El día era tranquilo,
excesivamente tranquilo para aquella semana tan movidita que llevábamos. Hasta
el mar, que la noche pasada había convertido el lujoso yate de recreo en una
coctelera, estaba en calma. Yo estaba ya hasta el gorro de aquel viajecito de
placer por las islas griegas, total, de esos famosos y mitológicos trozos de
tierra sólo había visto los puertos. Aún no podía comprender que pintaba un
cochero totalmente terrestre en un “barquito velero que surcó la bahía”, aunque
la barquichuela hubiese costado una fortuna y pesase unas cuantas toneladas.
Eso habría que preguntárselo a mi jefa, la sin par Doña María Cándida Mascuerna del Charcoseco, futura heredera del condado del ídem. Que sabe Dios por donde andará esa localidad.
En cuanto a mí, como
cualquiera con dos dedos de frente comprenderá, a estas alturas del siglo XXI
tampoco soy cochero, más bien soy el chofer, lo que pasa es que me tocó la
china el día de la boda. Doña Cándida que es muy suya —es decir una envidiosa
de tomo y lomo— por esas casualidades de la vida— su boda coincidió con la de
los Príncipes de Gales, y ella, una noble de tronío, sin un duro porque las arcas de la familia
estaban más secas que el charco de su título, no podía ser menos que una
plebeya. Estando recién contratado, no me quedó otra que hacer un curso acelerado
de conductor de calesas. A mí me quedó de por vida entre los compañeros el
cartelito de cochero, y mi jefa se pudo lucir en coche de caballos del brazo de
su flamante marido, Don Cornelio Cabras del Monte, un empresario en alza,
plebeyo y pobre de nacimiento, pero ya se sabe; un poco de especulación
inmobiliaria por aquí, un par de negocios turbios por allá, un piquito
ingresado en una cuenta de cualquier entorno paradisiaco fiscal y “voila” ya
tenemos un próspero e influyente hombre de negocios, sin ningún titulillo
nobiliario que llevarse a la boca, pero con dinero para aburrir.
Lo suyo fue amor a primera
vista, todo el amor que ella podía tener al dinero, y él, al deseo de medrar de
una vez por todas y cambiar su estatus de nuevo rico por el de aristócrata que
luce mucho más —eso si algún día se quería morirse ya de una vez su suegro, que
el hombre a pesar de sus noventa años ya bien cumpliditos parecía que se había
aferrado a este valle de lágrimas con una desesperación obsesiva—. Era tan
grande la ilusión de la pareja, que ni se dieron cuenta de los chistes y las
cuchufletas que circularon entre los invitados y el servicio debido a esa
profusión de cornamentas en sus respectivos apellidos.
Y pensar que realmente la
culpa de todo la tiene un puñetero anillo. Sí, hace un mes toda la casa se vio
sumida en el caos y para mí supuso una de las mayores desgracias de mi vida.
Estábamos todos en nuestros quehaceres cuando de pronto nos sobresaltaron los
alaridos de la señora. Resulta que de su joyero había desaparecido uno de sus
anillos, el más valioso, una enorme esmeralda engarzada a un aro de oro blanco
por una cantidad nada despreciable de diamantes diminutos. El pedrusco le debió
de costar una fortuna a Don Cornelio, pero es que los disgusto de doña Cándida
hay que pagarlos, y éste si mal no recuerdo fue por el soponcio que se pegó
cuando sufrió el aborto —un aborto de un embarazo psicológico, como esos que
tienen las perras, en fin ya me callo que no quiero que nadie se lo tome a
guasa je,je,je— Todos buscamos como locos el anillo por toda la casa, pero no
apareció por ningún sitio; conclusión de los señores: Eso había sido un robo, y
no un robo cualquiera, esa casa estaba fortificada contra cacos y maleantes de
todas las especies. Así que el ladrón tenía que ser de dentro, y fue a mi pobre
Rosita a quien le tocó cargar con el muerto.
Rosita era la doncella de
Doña Cándida, de hecho, era la heredera, de la heredera, de muchas herederas de
las doncellas de muchas marquesas de Charcosecos, y es que en la nobleza, al
igual que las señoras heredan los títulos, las doncellas heredan el puesto de
trabajo. Rosita, la mujer de mis sueños —ahora que a mis cuarenta y diez
años había conseguido encontrar el amor de mi vida, va un puto anillo y me lo chafa—
se vio en la calle, compuesta, sin trabajo, con un novio que languidecía por
ella y eso sí, afortunadamente sin haber dado con sus huesos en la cárcel,
porque no se encontró ninguna prueba contra ella. Según la policía no había
ningún hecho fehaciente y todo eran pruebas circunstanciales —bueno esa fue la
manera fina en que el inspector dijo a Doña Cándida que menos lobos caperucita
y que para culpar a alguien de un delito había que tener algo más que una
excelente imaginación—. Estuve por hacer las maletas e irme con ella, no podía
con la indignación, pero mi Rosi como buena doncella, es una persona muy
práctica y me dijo que donde íbamos a ir los dos sin trabajo, era mejor que yo aguantase allí un tiempo
hasta que ella encontrase otra cosa y entonces ya pediría yo el finiquito.
