III
Berta
Rennes (Bretaña) 1229
Era una mañana a principios de verano. A pesar que aún no era mediodía, el calor plomizo se hacía sentir, un calor inusual para la época, y sobre todo para aquellas tierras situadas tan al norte. El conde y su escudero se encontraban en el patio ejercitando con la espada, y los goterones de sudor cubrían sus rostros.
El ruido de los caballos interrumpió su ejercicio; a los pocos minutos vieron aparecer por el portón la carroza de la condesa viuda de Rennes, que se detuvo a pocos metros de donde estaban ellos.
Erwan, sonriente y sudoroso, se acercó al carruaje de su madre, presto a ayudarla a bajar.
— Buenos días madre, no te vi esta mañana, saliste temprano -dijo Erwan ofreciéndola el brazo.
— Sí, hijo, tenía algo que hacer —contestó la mujer ya fuera del coche— Sal Enora, te voy a presentar a mi hijo.
Una muchacha, casi una niña aún, porque como más tarde supo el conde la joven sólo tenía catorce años, bajó con rostro asustado del carruaje. Sus ropas eran humildes, pero la niña iba limpia y bien peinada, unas hermosas trenzas de color caoba adornaban su bonito rostro.
— Erwan, te presento a Enora, será mi nueva camarera.
— Pero madre, ¿no tienes bastante servicio?
— Sí hijo, ya sé que tengo varias camareras a mi servicio, pero este caso es especial, esta jovencita se ha quedado huérfana hace poco. Su madre y ella vivían solas en el bosque, esta criatura no podía quedarse en esas circunstancias, y a mi aya la vendrá bien tener a alguien joven a su lado para adiestrarla en sus funciones. Ya sabes como es y lo poco que se fía del resto de las camareras.
Erwan sonrió, conocía de sobra lo rezongona que era Tekla, la vieja aya de su madre, con respecto a su señora todo le parecía poco.
— Esta bien madre, me parece bien. Esta jovencita necesita un hogar más apropiado que una mísera cabaña en medio del bosque. Sé bienvenida Enora.
El conde adoraba a su madre, había sido su ángel de la guarda durante la niñez, marcada por las pautas de un padre severo, arrogante y tirano, del que tantas veces le tuvo que socorrer. Con la muerte de su padre, en plena adolescencia, Berta se había convertido en su guía y cómplice.
La vida seguía su curso apacible en el Castillo, Berta era feliz con su nueva camarera, una muchacha dispuesta, trabajadora, inteligente y cariñosa, a quien todos inmediatamente tomaron mucho cariño. Sobre todo Erwan, una ternura inexplicable le hacía sentir un cariño especial por aquella discreta muchacha. Seguramente, era el cariño con que veía que trataba a su madre, ese amor compartido por una mujer que siempre había sido un ángel para todo aquel que la rodeaba.
En la recta final del otoño, Deneza, su joven esposa —con quien había contraído matrimonio la pasada primavera. Un matrimonio concertado por amor, no por intereses sociales. Berta jamás hubiese impuesto una boda así a su hijo— les comunicó que estaba embarazada.
Llegó el invierno y con él, un frío espantoso, que se dejaba sentir a través de las piedras del castillo, las chimeneas siempre crepitando no daban abasto para calentar esas salas. Berta comenzó a sentirse mal, el médico confirmó que era un enfriamiento sin mayor importancia, la condesa viuda era aún joven, le faltaban unos meses para cumplir cuarenta años, y además tenía una naturaleza fuerte.
Los días pasaron y Berta no mejoró, día a día iba perdiendo fuerzas, se iba apagando como una llama. Erwan pasaba muchas horas junto a ella intentando alargar el tiempo, ese tiempo que empezaba a dar marcha atrás, aunque él no podía o no quería verlo.
Una madrugada Berta le llamó a su presencia.
— Hijo, noto que mi final está próximo y tengo algo importante que decirte.
— No, madre, verás como te pondrás mejor en cuanto empiece la primavera y mejore el tiempo. Dentro de unos días comenzará abril, tu mes favorito, recuerdo que de niño me decías que era el mes en el qie despertaba la vida…
— Phssss… —le interrumpió Berta— deja que hable y no me interrumpas hijo; lo que tengo que decirte es de vital importancia, no me gustaría morir sin que supieses la verdad.
“Hijo, hace años, cometí una falta muy grave. Me enamoré, me enamoré como jamás pensé que podría amar a nadie en este mundo. Ya estaba casada, en realidad fue al poco tiempo de mi matrimonio con tu padre cuando supe lo que era el amor. Tu padre ya sabes como era, a parte de mucho mayor que yo, tenía mal carácter. Jamás me sentí amada por él. Yo era su tercera esposa, y en mí creo que siempre buscó el heredero que no le habían dado las anteriores. Yo era muy joven, me casé por imposición, no tuve escapatoria.
Pero al poco tiempo conocí a un hombre juicioso, amable y poco a poco nos fuimos enamorando, porque él también se enamoró de mí. Lo sé, aunque con el tiempo tuvimos que dejar nuestros encuentros amorosos.
Quedé embarazada, fue terrible, tu padre llevaba ausente varios meses, yo estaba aterrorizada, aquel niño era evidente que no podía ser de mi marido. Afortunadamente, mi vientre no abultaba mucho y podía disimularlo con los vestidos. Cuando se acercó la hora del parto, me marché del castillo, aduciendo que me retiraba una temporada a un convento para rezar por mi esposo ausente en la batalla. En realidad no me fui muy lejos, acompañada por la fiel Tekla y por Marven, llegamos al Bosque de los Ciervos, y, allí, en la cabaña de la curandera que todos conocían como “La Gacela”, dí a luz a una preciosa niña.”
