Bienvenidos a este rincón donde compartir pequeñas historias.

lunes, 31 de octubre de 2011

NOCHE DE TERROR


Hola amigos, esta noche todos sabemos que es una noche especial. La fiesta de nuestros antepasados celtas, el Samhain, que ha evolucionado en la historia para convertirse en el Halloween anglosajón que, cada día, cobra más fuerza en nuestra cultura.

Hoy es la noche de las brujas, de los muertos, de los fantasmas, de los monstruos, de las calabazas, del truco o trato, de las golosinas y las chuches para los más pequeños… Pero también es la noche del miedo, donde en muchos lugares aún se conserva la tradición de reunirse un grupo de amigos y contar historias estremecedoras. Y eso precisamente es lo que han propuesto mis amigos de Paraíso4, que han convertido su página web en un cómodo salón, donde esta noche a partir de las 0:30 horas y hasta las 23:30, irán surgiendo de entre la niebla y las sombras de un eclipse, historias de terror.



domingo, 30 de octubre de 2011

LA NOCHE DE LA CALABAZA


Jamás olvidaré la noche de aquel 31 de octubre de 1874. Íbamos camino de Dublín. Hacía cinco meses que nuestro padre había abandonado la aldea. La plaga en la cosecha de la patata de aquel año, nos había sumido en lo más parecido a la pobreza. Por fin, después de un tiempo llamando a todas las puertas, había conseguido un trabajo en la capital. Aquello le permitió ahorrar lo suficiente para buscar un alojamiento sencillo pero digno y nos mandó llamar. Vendimos nuestra vieja casa, las pocas tierras que poseíamos, los muebles grandes que no podíamos llevar con nosotros por el tamaño y con el dinero obtenido, no mucho —la situación era difícil para todos—, con nuestro carro casi vacío de enseres, pero lleno de ilusión por el reencuentro tan esperado; emprendimos nuestro viaje.

En la primera etapa de nuestro itinerario, no pretendíamos hacer muchas millas. El objetivo era llegar a la Posada del Escocés, un lugar limpio y cómodo, —que papá nos recomendaba en su carta—. Allí, según nos decía, una familia honrada podría pasar la noche sin ningún reparo por un módico precio. Pero una cosa es lo que pensamos los mortales y otras las que Dios dispone. En nuestro caso, los planes no salieron cómo deseábamos.

Los hados nos fueron adversos y la suerte nos dio la espalda. Al intentar cruzar el desfiladero camino del río; Boris, nuestro caballo, se rompió una pata. El carro salió despedido y con él lo poco que aún conservábamos de nuestra vida anterior, la ropa, la vajilla de loza herencia de la abuela... Todo rodó por aquel terraplén. La inmensa mayoría hecho mil pedazos y lo que llegaba intacto a las agitadas aguas, terminaba o hundiéndose o arrastrado por el furioso torrente que se había visto incrementar su caudal debido a las fuertes lluvias del mes de octubre.

No pudimos hacer nada, y aparte de ver como perdíamos nuestras pocas pertenecías aún nos quedó lo peor. Boris estaba mal, no nos quedó otra que ver con ojos consternados como mamá, con el rostro anegado en llanto, tuvo que acabar con su vida de un balazo en la cabeza.

No quedaba otro remedio, nos dijo. Incluso tuvimos que dar gracias de que mamá llevase el revolver colgado del cinto, al igual que el dinero. Si no el sufrimiento del animal hubiese sido horrible.

Mi madre era una mujer fuerte y decidida, rápidamente se recompuso, se secó las lágrimas y dio gracias porque todos estábamos bien. Afortunadamente en ese tramo del camino todos íbamos a pie. Tras llevar horas sentados en el carro y dejándonos bambolear por él,  necesitábamos andar un poco para estirar las piernas.

Caía ya la noche cuando sucios y fatigados entramos en una inhóspita aldea. Todo estaba a oscuras, nadie ni nada se cruzó en nuestro camino. Las puertas y ventanas cerradas a cal y canto no dejaban escapar ni el más mínimo hilo de luz de una vela o quinqué.

Llamamos a varias puertas, los tres implorábamos elevando nuestras voces lo más posible que nos abriesen la puerta, que éramos una familia honrada y que no les haríamos ningún daño, si fuese menester incluso podríamos darles alguna moneda a cambio de un plato de sopa caliente y un jergón donde poder pasar la noche.

Todo fue en vano, aquel pueblo parecía desierto. Algo parecía empezar a alojarse en mi interior, una sensación nueva y extraña ¿angustia?, ¿desazón?, ¿abatimiento?... ¿miedo?

Poco a poco y arrastrando los pies fuimos saliendo de aquel poblado oscuro y vacío. Al final del pueblo encontramos una cabaña abandonada. La puerta casi no se tenía en pie, el tejado tenía huecos abiertos entre sus tejas y algunos de los cristales de las dos ventanas de la pared principal estaban rotos. Pero nos dio igual, debíamos parar en algún sitio, nosotros estábamos agotados y mamá, con el rostro desencajado, estaba exhausta. Su avanzado embarazo —ya estaba en el séptimo mes de gestación— y las fatigas y las emociones de la jornada, comenzaban a pasarle la factura.

Dentro había dos jergones desvencijados. Entre Pól y yo preparamos el más grande como pudimos. Allí podría descansar mamá, y luego Sinead y ella dormirían el resto de la noche. Pól y yo dormiríamos en el otro más pequeño.

