La mañana era soleada pero fría, típica del invierno madrileño. El viento seco y cortante procedente de la Sierra de Guadarrama penetraba bajo las capas de aquel grupo de valientes, que tenían que utilizar las dos manos para sujetar las chisteras sobre sus cabezas.
Pero ahí estaban todos, no faltaba ni uno, era su cita anual; nublado o con sol, lloviendo o granizando, ellos se reunían en el lugar pactado de antemano, normalmente bajo una encina en alguno de los rincones más escondidos de La Casa de Campo.
De luto riguroso, con los rostros descompuestos, comenzaban el ritual que les había llevado allí como cada año.
- Buenos días señores -les sonrió un solícito camarero.
- Buenos días Carlos, ¿nos has preparado las mesas como siempre? -contestó uno de los miembros del grupo que había sorteado la puerta de entrada del local, una sidrería próxima al río Manzanares.
- Ya está todo preparado, solo faltan unos minutos para que los pollos estén en su punto. ¿Todo bien? ¿Qué tal ha ido el entierro? -preguntó Carlos.
- Estupendamente, como siempre si ninguna incidencia, eso sí con un frío de tres pares de narices, y con esta ventolera no hay capa que resista.
El grupo ya despojado de chisteras y de capas negras se sentaron en torno a la mesa en animada conversación y cánticos de alegría.
Otro entierro de la sardina superado pese a la prohibición de la autoridad. En Madrid tras la guerra se habían prohibido los carnavales, pero mientras existiese un miembro del “Club de la Sardina” esta arraigada tradición no moriría jamás. Ellos sabían que la vieja encina de La Casa de Campo les estaría esperando el año siguiente para cobijar su secreto bajo su enorme copa.
FIN
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