Llevaba trece años esperando en la misma estación. Invariablemente, un día tras otro, soportando frío o calor. Los mismos pasos… las mismas casas… los mismos ruidos… el mismo trabajo. Daniel pensaba a veces que más que humano era un autómata. Miró el reloj de la estación, sólo faltaban dos minutos para su llegada, un breve espacio de tiempo que le devolvería por unos momentos la ilusión o la inquietud, esa rara mezcla que no sabía definir muy bien.
No se engañó, tras abrirse la puerta del vagón contempló esos ojos negros y brillantes que le miraban fijamente. Eran sólo unos instantes, luego, volvían a esconderse tras el mismo libro de siempre. Pero Daniel sintió —como cada mañana— latir la vida en sus venas al ritmo del mismo silbido de siempre, mientras emprendía su viaje.
FIN
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