marchand, tomes buena nota y dejes constancia de parte de mi vida. Para que los que vengan detrás no piensen que fui un monstruo, quizá ellos, alguna vez intuyan la verdad: Yo, Napoleón Bonaparte fui un hombre con un sueño, ligado al desastre, la guerra y la sangre. Pero todo tenía un porque, una Europa fuerte y unida nos habría hecho más libres. Pero querido amigo, me temo que la idea no se correspondió con el momento adecuado.
Este dolor de estómago y de costado me mata lentamente. Los médicos dicen que es algo hepático, pero no me engañan… o a lo mejor son ellos los que quieren mentirse a sí mismos. Sin tener su arte sé más que ellos, ya que estoy seguro que padezco la misma enfermedad que llevó a la tumba a mi padre, ese fatal cáncer de colon que no perdona vida humana. Aunque por otra parte mi querido Marchand… ¿No notas de un tiempo a esta parte que el sabor del agua, de los alimentos y sobre todo del vino son más amargos que de costumbre? No me hagas caso, esto son tonterías mías. Ese sabor amargo no puede ser otra cosa que el sabor de la derrota.
FIN
Impresionante! Clap! clap! clap!
ResponderEliminarEnhorabuena guapa!!
Muchas gracias Sharon, es un placer verte por aquí.
ResponderEliminarBesos
Muy oportuno ese recordatorio del "petit caporal", un gigante de humo con pies de barro. Re-edición de tantos y tantos a los que el otro les importa bastante menos que un vaso de agua: son pobres diablos que no se merecen admiración alguna aunque hayan tenido el mundo a sus pies. Al final, mueren sin saberse explicar porqué han vivido.
ResponderEliminarMuy cordiales saludos