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martes, 26 de noviembre de 2013

SUEÑO OVAL


Tantas veces se veía así en sueños. Sus manos acariciaban el cuero suave y, en ese momento, frío de la silla. Estaba como abducido, como si algún ente extraño hubiese entrado en su cuerpo. No tenía dudas que eso que sentía debía ser lo más parecido a lo que la gente llamaba la ERÓTICA DEL PODER.

Sus ojos, desorbitados, agrandados y multiplicados por dos —debido a la excitación que sentía en aquellos momentos— se posaron hipnóticos en el gran escritorio “Resolute”  que presidía el despacho, y que había sido un regalo de la Reina Victoria al presidente Rutherford B. Hayes en señal de amistad y buena voluntad. La madera para construirlo había salido de un barco inglés: el “HSM Resolute” que la marina británica había abandonado en el mar Ártico al embarrancar en el hielo. Años más tarde los norteamericanos lo rescataron y fue llevado a Reino Unido. Cuando el barco fue desclasificado en 1879, la Reina ordenó fabricar dos escritorios de madera. El otro se encuentra en el Palacio de Buckingham. (Me había aprendido bien ese trozo de nuestra Historia).

Sí, el despacho más codiciado del mundo, el núcleo de poder universal por excelencia. El centro del mundo y casi, del universo, ¿no era desde allí desde donde partían las órdenes imprescindibles para que actuase la NASA? ¿No había sido uno de los antecesores en el cargo quién dio luz verde al programa espacial, y por tanto fue uno de los primeros pasos para que el hombre pisase la luna?

Aquel despacho era sin duda el sueño de muchos hombres y… mujeres. ¡Claro que sí! Bradley J. Donovan era consciente de que muchas de ellas también soñaban con alcanzar la presidencia y no quedar relegadas al segundo puesto de Primera dama de… Entre ellas la suya propia, a su Lorraine la gustaba mucho mandar. Estaba convencido que incluso mandaba más que él, aunque lo hacía de forma tan sutil que apenas se notaba: «Brad, cariño, si te parece; pero sólo si quieres y cuando quieras, saca al perro». Pero Bradley sabía que tras esas melosas palabras se escondía un: « ¡O sacas al perro ya, o te quedas sin cena!».

Apartó a Lorraine de su mente. No, cielo, este no es TU momento, es MI momento. Es mi rato de relajación, aunque no lo parezca, sal de mi mente ¡ahora mismo!

Como por arte de magia, Bradley volvió a recuperar la visión de aquella carpeta. ¿Y si la abría? En el fondo le daba miedo enfrentarse a ese primer movimiento y a ese acto de confianza en sí mismo. Había sido una dura lucha por aquel puesto. Bueno si tenía que ser justo, Lorraine también puso mucho de su parte y ayudó lo suyo. Siendo consecuente ella había hecho casi todo, bueno, francamente, lo había hecho TODO. Tantos meses peleando por estar allí, respirar el aroma que despedían esos viejos muebles, pisar esa alfombra, ver el mismo paisaje con la misma perspectiva de sus antecesores a través de los grandes ventanales…

Volvió a mirar la carpeta. Abriendo ese documento seguramente podría enterarse de alguno de los secretos mejor guardados, o no, lo mismo sólo guardaba una simple factura. Era novato y no sabía donde se podrían guardar los documentos comprometidos. Pero sería demasiado peligroso que papeles de ese tipo estuvieran allí a la vista de cualquiera. Aquello sería de juzgado de guardia y, sin ninguna duda, un motivo más que suficiente para echar la bronca al secretario.

Sus ojos se apartaron de la carpeta y se posaron en el teléfono… ¿Sería ese el teléfono que daría línea directa con el Kremlin? Seguramente… ¿y si probaba? Sería divertido presentarse fuera del protocolo: «¡Hola, colega, soy tu homólogo, sí, el norteamericano! ¿Qué tal va todo por ahí? Por aquí vamos tirando»

***

— Brad, vamos Brad ¿Qué estás haciendo? ¿Aun no has terminado de limpiar la cristalera? Mira qué hora es, son las tantas. Hoy vamos a salir a las mil y gallo. Hay que ir un poco más deprisa, que aquí solo se puede limpiar a estas horas de la madrugada. Dentro de poco esta gente ya empieza a trabajar y hay que dejar todo libre.

Ya estaba ahí el aguafiestas de Richi, su cuñado y jefe, el dueño de la empresa que se dedicaba a hacer las tareas de limpieza en la Casa Blanca desde hacía un porrón de años. Su suegro, que en paz descanse, ya se dedicaba a eso.