Y ahora, que tenía que
estar disfrutando mi merecido mes de vacaciones junto a mi novia, me tocaba
hacer guardia en aquel jodido barco, todo porque había que estrenarlo en
condiciones —el barquito de lujo era el regalo de don Cornelio para paliar el
disgusto por la pérdida del anillo, si ya he dicho yo que los disgustos de esta
señora son sonados— con la flor y la nata de toda la “jet set” (políticos del
momento incluidos) nadie de la servidumbre era prescindible. Ni siquiera yo,
que aún me pregunto qué pinta un chofer en alta mar ¡joder!, que esta vez nadie
me había pagado un cursillo para manejar un cacharro marino.
— ¡Dios mío, Dios mío!,
¡que disgusto más grande! —escuché gritar a Gracia, desde el salón azul, una
réplica del saloncito de visitas que Doña Cándida tenía en la casa. La muchacha
era la nueva doncella, una chica muy joven y que aún estaba muy verde en el
oficio.
— ¡Ay Lorenzo! Que he ido a
dar las hierbas a Crispín como todas las mañanas, ya sabes que el pobrecito
sufre de estreñimiento y hay que darle la infusión para ayudarle a evacuar.
Pues ha sido dárselo y se ha caído del palo, ahora no se mueve.
Crispín es el loro de doña
Cándida, no quiero decir que ella sea un loro, —en todo caso sería una arpía—
es su mascota y el primer pájaro con estreñimiento que he conocido en mi vida,
aparte de ser un bicho chivato. Ojito con lo que hablas delante de él que luego
todo lo casca el puto pajarraco. Pero esta mujer es así de extravagante, no
puede tener una mascota normal y sobre todo que no hable.
Efectivamente Crispín
estaba en el suelo, patas para arriba y más tieso que la mojama.
— ¿Pero que le has dado?
—pregunté.
— Lo mismo de siempre
—gimoteó Gracia— he cogido un puñado de hojas y las he cocido, creo que eran
las mismas, es que Giovanni hoy está histérico. Pedro, el pinche, está con la
resaca y el mareo de la nochecita que hemos pasado y cómo se le amontona el
trabajo está de un humor de perros. Ha empezado con el “porca miseria” y el
“presto, presto, andiamo, andiamo” y me he puesto nerviosa.
Ni que decir tiene que
Giovanni, se llama Fulgencio y es de Cáceres, pero cuando se dio cuenta que
para tener más prestigio en su oficio y ganar más dinero era mejor hacerse pasar por
un prestigioso chef italiano, no dudó un momento en hacer unos pequeños cambios
en su curriculum, aunque jamás le hubiésemos oído pronunciar más palabras en
ese idioma que las que había escuchado Gracia.
Cogí al bicho y corrimos a
la cocina aprovechando que Giovanni estaba en la despensa.
— La infusión se la he
hecho con esto. —Gracia me señaló un puñado de ramitas que descansaban sobre la
encimera.
— ¡Insensata!, ¡eso es
perejil! Has envenenado al pajarraco—. La chica comenzó a temblar y yo sentí
una pena inmensa, me acordé de Rosita, y no quise que a esta pobre muchacha la
echasen también sin contemplaciones— venga no llores todo tiene arreglo.
Diremos que Crispín se ha escapado, siempre está suelto y con la tormenta de
esta noche es fácil que el ojo de buey se haya abierto y el loro asustado haya
salido volando, la excusa del mal tiempo hará el resto, se perdió en medio de
la tormenta y no supo regresar. Lo único de lo que nos tenemos que preocupar es
de deshacernos del cuerpo del delito. Si lo encuentra Doña Cándida es capaz de
pedir una autopsia. No te preocupes estando en medio del mar no nos será
difícil hacer desaparecer a este saco de plumas, aunque… ¡coño!, Este loro está
más gordo de lo normal…
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Un cúmulo de hechos
circunstanciales hizo el resto.
De la forma más tonta al
subir de la despensa Giovanni tropezó con el pie de Gracia y se hirió en la
cabeza, una pequeña brecha sin mayor importancia, que le mantuvo todo el día
alejado de la cocina. A falta de pinche y de cocinero, yo, que ya fui cochero
antes que chofer, y —como dice el refrán— cocinero antes que fraile, me ocupé de
la cena de aquella noche.
A la mañana siguiente
hicimos escala en Corfú, un servidor hizo la maleta, me escabullí en el puerto
con un lindo regalito en mi bolsillo, el fabuloso anillo perdido que… otro
hecho circunstancial, me encontré en la tripa de ese loro cabrón, chivato y
ladrón. Por su culpa mi pobre Rosita se
llevó el disgusto del siglo. Con los ahorros de los dos nos podríamos pagar un
viaje en primera a Brasil donde sería fácil cambiar el anillo por dinero
contante y sonante… mucho dinero. Total, a Cornelio sólo le costaría pagar otro
capricho, ¿qué sería esta vez?, ¿un avión de oro macizo?, no me extrañaría
nada. A mí desde luego no me quedaba ningún remordimiento, dicen que quien roba
a un ladrón tiene cien años de perdón. ¿Qué les pasará a quienes se lo zampan? Yo no me hago responsable de nada, a mí que me registren, al fin y al cabo…
…Se lo comieron en el
festín y les resultó delicioso.
FIN
Esta vez has echado el resto ¿eh? Nice Work!! Un abrazo.
ResponderEliminarGracias Francisco. Bueno sólo pretendía sacaros una sonrisa veraniega. La culpa es de Gusa y su "Erase una vez".
ResponderEliminarBesos
Has conseguido lo que pretendias. Muy bien elaborado y muy divertido.Saludos.
ResponderEliminarGracias Anónimo. Muy agradecida por tu comentario y bienvenido al Papiro.
ResponderEliminarSaludos