Jamás pensaron que el momento no era el más
adecuado. Se conocían desde niños, habían compartido pupitre y juegos
infantiles. Durante la pubertad aprendieron juntos que la vida compartida era
mucho más hermosa. Que el terreno más accidentado se allanaba exclusivamente
para sus pies y el cielo encapotado se volvía de un azul luminoso sólo para
ellos. La vida se abría ante sus ojos cómo el
campo a la primavera.
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Gustavo era el chico más popular de la
calle, guapo, inteligente, juicioso, honrado, comprometido con su gente y con
sus ideales. Tenía vocación de líder, no en vano había sido nombrado capitán de
la peña que todos los muchachos del barrio habían formado.
Antonia era la chica más guapa de toda la
calle, alegre, desenvuelta y plenamente consciente de que despertaba la
admiración a su paso. Por unanimidad, había sido nombrada la abanderada de la
peña.
No extrañó a nadie que el capitán y la
abanderada decidiesen unir sus vidas. Qué les importaba a ellos que el país estuviese
sumido en el caos, que el gobierno hiciese aguas, que los rumores de un alzamiento
militar fueran tomando más cuerpo cada día. Gustavo no era ajeno a todo eso, de
hecho, él sabía muchas más cosas que algunos de sus amigos, ya que pertenecía a
las juventudes comunistas. Todo daba igual, ¿que importaba que el mundo se
rompiera en pedazos, cuando su mundo sólo lo formaban dos personas?
Una alegre y soleada mañana de febrero se
celebró la boda, una boda sencilla donde no faltó nada ni nadie. Toda la calle
fue una fiesta, banderolas, farolillos, guirnaldas… Una hermosa ceremonia, dónde
toda la vecindad participó; del más pequeño, al más anciano, comportándose como
la gran familia que siempre había sido.
Unos meses más tarde todo cambió de repente.
Los rumores se hicieron reales, un golpe militar asoló el país. Gustavo fue
llamado a capitanía y requerido en intendencia cómo teniente del ejército
republicano. Apenas podía salir del cuartel, eran los primeros momentos de una
guerra, todo el mundo era necesario. Llevaba una semana acuartelado sin saber
nada de su familia, sin poder acercarse a su casa y comprobar si todos estaban
bien. Antonia y él vivían con sus suegros pero a pocos pasos vivían también sus
padres y sus hermanos.
Estaba tratando de quitar una mancha de los
pantalones cuando le llamaron; un chiquillo de su calle le traía noticias. Su
mujer y sus suegros habían sido encarcelados. No sé sabía muy bien por qué,
eran momentos revueltos en los que cualquier comentario, dependiendo de quién
lo escuchase, podía tomarse por lo que no era, y su suegra al parecer había
hecho algunos comentarios que a algunos vecinos les había molestado y los tres
habían sido denunciados.
Gustavo removió cielo y tierra para sacarles
de allí, fueron unos meses muy duros. A pesar de que no podía abandonar el
cuartel cuando quería, intentó que no les faltase de nada —todos los días su
madre o alguna de sus hermanas iban a la cárcel a llevar comida, lo que
buenamente podían conseguir— la ciudad estaba sitiada y no era fácil para nadie
conseguir alimentos.
Al cabo de unos meses las mujeres pudieron
salir del encierro, no así su suegro que había muerto víctima del hambre y los
malos tratos. Antonia no era ni sombra de lo que fue, ni física ni mentalmente.
La guerra seguía su curso, la ciudad cada
vez más asediada, sufría continuos bombardeos, la comida escaseaba ya de manera
alarmante. El gobierno hacía meses que había abandonado la capital y se había
trasladado hacía otra población costera para tratar de salvar “in extremis” lo
que ya era insalvable. O al menos tener una puerta de salida más fácil en caso
de que todo se viese perdido. Sabían lo que significaba caer en manos del
enemigo.
Todo tiene su final, y las guerras también.
Un pequeño grupo de representantes del ejército republicano rindió la ciudad.
Gustavo pasó a ocupar una de las celdas de la misma prisión que poco antes había ocupado Antonia. Después de pasar unos
meses angustiosos con la espada de Damocles sobre su cabeza, con una pena de
muerte sobre la mesa de algún juez militar, gracias a la intervención de una
familia adepto al nuevo régimen, fue puesto en libertad.
Sabía que ya nada volvería a ser igual, que
le sería difícil encontrar un trabajo acorde a sus aptitudes, pero lo malo
había pasado. Al final se había terminado aquella maldita guerra, estaba vivo,
su familia estaba sana y salva y sobre todo tenía a Antonia y dos manos para
trabajar y ¿por qué no? El modesto tallercillo de calzado infantil, él había
aprendido bastante del oficio los meses que había vivido en aquella casa junto
a sus suegros.
Llamó a gritos a Antonia mientras subía de
dos en dos los peldaños. Ellos vivían en un primer piso, pero hasta los vecinos
de las últimas plantas salieron al portal a recibirle. Le costó trabajo
desembarazarse de ellos y poder entrar en su casa.
Allí sólo le recibió un silencio aplastante
y una nota sobre la mesa de la cocina. En ella Antonia se despedía de él. Había
sufrido meses de cárcel, una guerra devastadora. No podía seguir así, el miedo
a encontrarse cada día con la muerte le había hecho recapacitar, aún era joven
y quería vivir, pero no vivir de cualquier manera. VIVIR, en todo el sentido de
la palabra, conocer nuevos lugares, tener todos los lujos que pudiera
permitirse, buena ropa, dinero, y sobre todo comida en abundancia, sin
cartillas de racionamiento, sin tener que hacer largas colas para poder
conseguir una mísera barra de pan. Gustavo no podía ofrecerla todo eso. El
hombre que había conocido, sí.
Ni siquiera le quedó el consuelo de un
divorcio, todos los matrimonios efectuados antes de la guerra fueron declarados
nulos, para validarlos las parejas tuvieron que volver a casarse. A todos los
efectos, él nunca había estado casado, y como soltero figuró desde entonces el
apartado de estado civil en su DNI.
Gustavo vivió muchos años más, y siempre con la extraña sensación de que los
momentos más felices y trágicos de su vida habían sucedido en un duermevela real,
del que sólo quedó un pequeño taller de zapatitos de niños, un papel que
acreditaba un matrimonio que no tenía validez, un corazón de humo que cada día
se le iba difuminando más, y al final de su vida una fría losa sobre la que
cada día una mujer mayor y totalmente vestida de negro depositaba dos claveles rojos.
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