— Si ya le decía yo a Lorraine que no te veía muy válido para esta tarea. Mira que se lo dije. Pero ya sabemos como son las mujeres de machaconas. No podía tener a mi hermana dándome la murga ni un minuto más. Seis meses detrás de mí para que te diese el trabajo, mucho peor que si me someten a tercer grado, lo juro. ¡Venga a trabajar! No me extraña que no te mandasen al paro, si es que te duermes en los laureles muchacho eres un flojo.

Bradley J. Donovan suspiró, con todo el dolor de su corazón, tendría que dejar su sueño oval para otro momento, si no quería que Lorraine le tuviese paseando al perro durante veinticuatro horas los trescientos sesenta y cinco días del año.

FIN

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martes, 19 de noviembre de 2013

LA LAGUNA DE LA PASTORA


Rascafría 1405

Todavía hacía frio, un frío intenso que penetraba en los huesos; no hacía ni quince días que había caído la última nevada. Si Dios era benevolente sería la última de la temporada. El invierno había sido de los más duros que habían vivido en los últimos años y los inicios de la primavera arrastraban los coletazos de los temporales pasados.

Lucinda sacó un pie del jergón y volvió a meterlo rápidamente bajo la desgastada y recosida manta que la cubría. Sólo podía permitirse el lujo de arrojarse en brazos de la pereza un minuto; había que hacer tantas cosas…

En el exterior la luz del alba aún asomaba la nariz con timidez, como no atreviéndose a encarar la negrura de la noche.

Se lavó la cara en la palangana de agua helada que la esperaba en una esquina de la choza, se vistió rápidamente con sus burdas ropas de lana remendada y comenzó a trabajar. Antes que nada se acercó al camastro situado al otro lado del pequeño habitáculo que les servía de vivienda y comprobó que sus dos hermanos menores dormían plácidamente, fuertemente abrazados para poder soportar las inclemencias del tiempo.

La joven adoraba a los dos gemelos aunque ellos, sin querer, fueron los causantes de la muerte de su madre. Un parto doble y complicado lo soportaban pocas mujeres, y menos si estas eran humildes. A los nueve años Lucinda se convirtió en la madre de sus hermanos, pero había merecido la pena. Tomás y Jacobo eran ahora dos niños fuertes y sanos que habían cumplido siete años y eran su alegría. Gracias a ellos pudo soportar la muerte de su padre acaecida un año atrás. Un hombre aun joven y vigoroso que murió a causa de un desdichado accidente y, sobre todo, por la mala voluntad del señor.

Lucinda rebuscó en un pequeño armario y sacó unas cuantas ramas secas. Esa mañana, mientras subía el ganado a la montaña, tendría que recoger más leña.  Aún les haría falta. Puso las pocas brozas que quedaban en el hogar y prendió fuego. El reflejo de las llamas dio color a su rostro. Mientras se calentaba un poco la muchacha recordó las historias que contaban los viejos del lugar.

Estos evocaban muchas noches junto a fuegos similares al que ella había hecho, los inicios de la villa. Cuando un grupo de granjeros segovianos iniciaron la repoblación de la vega alta del Lozoya. Al principio todos eran iguales, compartían y trabajaban codo con codo para hacer de aquel valle un lugar próspero.

Pero todo se corrompe. Lo que en principio había sido camaradería se había terminado convirtiendo en una villa más donde, el que tuvo más suerte y fue más próspero, se convirtió en el amo. El liderazgo, que al principio puede ser algo bueno para mantener el orden, al final se convirtío en la mayor tiranía para el resto de los vecinos que veían con temor y con impotencia como les iban privando poco a poco de sus libertades.

La familia de los Ordoño Sánchez se convirtió en la más próspera y a cada generación sus herederos se iban volviendo más y más intransigentes con el resto, hasta el punto que los menos afortunados pasaron de vecinos de la comunidad a convertirse en siervos de un amo.

Y eso mismo le pasó al padre de Lucinda. Perico era buen trabajador, se ocupaba de cuidar los caballos del señor. Un maldito día mientras curaba la herida de la pata de uno de los animales este le dio una coz en un brazo. Al principio no le dio importancia pero aquel bulto se inflamaba por momentos y adquiría un color poco saludable. El forúnculo se le infectó y se le extendió por toda la sangre. Las fiebres fueron mortales. Por más que el resto de sus compañeros imploraron a Ordoño para que les mandase a un médico o al boticario del vecino monasterio, el amo hizo oídos sordos.

Ordoño era un personaje sin escrúpulos para quien sus criados valían menos que los animales que cuidaban. Él no se iba a gastar ni un florín en aquellos desgraciados.

Lucinda se había quedado sola con dos criaturas a las que alimentar y tragándose su dolor, fue a ofrecer sus servicios al señor de las tierras.