Fuera encontramos restos de ramas de árboles que prendimos en la derruida chimenea. Mientras Sinead —nuestra hermana mayor— buscaba algún utensilio de cocina para hacer al menos un poco de sopa. Afortunadamente en la bolsa que portaba ella llevábamos alguna provisión, jamón seco, pan, algunos ajos y algunas patatas y hortalizas. Con aquello podríamos tomar algo caliente para cenar.

El cansancio hizo el resto. Al poco tiempo y con los estómagos calientes el pequeño Pól y yo caímos rendidos en el duro colchón.


Un grito angustioso mezclado con el aullido del viento me sobresaltó a medianoche. Antes de sentir el primer zarandeo ya había despertado. A mi lado mirándome con cara asustada, mientras sacudía al pequeño Pól, Sinead nos apremiaba:  

— ¡Mamá está mal! ¡Creo… que el bebé va a nacer!

Cuando Pól se espabiló del todo los tres nos miramos, éramos tres niños asustados en medio de la noche en un lugar solitario y desconocido. Sinead sólo tenía catorce años, yo doce y Pól nueve. Los tres no sabíamos que hacer. Sinead intentó reponerse cuando escuchó que nuestra madre volvió a gritar.


— ¡Corred, avisad a alguien, necesitamos ayuda! ¡Mamá necesita auxilio!

Mi hermano y yo salimos de la cabaña como alma que lleva el diablo. Aporreamos todas las puertas, pero aquel pueblo parecía muerto, nadie atendía nuestra llamada. Sólo una anciana se atrevió a contestarnos a través de la rendija de su ventana.

— ¡Largo de aquí niños!, ¿no sabéis que noche es hoy? Es la noche del muerto. Sí, hace muchos años, una epidemia de tifus terminó con gran parte de la población. Echaron la culpa de la tragedia a O’Neill, el médico, y llevados por la furia, en una noche como esta, le mataron cruelmente. Su fantasma en forma de una gran calavera vuelve cada año para vengarse de sus asesinos y de sus descendientes. Nadie sale de sus casas si quiere permanecer vivo.

— Pero señora tenga caridad, mi madre va a tener un niño, estamos solos y necesitamos ayuda…

La mujer no me dejó terminar. Ni la conmovieron nuestras lágrimas.


— ¡Largaos de aquí! ¡Niños, niños… niños nacen todos los días, pero el fantasma sale hoy a cobrarse sus víctimas.

Cegados por el miedo corrimos sin dirección alejándonos de la aldea, cuando paramos jadeantes para respirar nos dimos cuenta que estábamos junto a las tapias del cementerio.


- ¡Alana! ¡Una enorme calavera! ¡Mira! ¡Entre esos arbustos nos está mirando! ¡Es el fantasma que nos ha dicho la vieja bruja que viene a por nosotros! —chilló Pól temblando de una forma descontrolada.

Me detuve, y ciertamente muy cerca de nosotros, vi un bulto enorme y blanquecino a la luz de la luna. Mi hermano tenía razón, parecía una calavera, dos boquetes eran las cuencas de sus ojos y de su boca sólo quedaba una hendidura horizontal de aspecto tenebroso. La luz de la luna llena reflejada en aquel lugar lo hacía más siniestro aún.

Pero algo me atemorizó más que la visión de aquel ser terrible. De entre las sombras de la tapia surgió una sombra. Una figura alta, vestida de negro de pies a cabeza, con el rostro totalmente cubierto por un enorme sombrero se dirigía a mi asustado hermano:”¡Mocoso insolente! ¡Calla de una vez! Con tus gritos perturbas la tranquilidad de este lugar. ¿No ves que lo que te ha asustado es una calabaza?”

Mi espíritu rebelde se sobrepuso al miedo, además la rabia y la impotencia quitaron el temor de mis ojos y vi claramente que la figura era una inocente y vieja calabaza, cuya cáscara, estaba ajada por el paso del tiempo. Esta tranquilidad me dio valor para encararme después a aquel extraño.

— ¿Quién es usted para tratar así a mi hermano? Es pequeño y está asustado —le increpé.

— ¿Quiénes sois vosotros para escandalizar en este lugar de paz? —contestó el siniestro personaje.

En ese momento recordé los gritos de mi madre y el cansancio, el miedo y las emociones encontradas hicieron que mis nervios explotasen.

— Estamos buscando ayuda, mi madre va a tener un niño y nadie en este maldito lugar nos socorre —dije entre sollozos.

Aquel desconocido se apiadó de nosotros, nos acompañó a la cabaña y atendió a mi madre. Fue un parto complicado y prematuro, pero aquel hombre salvó la vida de ambos. 

Por fin, con las primeras luces del alba, el llanto del bebé rompió la quietud de aquel lugar sin vida.


Nuestro salvador una vez cumplida su misión y tras dar a Sinead algunas pautas a seguir para atender los primeros días a mamá y al recién nacido, sin decir nada más, se marchó. Aprovechando que Sinead y Pól estaban arrobados con nuestro hermano recién nacido, salí corriendo tras él. 

— Gracias Mr O’Neill —dije sonriendo, cuando le alcancé. Mi cabeza no había dejado de pensar durante toda aquella noche ¿Quién sino un médico podía haber salvado aquella complicada situación?

Levantó levemente la cabeza y lo único que pude ver de su rostro oculto por el sombrero —del que no se había desprendido en todo ese tiempo— fue el hueso descarnado de su mandíbula inferior y su boca totalmente mellada devolviéndome la sonrisa.

