Las campanas de la torre de la iglesia repicaban de forma rápida e insistente. Todos los moradores de la pequeña aldea asturiana situada en un valle montañoso salieron de inmediato a la calle.
Aún no había amanecido y el cielo estaba cubierto de una espesa niebla, la humedad se calaba en las piedras de las casas, lo que hacía que estas rezumasen agua que se precipitaba al suelo lentamente resbalando por los muros en forma de gotas diminutas; a cualquier visitante extraño y ajeno al lugar, le hubiese dado la impresión de que los muros lloraban; pero aquellos aldeanos curtidos y acostumbrados a aquel clima sólo prestaban atención al sonido de las campanas.
Algo había pasado, en aquellos tiempos lejanos, ese sonido metálico era la única forma que tenían de alertar a la población cuando ocurría algo extraordinario.
Los aldeanos hacían corrillos y murmuraban, mientras se dirigían a la iglesia, el lugar de reunión, allí les informarían de lo que había pasado.
En la puerta les aguardaba el cura que intentaba consolar a una mujer anciana y encorvada que lloraba amargamente junto a él. Todos la conocían, era Xica, la esposa de Mingo, el pastor.
Y es que según iba creciendo la aldea, los vecinos se fueron dedicando a otros quehaceres más productivos; muchos de dedicaban a la productiva agricultura, mientras otros habían buscado aumentar su medio de vida en el trabajo artesanal. Ahora cuidar de sus animales se les hacía demasiado trabajoso; así que pensaron que lo mejor sería juntar los rebaños y pagar a una persona para que se los cuidase. El alcalde cedió la cabaña de la colina y los terrenos para hacer los rediles, y los vecinos pagarían todos los meses diez monedas de cobre a quien se hiciese cargo del ganado.
Rápidamente Mingo y su mujer se prestaron voluntarios, la cabaña era amplia y cómoda y a ambos les gustaba la soledad, ya que no eran demasiado sociables. A eso tendrían que añadir que los pastos les quedarían mucho más cerca que viviendo en la aldea, los animales tendrían un buen lugar para su encierro y los vecinos estarían tranquilos y felices sin soportar los molestos mugidos y balidos, ni su mal olor; sobre todo del olor desagradable que despedían las ovejas. El pacto se cerró con éxito, y todos quedaron contentos.
Bien, es cierto que ahora era más fácil que algún animal muriese a causa del ataque de algún animal salvaje, en la soledad del campo era más fácil que los lobos se arriesgasen a hacer alguna incursión en el redil, sobre todo en invierno; también pasaba en la aldea, aunque allí era más difícil ya que el lobo huía por instinto de los grupos humanos, tenía que ser un invierno muy crudo para que se arriesgasen a bajar a la población. Pero tampoco esto les quitaba el sueño, los estragos no eran muy grandes, un día una vaca… días después un par de ovejas… o alguna cabra. Era pérdidas que se podían asumir fácilmente.
Pero aquel día cuando oyeron las campanas y vieron llorar a Xica de forma desconsolada, presintieron que algo grave había sucedido. Los murmullos cesaron y todas las miradas se concentraron en el párroco.
Con los hipidos de la mujer como música de fondo, el cura comenzó a explicarles los motivos de los tañidos a aquella hora temprana.
— Os tengo que comunicar una mala noticia, Xica me acaba de decir que esta madrugada todos los animales del rebaño han aparecido muertos.
— ¿Pero todos? ¿No ha quedado ni una cabeza? —preguntó asombrado el alcalde.
— Todos, no ha quedado vivo ni un solo animal del rebaño.
Aquello era muy grave, para una aldea de sus características era primordial contar con animales que les diesen carne, leche y lana; que ahora ellos se dedicasen a otras tareas no significaba que la ganadería continuase siendo uno de sus principales medios de subsistencia.
Se miraron unos a otros boquiabiertos y alelados.
— Eso no han sido los lobos —estalló una voz—. No, cierto que alguno puede bajar de forma esporádica y atacar al ganado, pero no de esa forma. Ahora tienen comida suficiente arriba no se expondrían a descender hasta el redil, estas bestias no matan por matar, sólo lo hacen para comer. Sería muy extraño que un par o tres lobos despistados hayan podido matar a un rebaño tan numeroso —comentó uno de los hombres más ancianos.