— Puedes sustituir a Juliana, esmuy vieja, no vale ya ni para arrastrar su pellejo. Desde ahora te ocuparás de las ovejas. Es una tarea dura, en cuanto comience el buen tiempo tendrás que subir cada día a la montaña para que se alimenten, pero eres fuerte y podrás con ello.

— Lo que sea señor, tengo dos hermanos que sacar adelante.

— Pero recuerda muchacha, cuida bien el ganado, como se te pierda una miserable cabeza lo pagarás caro. Ordoño no perdona a los negligentes.

A la chica la quedaron ganas de escupirle en la cara que no perdonaba a nadie. Ni siquiera se dignó a ayudar a su padre que había sido un excelente jornalero durante toda su vida. Pero pensó en Tomás y en Jacobo y se tragó su dignidad.

Los meses fueron pasando y con aquel inicio de la primavera ya tendría que comenzar a subir el ganado a la montaña. Aunque hacía frío las ovejas podrían pastar en la zona más baja. Ya más entrado el verano tendría que ir subiendo a medida que los animales agotaran el pasto.

***

El sol despuntaba ya en todo lo alto. Por fin los rayos solares atrevían a asomarse a un cielo que había estado cubierto de nubes durante meses.



Lucinda cerró los ojos y levantó la cara en dirección al astro protector dejándose acariciar por sus rayos. Embebida en este placentero deleite, no se dio cuenta de que alguien la acechaba a su espalda.

Dejó de notar la caricia del sol y abrió los ojos asustada. Ordoño estaba ante ella tapando al sol con su oronda figura, sus ojos no aventuraban nada bueno.

El hombre sin ningún pudor se lanzó sobre ella, la agarró fuerte y rompió sus zurdidas ropas. Se tumbo sobre su cuerpo hasta casi asfixiarla con su peso. Lucinda gritaba pero sabía que era inútil. Nadie iba por aquellos lugares, era su lugar favorito, un remanso de paz, un pequeño rincón cerca de la laguna al que solo ella iba.

Apretó los dientes, Lucinda era casi una niña pero sabía lo que iba a ocurrir. Ordoño la manoseaba con sus manos ásperas, baboseó todo su cuerpo con saña y consumó la violación sin ningún escrúpulo. Un cúmulo de sensaciones invadió el cuerpo de la chica. Miedo… dolor… vergüenza, pero el más poderoso era el asco. Sentía repugnancia por aquel cuerpo vil que estaba sobre ella, su masa viscosa empapada en sudor, su olor a vicio y podredumbre, sus jadeos asmáticos que dejaban escuchar los pitidos de su pecho cargado de flemas.

Cuando Ordoño hubo saciado su apetito la abandonó allí. Lucinda tras reponerse del impacto se lavó como pudo y recompuso su vestimenta a duras penas. Poco a poco el resto de sentimientos fue abandonándola para dejar paso al odio más intenso. Reunió a todo el ganado y lentamente como una muñeca sin emociones volvió al cobijo de su casa. Lucinda no volvió a sonreír.

***

Tomás salía corriendo de la cabaña mientras Jacobo atendía a su hermana como podía. Los dolores de parto habían comenzado de madrugada pero Lucinda había aguantado hasta última hora mordiendo la vieja manta para no hacer ningún ruido y despertar a sus hermanos. Pero el grito final salió de su garganta sin ni siquiera ser consciente.

Los muchachos se despertaron sobresaltados.

 —Rápido Tomás, ve a buscar a la partera, yo me quedo con ella.

Fueron dos momentos de un dolor agudo que pareció romperle la espalda, pero a los dos empujones tuvo a su hijo en sus brazos. Un niño sano y fuerte que lloraba a pleno pulmón exigiendo los derechos que le correspondían por haber nacido.

Lucinda a pesar de recordar los crueles momentos que la llevaron a esa gestación indeseada, no pudo contener las lágrimas de alegría. Había dado la vida a un ser pequeño e indefenso que no era responsable de los pecados del cabrón de su padre. Es más, su hijo nunca sabría quien le había engendrado. Tenía una madre que le había llevado nueve meses en sus entrañas y dos tíos que según fuesen pasando los años y fueran creciendo le protegerían y cuidarían de él. Su hijo no necesitaba nada más.

***

¿Ha parido ya la pastora? —rugió Ordoño.

— Sí señor, a primeras horas de esta mañana. La partera me lo acaba de decir, no hay nada mejor que dar unas monedas para que a la gente se le suelte la lengua. —contestó Darío el jefe de la banda de sicarios contratados para amedrentar a la población.

—Tú regala lo que quieras mientras salga de tu bolsillo.