Sin decir nada continuó su camino y desapareció de mi vista. Unas horas más tarde, cuando el sol comenzaba a estar en toda su plenitud, ganando terreno a la oscuridad y a las sombras, salí a buscar agua. En la puerta me encontré una enorme calabaza con tres hendiduras que simulaban una cara sonriente.


Ha pasado mucho tiempo de aquello. Mis padres ya son ancianos y nosotros adultos con nuestras propias familias, pero cada 31 de octubre nos reunimos todos y hacemos una cena familiar. No hay año que no nos toque amenizar la velada de los más pequeños con nuestra aventura. Pól siempre recuerda esos momentos como la anécdota de “La noche de la calabaza“. Yo la recuerdo de otra manera, nunca pude olvidar la sonrisa de Mr O’Neill. Para mí aquella noche fue mucho más importante, fue una noche especial y mágica donde la muerte y la vida se dieron la mano.

FIN

jueves, 27 de octubre de 2011

DIÁLOGO



— Señor, no habéis comido nada. Ya sé que esta especie de líquido espeso, negro y apestoso no es nada apetecible, pero al menos os hará entrar en calor. Las inclemencias del próximo invierno ya se hacen notar en la ciudad y más aquí, en esta fría mazmorra donde no entra un ápice de luz y las piedras en vez de proteger de los rigores sólo rezuman humedad.

El carcelero contemplaba con lástima al hombre enjuto que, con la nariz pegada a un amarillento y usado documento, no cesaba de escribir a la luz de una miserable vela. Sobre una mesa coja y desvencijada continuaba, de forma casi compulsiva, rasgando la suave superficie del pergamino, apurando hasta la última gota de tinta.

— ¡Vamos don Miguel! No deje que se le enfríen las gachas, sino serán incomibles.

— No importa Petrucho, no tengo hambre y cuanto más secos estén mis huesos será menor el olor nauseabundo que emane de mi cuerpo.

— Señor no me llamo Petrucho, mi nombre es Jean —respondió el hombre sin poder evitar que su cuerpo se estremeciese. Le costaba trabajo asimilar que ese caballero estudioso, culto y de maneras tan correctas, terminase sus días de aquella manera tan monstruosa.

— Lo siento Jean, no sé porque cada vez que hablo contigo recuerdo aquellas páginas de mi libro “Diálogos sobre la Trinidad y De la Justicia”. Por alguna extraña razón que no llego a comprender, a no ser que sea debida al estado en que se encuentra mi atribulado espíritu, pongo a mi querido personaje —con quien mantenía aquellas charlas— tu rostro.

— No importa señor, llamadme como gustéis. Pero, ¿en verdad que vuestro caso no tiene remedio? ¿No hay forma alguna de que os conmuten la pena?

— Me temo que no amigo Petrucho. He llamado a todas las puertas. He escrito varias veces al tribunal y al Consejo de Ginebra demandando justicia. He recurrido a toda la lista de nombres y de altas instancias que creí podrían ayudarme, pero todo ha sido en vano. Me han cerrado toda vía de escape, durante mi vida he hecho y dicho cosas comprometidas, algunas muy molestas; tanto que poco a poco me han ido sentenciando. Incluso tuve que dejar mi patria hace mucho tiempo para evitar las persecuciones de la Inquisición.

— Pero don Miguel, pensar no es delito, ni tampoco decir lo que se piensa.

— Sí, amigo mío, en estos tiempos que corren, lo es. Y más cuando se ponen en duda los mismos cimientos de la Iglesia. Una Iglesia que no dará su brazo a torcer, que no admitirán que están equivocados. Yo osé contradecir su visión sobre la Sagrada Trinidad, algo que ellos creen que es su mayor dogma de fe; sin embargo yo simplemente veo una aseveración tambaleante, sin ninguna lógica, sin fundamento, sin ni siquiera una mínima base en los textos bíblicos —de los que soy conocedor y estudioso desde mi adolescencia—. Incluso me atreví a decir hasta la saciedad que era un error administrar el sagrado sacramento del bautismo a los niños recién nacidos. A ese valioso sacramento deberíamos llegar a la edad adulta, cuando ya somos conscientes de nuestros actos. Sacudí unos principios que ellos pensaban que eran sólidos, pero que están llenos de resquicios, grandes grietas que con el tiempo les pasarán factura. Simplemente traté de señalar una serie de errores de los que adolecen, tanto la Iglesia Católica Romana, como la protestante. Los jerarcas de ambas no me perdonarán jamás.

— Sólo soy un pobre hombre sin un ápice de cultura y menos luces, pero sigo pensando que el castigo es desmedido. Intentar mejorar los conocimientos no es delito, o al menos no debería juzgarse como tal.

— ¡Ay, mi querido Petrucho! No se pueden poner interrogantes a las afirmaciones de los poderosos, ni tan siquiera hacerles sugerencias. Ni Calvino, con quien mantuve una correspondencia amena y fluida me toleró que sacase punta a sus obras y le hiciese anotaciones en sus márgenes. Fue el primero que me amenazó y me dejó muy claro que si alguna vez volvía a aparecer por su ciudad me costaría la vida.

— Nadie debería disponer de la vida de nadie. Ni los sabios, ni los poderosos, ni mucho menos los eclesiásticos.

— Para ser hombre de pocas luces hablas bien Petrucho, hablas bien ¡Ojalá! Algún día todos los hombres pensasen como tú.

— Lo que no entiendo señor es cómo aún con ese ultimátum pendiendo sobre vuestra cabeza habéis regresado.

