Valeria Secunda contemplaba desde el peristilo — el patio interior de la casa paterna — la maravillosa mañana. Los árboles y plantas que dominaban aquel espacio abierto rodeado del resto de las habitaciones estaban en pleno apogeo.
A pesar de lo temprana de la hora, los rayos solares desplegaban su fuerza térmica. Valeria era la segunda hija de Tito Valerio Severo, uno de los consejeros de Poncio Pilatos — Procurador de la provincia romana de Judea — La muchacha, tras dos años viviendo en aquellas tierras de temperaturas altamente extremas en la época de verano, ya estaba acostumbrada a sufrir esos rigores desde los meses previos a aquella tórrida estación.
Una fuerza vital se desarrollaba en el interior de Valeria, algo inexplicable que la hacía bullir por dentro. La desbordante fantasía de la chica le hacía imaginar que esa vitalidad debía ser algo tremendamente parecido a lo que sentían esas plantas que miraba, cuando despertaban del letargo invernal.
Era la más rebelde de sus hermanas, pero de ahí a hacer lo que estaba pensando, contraviniendo una de las órdenes más severas de su padre, había un abismo. Tito Valerio había prohibido a sus hijas, de forma taxativa, salir de la casa sin la debida escolta. Aquella ciudad, indómita y salvaje; donde la mayoría de los ciudadanos odiaban a los que consideraban invasores, no era el lugar más recomendable para que tres muchachas romanas paseasen libremente. En cualquier esquina podía surgir algún enemigo de mirada aviesa dispuesto a cobrarse su pieza. El Sanedrín podría ser condescendiente y sumiso con el poder de Roma, pero fuera estaban aquellos malditos zelotes hostiles, que jamás les perdonarían haber convertido aquellas tierras en parte del Imperio Romano.
Valeria era consciente de que quizá, aquella sería la primera y última vez que desobedeciese a su padre. Pero la curiosidad iba a arrastrarla a aquellas calles llenas de peligros. Durante muchos días había escuchado entre los criados conversaciones y cuchicheos — casi susurros — que rozaban la clandestinidad, puesto que se callaban repentinamente cuando veían a alguno de sus señores acercarse a ellos. En el caso de su padre era algo normal ya que su figura infundía respeto, pero delante de ellas, las niñas de la casa, se comportaban con más normalidad. El interés de la muchacha se iba agudizando por momentos.
Aún así, su fino oído logró captar parte de aquellos murmullos. Hablaban de un hombre, un hombre aún joven, alguien que según decían llevaba tres años recorriendo todo el país y que a la vista de todos los ciudadanos realizaba grandes proezas y milagros. Hasta los más descreídos habían cedido a su resistencia. Según comentaban de manera tan solapada, aquel ser dotado de un don divino iba a llegar aquel mismo día a Jerusalén, donde sus más fervientes seguidores hacían campaña de aquel viaje, no había calle o plaza de la ciudad que no sirviese de púlpito a aquellos profetas que anunciaban la llegada de aquel hombre, al que muchos creían una divinidad.
Era la mejor hora, la casa estaba silenciosa, su padre acabada de salir para dirigirse — como cada día — al Palacio del Procurador; su nodriza aún estaba atendiendo a sus hermanas en su arreglo diario y el resto de la servidumbre estaba atareada en la cocina o en el establo. Ahora estaba sola y nadie se daría cuenta de su marcha. Valeria se cubrió la cabeza con un velo, procurando imitar la misma forma de llevarlo que las mujeres hebreas y se lanzó a la calle.
En las murallas de Jerusalén ya había un gran gentío esperando el acontecimiento. La chica se sorprendió cuando vio que casi todos portaban en ramas de palma, un árbol autóctono de la zona. Todos permanecían expectantes contemplando el camino por el cual haría su entrada aquel personaje.
No sin esfuerzo la muchacha se abrió paso y alcanzó la primera fila de curiosos. No había pasado mucho tiempo, cuando divisó una ligera polvareda en el camino. A medida que aquel grupo de personas caminaba hacia la ciudad pudo contemplar más claramente la escena. Una figura montada en un asno, y rodeada de un grupo numeroso de gente, que extendía ramas de árboles a su paso, avanzaba lentamente.
Valeria sintió una ligera decepción a medida que se acercaban podía ver todo de forma más nítida. Si aquel era el príncipe que todos esperaban, no lo parecía, no había siervos alrededor que portasen riquezas. Tan sólo era un hombre, un hombre sencillo a lomos de un animal vulgar. Era delgado, su rostro enmarcado por una melena de pelo lacio y negro que le llegaba por los hombros y una barba que cubría su mentón agudizaba, más si cabe, sus facciones. Una túnica blanca de lino, sin ningún tipo de adorno cubría su cuerpo. Aún así, la fuerza que emanaban sus ojos negros, que parecían concentrar todo el peso del mundo, le hacían tremendamente atractivo.
Nadie parecía sentir el mismo desencanto de Valeria, la multitud que le seguía durante todo el camino y los que le esperaban al pie de las murallas no dejaban de aclamar al recién llegado gritando alabanzas. Unos le llamaban Mesías, Hijo de David… otros El Elegido, Rey de los judíos; pero las palabras que más brotaban de aquellas infatigables gargantas era: ¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
Valeria contemplo al hombre y por un momento sus miradas se cruzaron, la muchacha sin saber por qué apartó la vista de aquellos ojos profundos, y en lugar de mirar hacía el suelo -como en ella era habitual, cuando algo la turbaba- un acto reflejo y casi involuntario hizo que los posase en el cercano monte que llamaban Gólgota -El monte de la calavera-. Fue todo cuestión de instantes, de repente perdió la visión, no podía ver nada, pero Valeria no se asustó, aquello no era la primera vez que le ocurría. Cerró los ojos, respiró profundamente y volvió a abrirlos, de la misma forma que había perdido la vista la había recuperado. Si alguna vez pensó que las historias de su nodriza eran sólo cuentos, ahora estaba segura que la anciana decía la verdad. Ella había sido la única que había heredado el Don de su difunta madre a la que apenas conoció.
La muchacha romana acababa de tener un presentimiento tan negro como las alas de un cuervo. En aquel monte no tardando demasiado ocurría algo espantoso y trágico que rompería la belleza de aquella primavera que comenzaba a nacer con todo su esplendor… y ese algo cambiaría el rumbo y la Historia de la Humanidad.
FIN
Mucha suerte y mucha fuerza en esta nueva andadura. Sin descanso...Y como diria el Vate,
ResponderEliminar"Cumpliendo con mi oficio
piedra con piedra, pluma a pluma,
pasa el invierno y deja
sitios abandonados,
habitaciones muertas:
yo trabajo y trabajo,
debo substituir
tantos olvidos,
llenar de pan las tinieblas,
fundar otra vez la esperanza"
Besos.
"Seguiremos trabajando
ResponderEliminary pasarán las estaciones
primaveras floridas
otoños deshojados.
Siempre con la pluma en la mano,
bordeando piedras en el camino,
tropezando y cayendo a veces,
pero sin miedo a levantarnos de nuevo"
(Chorradita espontánea mía)
Pero D. Antonio lo dijo muchísimo mejor que yo:
"Golpe a golpe,
verso a verso".
Muchas gracias, Ferran, por estar siempre ahí.
Petonets