Extrañados y acusando todavía el golpe recibido, toda la aldea en pleno decidió subir hacia el hogar de los pastores y comprobar con sus propios ojos aquella tragedia. Allí se confirmaron sus sospechas, aquello no había sido obra de los lobos ni de ningún otro animal salvaje, de hecho, los animales no aparecían con mordeduras, ni desgarros en sus carnes, yertos en el suelo permanecían intactos, como si durmiesen apaciblemente.
— Esto ha sido obra de la xana —exclamó uno de los vecinos—. Ella lanzó un maleficio contra nuestro ganado, estoy seguro. Esa mujer nos odia.
— Si se le puede llamar mujer a esa especie de engendro del demonio, dicen que hecha mal de ojo a quien mira de frente, y hay quien afirma haberla escuchado hablar con los animales, dicen que ella conoce todos sus lenguajes, y que ellos la entienden —dijo un rapazuelo con un estremecimiento.
— Sí, es una bruja, si creo que hasta a mi marido le ha echado una maldición, ¡mirad, mirad! En que estado se encuentra —dijo Xica abriendo la puerta de su vivienda y dejando paso a alguno de los curiosos.
Efectivamente, Mingo estaba en un estado lamentable, permanecía sentado en la mesa de madera, como alelado, los ojos miraban al frente sin expresión ninguna, como si estuviesen muertos, no reconocía nada ni a nadie, con las manos se sujetaba la cabeza como si está fuese a salir disparada de su cuello; su mujer aseguraba que no se había movido nada, que estaba en la misma posición que cuando le había dejado hacía un rato, el único movimiento de aquel cuerpo inmóvil era el subir y bajar de su pecho al ritmo de su respiración.
Algunas mujeres que, en estas tesituras, las hembras son mucho más lanzadas e incluso más violentas que los varones, alentaban a sus hombres para que fuesen todos a la choza de la xana; tenían que hacerle pagar caro aquella tropelía.
— ¡Qué sois, hombres o gallinas! Vergüenza debería daros estar aquí como atontados, hay que ir a buscar a la bruja y terminar con ella, ¿Cómo vamos a alimentar a nuestros hijos este invierno? —gritaban las más atrevidas, mientras las que callaban, murmuraban por lo bajo coreando a las que hacían estos comentarios.
— Un poco de calma vecinos —intentaba mediar el alcalde— no todo se ha perdido, las pieles se pueden utilizar, los animales están intactos, y la comida; y nadie sabe a ciencia cierta si esta mujer ha tenido la culpa, no nos aventuremos a buscar un chivo expiatorio antes de tiempo.
— ¡Ni loca! Jamás se me ocurriría vestir a mis hijos con la tela que diesen las pieles de estos animales, a saber que clase de sortilegios habrá hecho ese ser infernal —comentó una de las que más gritaba.
— Ha sido ella, estoy segura.
Una mujer menuda con la piel cetrina y arrugada, vestida con un sayón negro que la cubría desde el cuello hasta los pies y con la cabeza cubierta con una toca gris de la que salían algunos pobres mechones de pelo sucio y canoso, se abrió paso entre los presentes hasta que se situó frente al alcalde increpándole con una voz dura como el granito; sus ojos destilaban tal odio que el hombre no pudo evitar dar un par de pasos atrás. Era Patru, la mujer que había ejercido de partera durante toda su vida, la que había asistido todos los nacimientos de la aldea desde tiempos inmemoriales, la más anciana del lugar.
— ¿Es que ya no te acuerdas del odio que nos tiene? ¿No recuerdas que juró vengarse de nosotros cuando colgamos en medio de la plaza al ladrón de su marido? En el momento que aquel malnacido daba los últimos estertores y se balanceaba en la cuerda, antes de que ella abandonase la aldea para siempre. ¿No dijo que pagaríamos las consecuencias de aquel acto cobarde? ¿No nos acusó vilmente de culpar a un inocente?
— Tiene razón la Patru —gritó un hombre joven— yo era un niño aún, pero recuerdo aquella mañana como si fuese hoy mismo. Dicen que durante el camino a su destierro se encontró al Diablo e hizo un pacto con él, y este le concedió poderes.