— Tenía que viajar a Italia, uno de los caminos más rápidos es pasar por Ginebra. Pensé pasar desapercibido, pero para mi mala fortuna, se me ocurrió acudir a la misma iglesia donde predicaba Calvino y allí me reconocieron. De todas formas, reconozco que me he pasado media vida huyendo y la otra media escondiéndome. He sido perseguido por todas partes. La Inquisición tiene un brazo largo y soy consciente que alguna vez esto tenía que pasar, el mundo no es lo suficientemente grande. Pero phssss siento ruidos en el exterior, creo que ya vienen a por mí.

— ¿Y vuestros trabajos en medicina? ¿No serviría eso para eximiros?

— No querido amigo, eso sólo confirma más mi condición de hereje.
 
El rostro regordete y bonachón del carcelero se cubrió de lágrimas.

— Tranquilo amigo mío, no será tan terrible. Aunque mi cuerpo consiguiera escapar a aquella primera sentencia, mi alma ya ardió el día que me quemaron “in absentia”.

El ruido de pasos se hacía cada vez más nítido. Miguel Servet echó una última ojeada a la mazmorra que durante aquellos últimos meses se había convertido en su triste morada, aquellas cuatro paredes húmedas que se habían convertido en sus compañeras. Estaba completamente sólo. Como cada día, Jean, el silencioso carcelero, hacía horas que le había dejado aquella escudilla con aquel caldo sucio y vomitivo que, como cada día, permanecía intacto.

— Mi querido y viejo amigo Petrucho, sabía que no me abandonarías en mis últimos momentos. Espero que algún día mis ideas, puestas en tu voz y tus palabras sujetas en papel y tinta no terminen como yo, presas de las llamas.

"Estaré contento de morir si no le convenzo tanto de esto como de otras cosas de que le acuso más abajo. Os pido Justicia, Señores, Justicia, Justicia, Justicia."

Miguel Servet


FIN

domingo, 23 de octubre de 2011

LA CALZADA



El atardecer caía suavemente sobre el camino. Desde el Puente del Descalzo, el hombre se secaba el sudor de la frente con un sucio lienzo y contemplaba con recelo la cuesta que le esperaba. El color naranja que iban adquiriendo las piedras de la calzada le daba mala espina. Si no conseguía arreglar pronto el eje del carro, la oscuridad le alcanzaría antes de llegar al Puerto de La Fonfría, donde sabía que había un destacamento militar itinerante por aquellas fechas.

Su amo, un comerciante de vinos de Titulcia(1), se informó debidamente antes de preparar el viaje. Aquel negociante avispado había descubierto las ventajas de expandir su negocio hacia el norte. Segovia era una buena ciudad para comerciar. No era el mejor de los caminos, cierto, ya que era un largo y tortuoso sendero que cruzaba las montañas, pero aun así era el camino más recto para conectar con el norte. “El divino Vespasiano había tenido una idea magnífica”, repetía sin cesar el vinicultor. Aunque Petrus no dejase de pensar, en los momentos previos a su viaje, que el divino emperador podía haberse dedicado más a los asuntos líricos —como algunos de sus antecesores— que a temas prácticos.

Y es que aquel pobre esclavo no era valiente, ni tan siquiera animoso. Más bien era un pobre hombre,  pusilánime de alma y canijo de cuerpo, que siempre había viajado acompañado y bajo las órdenes de su compañero, que no amigo, Albanus — un individuo más bruto que fuerte y más fanfarrón que valiente— que le amargaba los viajes auto complaciéndose en lanzarle continuas puyas y bromas mal intencionadas. Pero al menos era una compañía, desagradable sin duda, pero hacía sombra. A Petrus casi le dolía más la soledad que el pensar que tendría que quedarse a pasar la noche en medio de un camino, si no quería arriesgarse a que alguna de las bestias que tiraban del carro se rompiese una pata debido a la falta de luz.

El futuro inmediato que le aguardaba no podía ser más inquietante. Temblaba pensando en lo que las siguientes horas le podían deparar. Se imaginaba asaltado por bandidos —que los había, y muchos por aquellos caminos de los dioses y del César— o atacado por una manada de lobos u otras alimañas de las que pululaban durante la oscuridad por esos parajes. Aunque puestos a elegir casi prefería a las alimañas, quizá si no las pillaba excesivamente hambrientas le perdonarían la vida, cosa que de los de su misma especie, no podía asegurar.

En medio de aquellos negros pensamientos llegaron a sus oídos unos sonidos que entonaban algo parecido a una melodía, extraña, pero sonaba a música. Reconoció silbidos humanos, esos ruidos no los producía ningún pájaro. Al volverse a mirar se quedó con la boca abierta. Un ser de lo más extravagante se acercaba por el camino. Lo primero que llamó la atención del esclavo fue la rara indumentaria del sujeto. Una extraña tela de un color que no sabría definir, porque más bien eran varios colores en uno, cubría sus extremidades inferiores desde el talle, pero lo más curioso era que esta prenda se ceñía de forma suelta a cada una de sus piernas de forma independiente. Si la vestimenta de cintura para abajo era extraña, lo que cubría el torso de aquel hombre era digno de echarse a temblar. Una tela negra y ajustada rodeaba el pecho y lo peor de todo era la especie de dibujo que aparecía en ella. ¡Por Júpiter! Que ni el mismísimo Cancerbero en los infiernos sería más terrorífico. ¿Qué significarían aquellas letras? Petrus había aprovechado las enseñanzas de Vincentius, el viejo liberto del amo y había aprendido a leer, pero aquellas palabras no le decían nada ¿Qué sería aquello de Iron Maiden?