Ordoño miró a su esposa con desprecio, era una mujercita desgarbada y enjuta a quien los malos tratos habían marchitado prematuramente. Ella sabía de todas las andanzas de su esposo y, más que producirle pena, la hacían respirar aliviada. No podía soportar el grado de salvajismo de aquel hombre que trataba a las mujeres peor que a las vacas. Odiaba que la tocase, por eso pensaba que se la había secado el útero y era incapaz de engendrar un hijo. Para ella, que su marido se desfogase con la primera que veía era más un consuelo que una humillación.

— Y tú que piensas mujer. Una simple pastora me ha dado un hijo la primera vez que la toqué. Pero mírate eres un despojo humano ni siquiera vales como hembra. Veintidós años casados y aún no me has dado un heredero.

La mujer comenzó a temblar de manera convulsiva. Era pánico lo que sentía cada vez que aquel bruto abría la boca. Incapaz de contestar salió corriendo y se encerró en su alcoba a rumiar su desgracia en soledad.

—Mírala, como un avestruz cada vez que le digo las verdades esconde la cabeza. En mala hora me casé con ella, mi padre no tuvo buen ojo para elegirme esposa. Bueno, al menos, aportó una buena dote ja,ja,ja.

Darío no dijo nada. No tenía ni voz ni voto, era simplemente la mano ejecutora del señor. Mientras le pagase su buen dinero lo mejor era ver, oír y callar.


—Quiero que me traigas a ese niño inmediatamente. Si esta inútil no es capaz de engendrar un hijo tendré que conformarme con un bastardo. No será el único desde luego, pero este me pilla más cerca y además recién nacido. Con un poco de suerte le educaré desde el principio para que sea un heredero digno de su padre.

***

Tomás y Jacobo corrían todo lo que les daban de sí sus piernas. Habían prometido cuidar al pequeño mientras su hermana trabajaba y no lo cumplieron. Los niños habían recibido la visita de aquel hombre siniestro, ese bizco de los demonios; el esbirro de Orduño.

Había entrado espada en mano y, atemorizando a los dos críos, se había llevado al bebé.

Cuando reaccionaron corrieron tras él gritando. Darío sabía que no le darían alcance. Ellos no tenían más medio de transporte que sus dos piernas flacuchas, pero él era dueño de un poderoso corcel. Pero aquellos dos mocosos chillaban como posesos.

No le interesaba que le mezclasen en ciertos asuntos, una cosa era lo que hacía el amo, a quien todos temían, y otra muy distinta él. Aquellas gentes eran sumisas con quien les mantenía pero con él sería distinto. Quién sabe si algún alma justiciera aprovechaba el descuido de la noche y le segaba el cuello. Era consciente que su presencia despertaba los más bajos instintos de aquellas sencillas gentes.

Mejor era no dejar ningún cabo suelto. Paró la cabalgadura y llamó a los muchachos.

— Venid conmigo a la laguna allí os daré al niño, pero no gritéis más.

Los chiquillos siguieron en silencio al hombre, que ya a paso lento sobre su magnífico caballo, les permitía seguirlo con facilidad. Su objetivo era ese, recuperar a su sobrino y, a ser posible, ya que su hermana no se enterase de aquel suceso. No querían que se preocupase, bastante había sufrido ya.

Lucinda estaba ensimismada en sus pensamientos comiendo lentamente el frugal almuerzo que se había preparado y pensando en sus tres pequeños. Un ruido la sobresaltó. Era un ruido muy débil casi imperceptible, el de unas finas ramas al troncharse. Desde el asalto de Ordoño sus sentidos se habían agudizado. Lo mismo podía ser un animal que una persona. Asió fuertemente el cayado, del que ya no se separaba nunca, y se escondió entre los arbustos. Esta vez no la sorprendería. Pero lo que vio la hirió como si un puñal afilado la arrancase el corazón.

Allí estaban sus hermanos maniatados. Un hombre, al que reconoció por ser el perro guardián de Ordoño, les mostraba un cuchillo. Los muchachos estaban amordazados y no podían gritar. La daga realizó un baile ágil y rápido y terminó en sus, aún, frágiles cuellos.

Mientras la sangre salía a borbotones, el hombre ató piedras a los cuerpos de los pequeños y los puso sobre el caballo como si  fueran fardos. Se montó y se encaminó al centro del lago. Cuando sus largas piernas tocaban el agua a la altura de sus inglés, les lanzó al agua.

El hombre, como buen jinete, hizo volver grupas al caballo y, tranquilamente, llegó a la orilla. Allí recogió un pequeño bulto que había escondido tras unas piedras y galopando rápidamente se perdió en el valle.

