Lucia permanecía sentada en uno de los bancos de piedra que rodeaban el claustro del convento. Le gustaba aquel lugar de encalados arcos y frondoso jardín que la inundaban de luz y color. Los tímidos rayos de sol se posaban en su cuerpo agotado, pero su mente insistía en mantenerse activa devolviéndola sus recuerdos. Veía nítidamente la imagen de la ilusionada muchacha que, cincuenta años atrás, había traspasado aquellos muros que la separaban del mundo.
Ahora, al final del trayecto, se daba cuenta de su error. Durante toda su existencia sólo había sido una sombra que no dejaría huellas de su paso. Aún así, era afortunada. Ella, al menos, pudo equivocarse por sí misma, nadie la obligó a tomar su decisión. Era su vida, fue su ahora o nunca y ella eligió.
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