Eso no podía ser nada bueno. Petrus rebuscó entre los pellejos de vino y sacó la fusta para arrear a las mulas, y llevado sin duda más por el miedo que por el sentido común, se adelantó varios pasos increpando y amagando al extraño paseante.

— Sí osas acercarte un paso más a mi carro, a mis acémilas o a mí te dejo el cuerpo baldado hasta las próximas lupercales, criatura de Herulus(2).

—Tranqui colega, pasa contigo tío… yo no sé nada de los problemas que tengas con ese tal Herulus.

— ¿Se puede saber de dónde sales tú con esas raras vestimentas?

— ¡Joer, tronco! Se ve que no te has mirado al espejo, colega estás… estás como diría yo… total con esas faditas. ¡Coño macho! Y cómo mola este carro, te aseguro que no he visto nada así en mi vida. ¡Oye tío! Aquí entre nos ¿están rodando alguna película de romanos por aquí? O estás en la residencia esa politécnica que hay más abajo y estáis preparando una fiesta de disfraces ja,ja,ja, ¡Tío es que me recuerdas mucho a los tipos que salían en Gladiator!

— No te entiendo ser extraño salido de la nada. Espero que no seas un espíritu venido del inframundo para llevarme con él.

— Tú estás mal tron, pero que muy mal. Mira tío yo no sé qué coño es lo que tomas, pero yo lo he dejado ¿eh? Que menudo susto chungo les di a mis viejos hace unos meses cuando me pillaron con la mercancía. 

Petrus miraba a aquel joven de inaudito atuendo y extraño lenguaje con los ojos muy abiertos.

— A ver chico que yo no he tomado nada, ¡por Júpiter! Te puedo decir que en todo el camino desde Titulcia, ni siquiera he bebido ni un trago del vino de mi amo.

— ¡Joder! ¿Tu amo? 

— Sí, soy uno de los esclavos de Abundius Aurelius Bonifacio, vinatero de Titulcia. Tengo que llevar este cargamento de vino a Segovia y he tenido un accidente inesperado. Uno de los ejes se ha roto y ahora se me hará de noche en este inhóspito paraje lleno de bandidos, lobos y demás alimañas.

— ¡¿Que dices de bandidos y lobos y demás bichos raros?! Pero hombre si por aquí lo más que puedes encontrarte es algún perro vagabundo o alguna vaca o toro mansos. Aunque ya te digo tío, que un bicho de esos por muy dócil que sea acojona, son muchos kilos de bicharraco juntos. Eres raro de narices pero me has caído bien, creo que podré ayudarte.

— Toda ayuda será bienvenida amable transeúnte.

— Ja,ja,ja, lo dicho eres un tipo simpático aunque no sé si habrás salido de algún manicomio. Mira te voy a subir hasta el alto de la Fuenfría en mi camioneta, bueno más bien en la camioneta de mi jefe. Hoy se ha tomado el día libre y me ha dejado solo, así que puedo usarla a mi antojo. De todas formas tengo que subir para terminar de hacer el recorrido y recoger la basura. Paralelo a este camino tan heavy hay uno asfaltado por donde los vehículos acreditados, forestales, servicios de limpieza y demás, podemos ascender a la cumbre. Este camino hace algunos años que lo cerraron al paso de turismos.

— ¡Por Neptuno que no te entiendo camarada! Pero me vendría bien que me dejases allí. Según mi amo por estas fechas hay un destacamento de centuriones acampados en la zona. Ellos aparte de tener alguna pieza para reparar el eje, siempre están dispuesto a dar cobijo a los viajeros y comerciantes pacíficos durante la noche. Dime como lo haremos amable… ¿tronco, se decía?

— Tío estás peor de lo que imaginé, mira como este tramo está bastante llano, voy a traer la furgoneta, es lo bastante grande para que este par de mulas —bastante canijas por cierto— quepan, atamos el carro con una cadena a la “burra”, tú te subes al lado del copiloto y ¡ale! Vamos para arriba.

— ¿Pretendes cargar a una pobre burra con las dos mulas, el carro y encima nosotros? ¡Pobre animal! ¡Eso es inaudito y luego llamo bruto a Albanus cuando golpea a los pobres animales!

— ¡Anda, anda! Espera y calla… esto no sé cómo te llamas…

— Petrus es mi nombre.

— No, sí al final terminaré creyendo que eres un romano de verdad.

— Sí, a mucha honra soy un romano de la Hispania, nacido y criado en Titulcia y pronto dejaré de ser un esclavo para convertirme en un liberto. En cuanto consiga unos cuantos sestercios más le pagaré a mi amo mi libertad y montaré mi propio negocio de guarnicionero. Se me da muy bien trabajar con el cuero, de hecho, trabajando en esto y vendiendo mis productos es cómo consigo el dinero. Abundius no es mal amo y no nos prohíbe dedicarnos a otras cosas, mientras cumplamos con nuestros cometidos.

El joven se quedó mirando al extraño sujeto con la boca abierta, empezaba a sospechar que aquello no era ninguna broma.

— Bueno, espérame aquí, en un momento estaré contigo.

— ¡Por todos los dioses! ¡¿Esto qué es?!

— Esta es la burra colega, ¿a qué es guapa? Ya me gustaría a mí tener un trasto así, pero imposible, no puedo sangrar ya más a mis viejos. Con lo de la fianza ya les dejé bastante exprimidos y aun así, tengo que trabajar unos meses en esto por la cara, para terminar de pagar con servicios sociales mi libertad.