Lucinda quiso gritar, quiso salir corriendo y cubrir con su cuerpo el de sus hermanos. Vio como le arrebataban a su hijo en sus narices y no pudo hacer nada. Se quedó paralizada, como si la catalepsia hubiese tomado su cuerpo. Muerta en vida e incapaz de reaccionar. 

Cuando volvió en sí era ya tarde. Sus lágrimas inundaron su rostro. Su garganta ya no podía gritar más, sus alaridos la habían dejado sin voz. En su rostro las lágrimas se mezclaban con la sangre que salía de los arañazos que se había infringido, como si solamente el dolor físico fuera capaz de mitigar el dolor del espíritu.

Caía la noche y no se había dado cuenta. El tiempo pasaba y no era consciente. Se levantó, y ya sin lágrimas, sin sangre, sin voz, sin emociones; se dirigió a la orilla del agua, mirando fijamente la negrura espesa que solo rompía un rayo de luna.

Sus oídos escuchaban la voz tenue de sus hermanos. La estaban llamando. La necesitaban. Debía acudir a rescatarlos, lloraban, estaban asustados. ¿Sus hermanos? No, sus hermanos estaban en casa cuidando a su hijito. Era una oveja, seguro, era una oveja perdida que balaba asustada.

Lentamente se fue adentrando en la laguna, poco a poco el agua mojó sus pies, sus muslos, su cintura, su pecho, su cabeza… Antes de que el agua llegase a su boca pronunció unas palabras:

"Te maldigo Ordoño Sánchez, yo te maldigo a ti y a todos tus descendientes. Tu crimen tendrá su castigo en este mundo o en el más allá.”

Nadie volvió a ver jamás a Lucinda. En el pueblo se habló de todo. Unos decían que la habían visto vagar por la montaña sin rumbo, con el sentido perdido. Otros decían que el señor la había comprado a su hijo por mucho dinero y que se había ido a otro lugar junto a sus hermanos. Poco a poco se fueron olvidando de la pastora.


Rascafría 2005

La vieja casona de sus antepasados. A Julián no le gustaba ir. Hacía muchos años que nadie iba allí a pasar los veranos. Sus padres habían cerrado la casa y no habían vuelto. Él ya ni se acordaba de como eran aquellas vetustas paredes, era demasiado pequeño cuando dejaron de visitarla. Sí, lo que nunca había podido olvidar era el escudo familiar de los Ordoño, ese castillo al pie de un lago que, grabado en piedra, adornaba el portón de la entrada.

Pero Patricia y los niños se habían puesto tan pesados… La verdad es que las cosas no iban como esperaba. La empresa familiar no estaba en sus mejores momentos y habían tenido que vender sus tierras para inyectar algo de efectivo a los negocios, y aun así, estos no prosperaban. Solo les quedaba la vieja casa solariega y poco más. Aquel verano no podrían tener unas vacaciones como Dios manda y a ver quien era el guapo de mantener a los dos niños en casa. Al menos allí podrían correr por el pueblo y tenían la laguna cercana.

— Mira papá que bonita esta mariposa.

Marta, la pequeña de sus hijos, contemplaba arrobada una mariposa blanca que volaba alrededor de una flor de lavanda. Era casi obligado ir cada día a aquel hermoso lugar situado junto al agua.

— ¿Dónde está tu hermano? Hace rato que no le veo por aquí.

— Se ha ido a buscar a su amiga —dijo la niña sin mirar a su padre.

— ¿A su amiga? Bueno está bien que Hugo se haya echado una amiguita para jugar. Y tú ¿Por qué no vas con ellos?

— Yo no la conozco, no la he visto nunca. Sólo la ve Hugo.

Julián se quedó perplejo, su hija era una niña un poco extravagante pero en aquel caso, no sabía por qué, sus palabras le alarmaron. Entonces fue consciente de la soledad que les rodeaba. Allí estaban los tres solos perdidos en un rincón de la inmensidad de la sierra. Los fines de semana el lugar estaba lleno de excursionistas pero era lunes y no había nadie.

— Patricia, ¿sabes algo de una amiga que tiene Hugo aquí en el pueblo? —Patricia dejó el libro que estaba leyendo y miró a su marido.

— Sí, algo me dijo estos días, pero no le hice mucho caso, ya sabes que Hugo es muy suyo. Habla poco y menos si le sometes a interrogatorio, va entrando en la edad difícil. Será una niña del pueblo o hija de algún veraneante. Ya van llegando. Me dijo Bruno que este año han vendido muchos chalets en la urbanización. A eso se tenía que haber dedicado tu familia…

La vocecita de Marta, que no cejaba en su empeño de perseguir a la mariposa, interrumpió la charla de su madre; para alegría de Julián. No podía soportar que su mujer aprovechase cualquier momento para echarle en cara, de una forma u otra, la caída del negocio.