— Sí —gritó otra mujer— todo el mundo sabe que hace lo que quiere con esos potingues que prepara, lo mismo puede sanar que matar. ¡¡Es una xana!! Acabemos con ella antes de que ella termine con nosotros.
El alcalde no pudo hacer nada más, sabía que sus palabras caerían en saco roto, era tan imposible calmar a una turba violenta con sed de venganza, como intentar parar la lluvia o sosegar los vientos. Pero decidió ir con ellos, era su deber y sería la única manera de intentar, aunque fuera a última hora, calmar la situación y evitar otra muerte injusta. Porque la memoria de la gente era frágil, muy frágil, todos tendían a recordar lo que querían recordar. Sí, el recordaba mejor que nadie el día que colgaron a Recaréu, el que hasta ese momento había sido el honrado herrero del pueblo, y también recordaba algo que ahora todos parecían haber olvidado. Algún tiempo después del linchamiento se había probado que aquel pobre desgraciado era inocente.
Armados con todo lo que pillaron a mano, piedras, palos, cuchillos, tijeras, hoces... Marcharon decididos hasta la choza de la xana, una cabaña minúscula en la parte más profunda del bosque. Encontraron a la mujer arrodillada inmersa en el cuidado de su pequeño huertecillo.
Al ver a la turba sedienta de sangre se levantó, aunque su rostro estaba pálido y velado por la sombra del miedo, mantuvo la calma.
— ¿Qué queréis de mí? —preguntó con voz fuerte y segura.
— Yo no he hecho nada a vuestros animales, pero sé que no me creeréis, igual que no creísteis a mi marido cuando él juraba y perjuraba que era inocente. ¿Venís a matarme? Sí, lo veo en vuestras caras, veo esa sed de sangre en vuestros ojos. Veo ese rictus de locura que envenena los corazones y nubla la vista.
— Vamos a ver, intentemos calmarnos, esta mujer dice ser inocente y nadie sabe con exactitud si es culpable o no. Démosla una oportunidad de defenderse, no volvamos a cometer el mismo error. Patru me culpó hace un momento de no recordar ciertas cosas, y, sí, las recuerdo tan bien como ella, incluso diría que mejor; Recaréu era inocente ¿no pesaría en vuestras conciencias cometer el mismo error? —preguntó el alcalde.
Todos bajaron la cabeza, el hombre suspiró, parecía que por fin les había hecho entrar en razón, la laxitud de los brazos que portaban las armas parecía demostrar que el buen juicio comenzaba a salpicarles.
— ¡Yo digo que es culpable! ¿Os vais a dejar engañar por esta bruja y por el charlatán del alcalde? —la voz de Patru restalló de nuevo en el silencio con un resentimiento ponzoñoso.
— Es cierto, ha sido ella —coreó la pastora— ella mató a los animales, y además ha embrujado a mi marido ¿No le habéis visto en el estado en el que se encuentra? No habla, no se mueve, no reacciona. Esta bruja le ha lanzado un conjuro.
Los ánimos volvieron a caldear el ambiente con más virulencia que antes, el corro que rodeaba a la xana se iba cerrando a su alrededor. La mujer se preparó para recibir el primer golpe o la primera cuchillada.
Nadie se dio cuenta que tras la espesura de los árboles había surgido una sombra parda, esta se filtró por entre las filas de los aldeanos y no se hizo patente hasta que se plantó delante de la mujer acorralada. Todos se quedaron petrificados cuando la sombra se materializó convertida en la figura de un enorme oso pardo.
El terror se dibujó en todos los rostros, hasta los más aguerridos dieron varios pasos hacia atrás, ni siquiera se atrevieron a salir corriendo, temían que aquella bestia les atacase si hacían cualquier movimiento un poco brusco. Hacía muchos años que no se veían osos por la zona, la caza indiscriminada para obtener sus pieles había hecho que muchos fuesen exterminados y otros huyeran en busca de otras tierras menos amenazadoras para su especie.