— Entonces, ¿eres un esclavo como yo?

— No exactamente, tío ¡puf! hace mucho tiempo que no hay esclavos, mira por el camino te cuento mi historia.

— Yo a ese artefacto que parece salido de la mismísima fragua de Vulcano no subo ni aunque me persiguiesen las arpías.

— Pues tú veras tronco, o esto o te quedas aquí a pasar la noche. ¡Venga tío que te prometo que no pisaré el acelerador!

— Bueno, bien pensado mejor voy contigo.

— Pues como te iba diciendo, hace un año me metí en un buen lío. Me junté con unos colegas y estuvimos trapicheando con droga, ya sabes tron, todas esas porquerías para ver sentirse bien y todo eso. Pero te juro que yo jamás fumé nada y menos me chuté. No, sólo que necesitaba algunas pelas y… bueno la carne es débil. Me pillaron y me metieron una semana en el trullo, cuando salió el juicio pues era o pagar la fianza o me tiraba una temporadita en chirona. En fin, que mis viejos hicieron lo que pudieron pero no lograron conseguir todo el dinero. Menos mal que como era mi primer delito y tal, el juez dijo que el resto lo pagase con trabajos sociales, y aquí estoy recogiendo la basura que dejan los domingueros en la sierra. Pero no me quejo.

— ¿Qué es eso de viejos?

— Son mis padres, es que yo les llamo así, en plan cariñoso y tal, de buen rollito.

— ¡Ah! Entiendo es cómo lo de la burra, je,je,je. Tengo que reconocer que mis descendientes y paisanos habláis un poco raro. Por cierto está calzada me gusta, está completamente lisa y es muy cómoda. Si lo llego a saber subo por aquí seguro que no se me hubiera roto el eje. ¿Cómo llamáis a esto?

— Esto es asfalto, y no te alegres demasiado que un poco más arriba hay unos cuantos baches, claro que no es lo mismo que esa puñetera calzada de piedras puntiagudas, ahí no hay neumáticos que resistan.

— ¡Pues me gusta esto del asfalto y también tu burra, co..lega! Por cierto, ¿Qué es esa cosa tan horrorosa que llevas en tu ropaje superior?  Y, ¿qué significan esas extrañas palabras?

— ¡Ah! Es uno de los logotipos de mi grupo favorito, Iron Maiden, ¿quieres escucharles? Es rock del bueno —y diciendo eso apretó uno de los botones de salpicadero y empezó a sonar una música estridente.

— ¡Por Mercurio apaga ese ruido infernal! No me gusta ¡Por las vírgenes vestales! que me quedaré sordo si no vuelves a hacer ese conjuro y se callan esas voces maléficas. Me gusta mucho más la burra.

— Ya te digo tío ¡es total! Bueno pues ya estamos llegando, subir a motor no tiene color ¿verdad? No hemos tardado veinte minuto, y eso yendo lo más despacio posible, no quería asustarte tronco je,je,je.

— Sí, mira ahí delante está el campamento.

— ¡Jo, tío pues no lo veo! Yo sólo veo unos pedruscos enormes. Ya me gustaría poder conocer a un puñado de soldados romanos de verdad, que yo sólo los he visto en película. Bueno Petrus, creo que aquí nos tenemos que despedir. Espero que pronto consigas tu libertad, amigo.




— Gracias, yo también te deseo todo lo mejor joven salvador. Procura no meterte en más líos. Yo nací esclavo, tú que has nacido libre, no pierdas tu libertad por dar un mal paso.

— Te prometo no volver a meterme en problemas, gracias Petrus.

************

Adela entró en la habitación de su hijo, como cada noche se había vuelto a dormir con la luz encendida, los exámenes estaban próximos y se quedaba estudiando hasta muy tarde.

La mujer se agachó y cogió el libro de texto del suelo. Estaba abierto por el tema del Imperio Romano. Con una sonrisa retiró un mechón rebelde de la frente del muchacho y apagando la luz de la mesilla volvió a su dormitorio.

— Esteban, estoy tan feliz de que al final Rafa haya retomado sus estudios y haya dejado a esa panda de indeseables.

— Sí, yo también estoy contento, desde que estuvo desempeñando esa tarea en La Fuenfría parece otro. Nunca agradeceré lo suficiente la decisión de ese juez. Por fin nuestro hijo se empieza a tomar la vida en serio.

— Se debe de haber echado algún amigo nuevo, le pasa como cuando era pequeño que hablaba en sueños ¿lo recuerdas? Sólo espero que ese tal Petrus sea un buen chico.

FIN

(1) Titulcia, antigua población romana. El relato no se refiere a la Titulcia que conocemos actualmente. La localidad citada en el relato se corresponde con la ciudad romana y que ahora se localiza en el pueblo de Carranque en Toledo. Una localidad conocida por su parque arqueológico que contiene una cantidad importante de restos romanos.

(2) Herulus o Erelus, Dios romano de la oscuridad. 





jueves, 20 de octubre de 2011

INTERCAMBIO



Katia vagaba por las calles sin rumbo fijo, sin meta determinada. Sus ojos,  que ayer  eran firmes y arrogantes y hoy se han convertido en dos hendiduras  arrugadas y desvaídas, miraban sin ver. Su oído, en el pasado fino y sensible, ahora oía sin escuchar. En su cabeza lúcida se instalaron las sombras y la claridad no volvió a recuperar su espacio.