— Os equivocáis, no es una niña. Hugo me dijo que era una señora, más joven que mamá, pero una señora.

Ambos adultos se pusieron en pie y comenzaron a llamar a gritos a su hijo y a mirar en todas direcciones. Eso de que fuese alguien adulto no les hizo ninguna gracia. No sin conocer a la persona en cuestión.

— No gritéis, no va a venir —les dijo Marta con voz monótona y pastosa, como si saliera de la profundidad de una cueva.

— ¡Marta! No me pongas nervioso y habla ya. ¡Vamos dinos todo lo que sepas ahora mismo! Y es una orden pequeña enredadora. —Dijo su padre zarandeándola.

— Se ha ido al lago. La señora vive allí, en el fondo de la laguna. Hoy estaba muy contento porque le iba a presentar a sus dos hermanos. La señora le dijo que podrían jugar todo lo que quisieran. —A la niña parecía que la sacudida de su padre la había hecho despertar de un sueño y ahora hablaba de forma atropellada.

Julián se quedó pálido. Por un instante los recuerdos vagos de su infancia, ya olvidados, volvieron a su mente. Era muy pequeño entonces pero como si su cabeza fuera un proyector comenzó a ver imágenes de entonces. Su madre llorando, su padre gritando. Todos buscando a Ordoño, su hermano mayor. A los pocos días una patrulla de la Guardia Civil consiguió recuperar el cuerpo del niño del fondo del lago. Lo último que le había contado a su hermano es que aquella tarde se iba a la laguna a ver a una señora. Iba a jugar toda la tarde con sus hermanos.

***


Hay una vieja leyenda que narra que en una laguna al  pie de Peñalara, los años en los que azota la sequía, emerge una pequeña isla en el centro. También cuentan algunos que han visto sentada en el islote a una joven de aspecto humilde; con el rostro atenazado por la pena y con voz llorosa les relata que es una pastora que una vez, hace mucho tiempo, perdió una oveja de su rebaño. Desde entonces vaga por la laguna y las montañas cercanas buscando al animal perdido.

 FIN







martes, 12 de noviembre de 2013

EL HOMBRE DE PALO

"Construyó para el Emperador el Planetario, un mecanismo que reproducía los movimientos del sol, la luna y los planetas entonces conocidos con sus conjunciones y órbitas... Y en este prodigio de relojería grabó Juanelo la célebre inscripción: Qui sim scies si par opus facere conaberis. "Sabrás quién soy si intentas hacer una obra igual."


***
Mi nombre es Giovanni Torriani y nací en el año de gracia de 1501 en Cremona, una ciudad perteneciente al Milanesado. Pero llevo ya tantos años viviendo entre ustedes que casi me he olvidado de ese nombre. Aquí  desde hace mucho tiempo respondo al de Juanelo Turriano.

Llegué al gran imperio español a la edad de veintiocho años de la mano de uno de los hombres más influyentes del mundo. El creador del imperio, el dueño de medio mundo conocido, señor de tierras ignotas e inexploradas. El más fiel servidor de la religión católica. Sí, señores, el mismísimo emperador Carlos I de España y V de Alemania me llamó a su servicio.

Desde pequeño recuerdo que me apasionaba fabricar trastos (como decía mi padre). Si los demás chiquillos disfrutaban corriendo por las calles, a mí me apasionaba hacer cosas. Cualquier material que cayese en mis manos era bueno para trabajar, madera, metal... Cualquier trozo de chatarra o desechos que caían en mis manos lo reconvertía en algo útil. Porque, no es por echarme flores, es que el ingenio me viene desde la cuna. Siendo muy joven decidí que debía dedicarme al estudio de la ingeniería. Como mi familia era de origen humilde, empecé a trabajar en un taller de relojeros y, allí, rodeado de piezas, de mecanismos y herramientas adecuadas emprendí mi formación y comencé a idear pequeños prodigios que me fueron dando cierta fama. Mi nombre sonaba en las ciudades más importantes y así llegué a Milán para fabricar el famoso “Planetario”. Fue este el trabajo que me dio el prestigio necesario para que el Emperador me llamase a su lado nombrándome relojero de palacio. Aquello supuso un gran paso para mí, ya que al ostentar un cargo oficial me facilitaba el cobrar una pensión por mis servicios y, por lo tanto, aseguraba mi futuro.

Uno de los primeros encargos del Emperador fue el famoso reloj “Cristalino”. Era este objeto un artefacto especial, ya que su mecanismo de cristales permitía precisar el movimiento de los astros y de los ocho planetas, marcando con mucha precisión las horas nocturnas y diurnas, las fases lunares, etc. El hombre era bastante caprichoso y no reparaba en gastos ni para sus batallitas contra los protestantes, ni para sus caprichos imperiales. Se lo podía permitir; ser el amo de medio mundo tiene sus cositas.