— ¡Dios mío! Entonces… entonces, esa niña… esa niña.
— Sí hijo, esa niña es Enora. Tienes una hermana, una criatura inocente a quien tuve que abandonar en una cabaña a los cuidados de aquella curandera de la que muchos murmuraban. Pero a pesar de las habladurías de la gente era una buena mujer que siempre ayudó a quien llamó a su puerta. No podía hacer otra cosa, tenía miedo de la reacción de tu padre. Siempre estuve de cierta forma cerca de ella. Marven acudía con frecuencia a la cabaña y me decía si la pequeña necesitaba algo. Cuando me enteré de que “La Gacela” había muerto, fui a buscarla para traerla aquí. Al principio te dije que había cometido una falta muy grave, quiero que entiendas, mi querido Erwan, que esa falta nunca fue tener esa niña, ese pequeño ángel, ni el amor que sentí por su padre. Lo que jamás pude perdonarme fue dejarla, abandonarla, aunque sabía que estaba en buenas manos.
— Y, ella, ¿lo sabe?
— Si, se lo confesé todo el día que la traje aquí. No quería abandonar la cabaña, tuve que me sincerarme con ella para hacerla cambiar de opinión. ¡Pobre criatura! Cuando le pedí perdón se echó a mis pies llorando, como si fuese ella la que había pecado. Fue ella la que me pidió que no dijese nada a nadie. Quería permanecer en un segundo plano, se había criado con sencillez, ahora sería absurdo que cambiase su forma de vida, y, sobre todo, que intentase convertirla en una dama. Aunque todos sabemos que una dama nace, no se hace.
— ¡Dios mío!, tengo una hermana, ahora comprendo el porqué de mi cariño hacia ella. ¿Quién es su padre?, ¿vive aún?
— Sí, hijo aún vive, pero eso no puedo decírtelo, comprende que ese secreto no es sólo mío. Otra cosa es lo de Enora, eso sí debías saberlo, no puedo irme de este mundo sin que sepas que tienes una hermana y sin rogarte que la protejas siempre.
La condesa dejó de hablar.
— Madre, descansa, no conviene que te agotes. ¿Tomaste ya la medicina que te mandó el médico?
— Sí hijo. Deneza está pendiente, es ella misma la que se ocupa de mi medicación sin saltarse una hora. Le estoy tan agradecida, a pesar de lo avanzado de su estado esta pendiente de mí, en lo tocante al tratamiento no deja que sean ni Tekla ni Enora quienes me lo suministren. No has podido encontrar una esposa mejor, y lo que más feliz me hace es ver lo que os queréis. Eso me compensa de la tristeza que me produce no conocer a mi futuro nieto.
Esa misma madrugada, a las pocas horas de haber mantenido esta conversación, la condesa viuda de Rennes, dejó este mundo sumiendo en un hondo dolor a todos los que la habían conocido.
EPILOGO
Rennes (Bretaña) 1238
El anciano caminaba despacio por el sendero ayudado de su bastón. Su “pequeña ardilla”, como llamaba a Gwenn, se le había vuelto a escapar. Por suerte sabía donde encontrarla. Y efectivamente, ahí estaba, en el interior de la pequeña ermita. Un precioso paraje rodeado de hermosa vegetación, muy cercano al castillo, que se había convertido en la última morada de Berta. Fue su último deseo, ella no quería yacer por el resto de la eternidad en la suntuosa grandiosidad de una catedral. Su naturaleza sencilla y cálida la hizo alejarse siempre de todo lo frío y convencional.
— Te volviste a escapar pequeña traidora.
— Pero tú siempre sabes donde encontrarme ¿verdad Marven?, sabes que me gusta reunirme aquí, con mi abuela y mi tía. Me gusta venir y contarles mis cosas, es como si estuviese más cerca de ellas.
— Si, pequeña, siempre estarán contigo, incluso aunque no visites este lugar. Eres una niña afortunada, la mayoría sólo tienen un ángel de la guarda; tú, por el contrario, tienes dos.
— ¡Pobre papá!, ha tenido que sufrir mucho.
— Sí, pequeña, en poco tiempo perdió a las tres mujeres que más había amado en su vida.
— Pero mamá no está muerta.
— Ya lo sé pequeña, pero hay muchas formas de morir para el corazón de una persona, y lamentablemente no todas son físicas. Tu madre murió simbólicamente el mismo día que se ejecutó el juicio del agua.
— ¿Qué es eso del juicio del agua, Marven?
— Es algo repulsivo pequeña, sólo pido a Dios que tú jamás tengas que presenciar algo tan horrible y tan vil.
El rostro del anciano mayordomo se tornó ceniciento. Gwenn, en quien se adivinaba una inteligencia superior a su edad, decidió callar y no hurgar más en esa herida. La pequeña cogió la mano del viejo sirviente y despacio salieron de la ermita. Ya en el umbral, el mayordomo posó sus arrugados dedos en sus resecos labios y depositó un beso que luego con un ligero soplido hizo volar hacía las dos tumbas situadas al pie del altar, donde reposaban los cuerpos de las dos mujeres que había amado con todas sus fuerzas: Berta, su gran amor, la única mujer de su vida, y Enora, el menor de los dos frutos con que había sido bendecida su furtiva relación.
FIN
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