La xana se situó junto a la enorme figura, estaba tranquila, tenía un don especial para los animales y sabía que no podía temer nada de aquel oso que había aparecido cuando más necesitaba ayuda. Entonces aprovechando el temor que despertaba la bestia, comenzó a hablar.
— Soy inocente y hay dos personas que lo saben —entonces su rostro se dirigió a la mujer del pastor, y mirándola fijamente a los ojos, siguió hablando— Yo os avisé a tu marido y a ti hace días. Os dije que el lugar donde llevabais a pastar el ganado era peligroso. ¿No os advertí de que por allí había abundancia de hierbas venenosas? ¿No os sugerí que era mejor que fueseis al otro lado del monte, junto al enebral? Y vosotros, ¿qué hicisteis? Reíros de mí, mofaros de mi buena voluntad, llamarme bruja, y amenazarme con apalearme si seguía metiéndome en vuestros asuntos. Sabíais que conozco las plantas, pero vuestra ignorancia, vuestra intransigencia y sobre todo vuestra superchería os hizo rechazar mi consejo. Nadie concede crédito a una bruja, una xana que sólo sabe lanzar maleficios y desearos el mal. Bien, pues aquí tenéis el mal, y de la mano de la gente de vuestra confianza.
— ¿Es eso cierto? —rugió el alcalde mirando con dureza a Xica.
La mujer estalló en violentos sollozos.
— Sí, es cierto, ella nos alertó del peligro de esas hierbas, pero Mingo no le hizo caso, ¿quién se iba a fiar de las palabras de una bruja? ¿Lo hubieseis hecho vosotros?
Todos se miraron avergonzados, nadie puedo increpar a la mujer porque sabían que tenía razón, en la misma situación, todos habrían hecho lo mismo.
Poco a poco, el corrillo se fue deshaciendo, todos se fueron marchando pausadamente y en silencio, con las cabezas gachas, sabiendo que las últimas palabras de la xana eran verdad. Ellos mismos eran los causantes de sus desgracias. Patru se desvaneció al escuchar las palabras de la xana, dos de las mujeres tuvieron que sujetarla y muy despacio llevarla de regreso a su casa.
— Lo siento mujer… perdón Dela, hacía tantos años que no pronunciaba tu nombre que casi se me había olvidado —murmuró el alcalde— te pido disculpas en nombre de toda la aldea.
— Ve con Dios, eres un buen hombre, gracias por haber intentado poner cordura en esas duras y resentidas cabezas —contestó Dela.
En la puerta de la choza ya sólo quedaban dos figuras, la xana y el oso que permanecía a su lado. La mujer le acarició una zarpa.
— Gracias amigo, no sé de donde has salido, pero si no hubieses acudido a ayudarme mis días habrían terminado hoy.
Al mirar los ojos del animal la mujer dio un respingo. Dos hermosos ojos de color miel la contemplaban a través de la piel de la bestia, unos ojos que le eran tremendamente familiares.
— Recaréu ¿eres tú?
— Sí, Dela, soy yo, antes de morir juré que te cuidaría, que jamás dejaría que te pasase nada malo aunque tuviese que atravesar las barreras del otro mundo. Doy gracias porque, al menos, por unos momentos he vuelto a tenerte junto a mí, pero debo irme, el tiempo se acaba y tú ya no me necesitas.
— No te vayas, te he echado tanto de menos, quédate conmigo Recaréu, te amo, no hay día desde hace siete años que no llore tu ausencia.
— Lo sé, mi vida, pero no puede ser, debo irme, mi misión ya se ha cumplido.
— ¿Dónde irás?
— ¿Ves esa senda que se abre entre las montañas? Ese será mi camino.
— Pues si no te puedes quedar, llévame contigo, cada día es más duro vivir sin ti.
— No puedo, eso no depende de mí, tú aún tienes muchas cosas que hacer aquí. Lo sé, desde ahí arriba se ven muchas cosas. Dela, harás cosas muy buenas, así que tu presencia aquí todavía es vital. Pero te prometo que cuando llegue el momento seré yo mismo quien venga a buscarte y juntos, atravesaremos esa hermosa senda, la senda del oso, ese camino secreto que sólo ellos conocen; el sendero por donde hace muchos años ellos también huyeron de la intransigencia y la maldad de los hombres.
FIN
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