Recorrí media Europa con él. Hasta le acompañé en el momento de su muerte, ya que me mandó llamar al Monasterio de Yuste —donde se retiró tras su abdicación— para iniciar la construcción de un estanque en sus jardines. Precisamente las malas lenguas fueron diciendo por ahí que el responsable de su muerte fui yo, que esa alberca maldita atraía una rara especie de mosquitos que picaron al Emperador provocando su muerte. Tonterías propias de estos castellanos, gente de secano, que siempre han sido reacios a cualquier clase de humedad y temen al agua más que al diablo.

A pesar de todo, el príncipe Felipe, el ya rey Felipe II, confió tanto en mí que me nombró matemático mayor de la corte. Mi popularidad crecía y me llamaban de toda Europa, incluso el Papa Gregorio XIII me contrató para colaborar en la elaboración del nuevo calendario que sustituiría al calendario Juliano. Construí las campanas del Monasterio del Escorial. Trabajé para el ejército fabricando un arma que podía escupir varias balas a la vez a gran velocidad y que dotó a la artillería de mayor agilidad en el ataque. También ideé algunas máquinas voladoras. Una lástima que aquellos planos y diseños quedasen ocultos en polvorientos cartapacios al ser declarados secretos de estado. He de confesar aunque peque de inmodestia, que mis ingeniosos aparatos hicieron ganar muchas batallas a la corona española, siempre embarcada en empresas guerreras, que mantuvieron durante varias décadas en liza al viejo y al nuevo mundo.

Edifiqué nuevas acequias y sistemas de riego que mejoraron las cosechas. Mejoré los embalses e hice posible que el agua llegase con más facilidad a muchos de los territorios donde ésta escaseaba.

Pero de la obra que me siento más orgulloso es de la que lleva mi nombre “el artilugio de Juanelo”. Aunque Felipe trasladó la corte a Madrid, yo seguí viviendo en Toledo. Era esta una hermosa ciudad donde había pasado gran parte de mi vida. El acueducto que llevaba las aguas a la población era ya viejísimo, medio en ruinas, dejó de abastecer agua a la urbe. Como saben Toledo está situada en lo alto de un monte. El Tajo la rodea casi en su totalidad, pero el curso del río es tan hondo que resultaba muy trabajoso para sus habitantes acarrear agua hasta la parte alta.

La primera idea fue abastecer de agua la zona del Alcázar, es decir, el punto más elevado. Me adelanté al deseo de los militares y sin ningún tipo de pacto me puse a trabajar. Fueron días laboriosos, noches sin dormir, planos y planos dibujados, tachados y vueltos a dibujar; hasta que di con la solución, no por simple menos ingeniosa. El sistema sería tan fácil y a la vez tan práctico como fabricar una noria vertical con forma de torre. Este artefacto portaría una hilera de grandes cazos que a través de un mecanismo simple de ruedas giratorias se llenasen de agua en el río y la subiesen hasta la ciudad. Así, fácilmente, los toledanos sólo tendrían que llevar allí sus cubos y recipientes y llenarlos con el agua de la noria.

A pesar de que el ingenio era capaz de ascender 16-17 metros cúbicos al día (16 o 17 mil litros) Cantidad suficiente para abastecer a toda la ciudad. Surgió la disputa, siempre ha sido así, al estar el mecanismo instalado junto al Alcázar los militares —siempre tan suyos— se negaron a compartir el agua con la población civil. Al consistorio toledano no le quedó más remedio que contratar mis servicios para construir otra máquina al otro lado de la ciudad  —llevados más que por interés ciudadano, por miedo a que los vecinos se les amotinasen— En no demasiado tiempo Toledo contó con dos aparatos mecánicos que suministraban agua con la mayor comodidad.

Y todos contentos. Bueno todos contentos menos yo. Y es que para facilitar la tarea, ya se sabe que los organismos oficiales siempre ponen mil impedimentos para pagar (que si no me han llegado las recaudaciones, que si hemos tenido  que pagar la parte correspondiente para financiar la batalla de tal o cual, que si hay otros gastos urgentes que solventar…) El caso es que adelanté mi propio dinero para comprar los materiales necesarios. Fue una obra muy costosa y me llevo a la ruina total.



El tiempo pasaba y ni el Ayuntamiento pagaba, ni los militares —que indignados por haber prestado mis servicios a los civiles, tampoco me pagaban, alegando la falta de un contrato escrito—. Ahora era ya un viejo cansado. En la corte me habían olvidado, no me llegaba tampoco mi subvención por los servicios prestados a la corona. Mis bolsillos estaban mermados y empezaba a carecer de lo más imprescindible.