Olvidó todo su pasado, lo dejó aparcado en  un rincón  y,  poco a poco, o de sopetón —nadie lo sabe, porque nadie se preocupó de preguntárselo— se convirtió en un espectro que caminaba por las calles sin voluntad, sin tener plena consciencia ni de ella misma ni de su entorno, sin importarle nada ni nadie. Una autómata sin sentimientos, sin alegría, sin dolor, sin alma.

Sí, ella también lo quiso. Fue plenamente responsable de lo que firmaba. Se lo dejaron muy claro desde el principio. No hubo cláusula que no analizase al milímetro. No la engañaron, ni la obligaron a nada. Tampoco le quedaba el fácil consuelo de culpar a otros de sus propias decisiones. Todo era transparente, era un simple contrato; tú pagas… yo alquilo.

Pero lo que no pudo leer, ni siquiera intuir, fueron las consecuencias que aquel acuerdo comercial sellado y rubricado, tanto por las partes implicadas, como por los abogados que daban legalidad al acto, iban a causar en su vida. Ninguna letra pequeña, por bien redactada y asesorada que esté, por muy claras que se tengan las condiciones, puede prever los resultados que nos puede acarrear en el futuro. ¿Se puede comerciar con los sentimientos? ¿Podemos ser tan fríos cómo para asegurar que nada nos va afectar?

Ella desde un principio estuvo muy segura. Había sopesado los pros y los contras y no había encontrado una sola brecha que la hiciese dudar del paso que había dado, sin embargo, desde entonces sus torpes pasos la encaminaban cómo cada día al aeropuerto. Año tras año, día tras día —de forma instintiva y automática— Katia se instalaba en la sala de espera y, con su rostro pegado al frío cristal, veía despegar los aviones. Un ritual monótono, absurdo, que  no le causaba ninguna reacción, porque ya era incapaz de sentir nada.

Todo el dolor se había quedado concentrado una mañana lluviosa once años atrás, cuando —a través de ese mismo cristal— vio partir aquel avión tan parecido a los que contemplaba cada día. En él vio alejarse un pedazo de su ser.

Katia había alquilado su vientre, había ganado un puñado de dinero. Pero en el intercambio había empeñado su corazón.

FIN


domingo, 16 de octubre de 2011

TE HARÁ SONREÍR



Sábado, por fin llegó mi descanso semanal. Dos días para mí, para hacer lo que se me antoje. No sé si darme otra vueltecita en la cama e intentar recuperar esa modorra  maravillosa que tenía antes de despertar. No es justo que para un día que sueño que le estoy dando una patada en el culo a la insoportable de mi jefa, poniendo los puntos sobre las íes y diciendo todo lo que he estado callando durante tantos años, ese maldito rayo de sol haya venido a tirarme del pelo y a decidir —por su cuenta y riesgo— que ya era hora de levantarme.

Intento acoplarme de nuevo al colchón, pero es imposible. Abro un ojo, luego otro, y mi mirada automáticamente se dirige al despertador de mi mesilla. ¡No me lo puedo creer! Sus centelleantes números verdes me dicen que sólo son  las ocho de la mañana. Esa es la hora a la que casi me levanto cada día. Bufo, me doy de cabezazos contra la almohada y vuelvo a mirar con la peor de las intenciones a la ventana. En especial, a ese hueco descarado y desafiante que ha dejado penetrar al intruso que me ha robado, con alevosía y premeditación, uno de mis momentos felices.

Con un humor de perros salto de la cama —mi refugio acogedor— mientras duermo, pero en el que no puedo permanecer un segundo despierta. Hay quien goza remoloneando entre las sábanas. Yo jamás he podido, doy mil vueltas, me pongo nerviosa, me inquieto; para al final, terminar agotada en una lucha absurda en la que siempre salgo derrotada.

Poco a poco el mal humor se va convirtiendo en desesperación mientras contemplo, con estupor, el estado de caos en el que está sumido mi coqueto —y siempre reluciente— pisito. Anoche llegué en un estado tan lamentable a casa, después de la dura jornada de trabajo, que no pasé ni por el salón. ¡Dios mío! Pero si no tuve fuerzas nada más que para ducharme y tumbarme en la cama en estado vegetativo. Se me había olvidado completamente, que ayer, pasó por aquí mi hermana con sus dos fieras. Siempre que tiene que venir a alguna gestión al centro, se me instala de ocupa  la noche anterior al evento. Según ella, para no tener que hacer madrugar tanto a los niños, pero yo creo que en el fondo lo que quiere es joderme mi pacífica, solitaria, aburrida pero, a la vez, entrañable y querida existencia. Es lo que tiene vivir en una urbanización fashion, moderna, de lujo… pero situada en el culo del mundo y tener una hermana con un apartamento molón en pleno corazón de la ciudad.

Paciencia, me repito una y otra vez, después de todo ya tengo que dar un repaso a la casa. Llevo sin hacerle una buena limpieza a fondo desde hace meses. Pero cuando hable con mi hermana le voy a poner las cosas muy claritas. Cuando venga con sus pequeños depredadores ya puede traerlos atados, y bien atados. Y me importa tres pimientos y medio que me siga dando la charla: ¡Andrea, nena, ¡qué carácter tienes! Hija no me extraña nada de nada que sigas sola y soltera. Es que no hay quien te aguante. Tienes que endulzar ese pronto tuyo o te quedarás sin perrito que te ladre”. O cuando viene el repelente de Jaimito, mi sobrino mayor, con uno de sus dibujitos del colegio. Esos monigotes verdes y monstruosos a decirme: “¡Mira tita Andrea, eres tú cuando te enfadas!”. A lo que mi señora madre y sufrida abuela de las criaturas suele añadir, para rizar más el rizo: “No me extraña nada hija. Con ese humor que tienes y esa cara de malas pulgas a todas horas, ¡cómo quieres que te pinten los niños!”.

¡Dios mío! Esta vez los pequeños cabroncetes han ido mucho más lejos en sus fechorías mientras la impresentable de su madre —es decir, mi insufrible hermana mayor— seguramente se estaría rascando la barriga tumbada en mi mullido sofá y curioseando cualquiera de mis libros.

No contentos con ponerme el salón como un basurero, me han revuelto todos los cajones, invadiendo mi intimidad sin ningún pudor, ¡pequeñas sanguijuelas! Me voy a cagar en la madre que los parió en cuanto les eche la vista encima. Me da igual que mi hermana se haga la ofendida y amenace con no volver a pisar mi casa. Es que me la suda, directamente, estoy hasta los ovarios de ella y sus mocosos. Si vive en medio de la nada no es culpa mía. Que venda su puñetero chalet y se venga a vivir más cerca ¡coño! O, mejor, que su flamante maridito pida el traslado y se vayan todos a Tombuctú y que me dejen tranquila.

Llevada por todos los demonios del averno, me voy para la cocina y vuelvo al salón armada hasta los dientes: escoba, recogedor, plumero, bayetas varias, limpiacristales… y demás armas de “limpieza masiva”.

¡Ale! Los putos niños no han dejado títere con cabeza y me han llenado todo de papelitos. Pero de todos, uno en especial me llama la atención. Está cuidadosamente doblado. Imposible que un trozo de papel esté en tan buen estado tras haber pasado por las manos de semejantes mercenarios del desorden y del caos.

Lo desdoblo y comienzo a descifrar lo que aquellos garabatos casi ilegibles y plagados de faltas de ortografía que, incluso a mí, que no soy ni mucho menos la personalización de la RAE, me dañan los ojos.

Hace ya varios años de aquello pero, a medida que voy leyendo, recuerdo aquella tarde calurosa del mes de agosto, en el hospital. Tres mujeres: mi madre sumida en el dolor y deshecha en lágrimas, mi hermana al borde de la histeria y yo,  la más joven de las tres, escuchando con calma lo que aquel médico de inmaculada bata blanca nos estaba diciendo. Mi padre se moría irremediablemente. Su vida se consumía como la vela que se va apagando lenta pero inexorablemente. Podría ser cuestión de días, horas o incluso momentos. Entre los sollozos de mi madre y los gritos de mi hermana fui intentando digerir lo que aquel hombre impasible nos estaba diciendo. Cuando terminó su sentida, pero profesional perorata, del que está acostumbrado a dar semejantes noticias, salí corriendo del despacho. En ese punto la memoria se me nubla, sé que corrí  como si  quisiera romper la barrera del sonido, como si pretendiese ganar una batalla a un viento inexistente. Corrí buscando en la soledad la libertad necesaria para desahogar toda mi angustia.

En el rincón de la solitaria terraza común, aledaña a la habitación de mi padre, en la hora más tórrida del verano y con ese implacable sol del estío como único testigo, al fin lloré. Lloré amargamente de rabia, de impotencia, de pena.

Aun así, incluso sorda y cegada por mis sentimientos, sentí las suelas de unas zapatillas rozando el suelo. Me volví y vi a un anciano apoyado en su garrote, marcando su paso lento y cansado. Era el vecino de cama de mi padre.

— ¡Hola pequeña! Malas noticias ¿verdad? —Yo sin poder aún pronunciar una palabra asentí con la cabeza.

— Toma, esto lo he hecho para ti. Creo que eres una persona hermosa y muy necesitada de cariño, aunque lo disimules tras esa fachada de fortaleza en la que te escondes. No soy escritor, ¿sabes? No, sólo soy un pobre e ignorante viejo al que le gusta plasmar lo que ve y lo que siente en pedazos de papel. Esto no va a mitigar tu pena, lo sé, pero seguramente pasado un tiempo, cuando el señor que no olvida, pero todo lo cura, vaya sanando tu herida y recuerdes este momento o vuelvas a leer esta absurda poesía —si es que no optas por arrojarla en la primera papelera que encuentres—  sé que te hará sonreír. 

Sin más me tendió la hoja, que no era otra cosa que el papel rugoso de una servilleta, y tras darme un golpecito cariñoso en la espalda, se alejó de mí con el mismo paso cansino y agotado por los años con el que se me había acercado.

No lo recordaba, ni siquiera sabía cómo o cuándo había viajado conmigo en mi mudanza, ni donde había guardado ese mal proyecto de poesía. Tuvieron que pasar años y mediar los trastos de mis sobrinos para recordar ese momento.


Volví a doblar la servilleta con cuidado y la metí en mi joyero. Sería una sucesión de letras sin ton ni son. Sin la mínima regla gramatical y ortográfica en su sitio. Sin el mínimo sentido del ritmo ni de la métrica. Sin una rima bien colocada en su sitio. Pero era mi poesía, era algo que habían hecho por y para mí. Y sin ninguna duda, era el conjunto de palabras más hermosas que me habían dedicado en la vida.

Alguien, sin apenas conocerme, se había tomado la molestia de mirar más allá de la superficie de mi aspecto exterior y profundizar en mi alma mucho más de lo que mis seres queridos o yo misma había hecho nunca. Mi anciano mal poeta, pero auténtico maestro de la vida tenía razón. Releer su poesía me había hecho sonreír.

FIN