Juanelo Turriano había nacido para crear, para trabajar, para sacar de sus manos obras novedosas que asombraron a media Europa. Juanelo Turriano no había nacido para mendigar, ni sabía, ni podía.

De repente recordé que hacía años había construido pequeños muñecos mecánicos que se movían como marionetas y que hacían las delicias de los pequeños de la corte.

Entonces tuve una idea brillante, no por ser viejo mi cabeza dejaba de funcionar. Si Juanelo no se iba a denigrar pidiendo en la calle como un mendigo. ¿Por qué no dejar que otro lo hiciera por mí? Y como a los inicios de mi afición en la niñez, me puse a trabajar con materiales de desecho y restos de anteriores trabajos. Mis manos crearon un muñeco. Pero no un juguete cualquiera. Era un muñeco mecánico a tamaño natural, con las medidas exactas a las de cualquier hombre de carne y hueso.

Al principio todos los toledanos se espantaron cuando vieron esa figura de madera vagar por la calle. Era inaudito que algo así tuviese vida y se moviese sin la intervención directa de una mano humana.

— ¡Que viene el hombre de palo! ¡Que viene el hombre de palo! — Gritaban y huían despavoridos a protegerse en sus casas o en el primer portal que encontraban.

Pero el hombre de palo no les hacía ningún daño. Simplemente tendía su mano en ademán de pedir y cuando algún valiente ponía en sus manos de madera algo de dinero o comida, el muñeco se limitaba a hacer grandes reverencias en señal de gratitud, les hizo gracia y ya acudían voluntariamente a contemplar aquella maravilla.

Pronto se corrió la voz que aquello era obra de Juanelo y también se supo que estaba en la más negra de las miserias. Aquello removió sus conciencias. Gracias a mí tenían el agua más cerca. Eso les evitaba pesadas caminatas hacía el río, subidas y bajadas por las endiabladas y empinadísimas cuestas toledanas varias veces al día. Ni el Ayuntamiento ni los militares cumplieron nunca conmigo, pero sí los buenos vecinos toledanos, la gente humilde que, pese a sus propias carencias, siempre tenía algo que ofrecer al hombre de palo.

***
Y aquí se acaba la historia de Juanelo Turriano que murió en 1585 sin que nadie le pagara por el gran servicio que hizo a la ciudad de Toledo. El Ayuntamiento y el alto mando militar del Alcázar se volvieron sordos y mudos. Y como tantas veces ha pasado en la Historia dejaron morir en la miseria a un gran hombre que trabajó para los poderosos, para que estos, amparados en su gran inteligencia ganaran honores. Como tantas veces fue el pueblo llano quien, con su solidaridad, ayudó a que sus últimos días fueran menos lamentables.


Amigos viajeros, si alguna vez tenéis la suerte de visitar esta hermosa ciudad y, por casualidad, observáis que una de sus estrechas calles situada a espaldas de la Catedral se llama “Calle Hombre de Palo”, cerrad los ojos y podréis ver a aquel muñeco de madera que, una vez, hace quinientos, años conmovió a los habitantes de la que fue la capital  de un Imperio.

FIN

viernes, 8 de noviembre de 2013

LA CASA DE LOS CANDADOS

Otra forma de leer. De la unión de un micro rescatado del fondo del cajón, cuatro fotos de mis visitas a Toledo y una música de época ha salido este pequeñín. Espero que os guste. Un saludo.

 

martes, 5 de noviembre de 2013

EL BULEVAR DE LOS SUEÑOS ROTOS

Caminaba despacio, se intuía que no lo hacía por cansancio o por disfrute de un relajante paseo. Su paso era vacilante, como si arrastrase un lastre muy pesado, aunque el peso que llevaba era muy liviano. Su único equipaje consistía en una pequeña bolsa de viaje y una guitarra vieja cuya madera había perdido su brillo por el uso.

La mirada fija y perdida en un punto infinito sin definir. Nada parecía interesar a esa muchacha de aspecto frágil y enfermizo, ni siquiera los hermosos árboles que flanqueaban la acera central de la avenida.

La soledad era total, aún era temprano para que los primeros transeúntes pisaran las anchas baldosas de su pavimento.

Hacía solamente dos años que había hecho el mismo camino pero a la inversa. Paso firme y mirada chispeante a través de unos ojos engrandados en su afán de no perderse ni un detalle de aquel lugar que, para ella, era desconocido.

Por fin su vida daba el giro definitivo que tanto deseaba. Se acababan sus actuaciones en la iglesia o en el centro social de su pueblo. Ahora sí, ahora iba a triunfar de una vez por todas. Se había presentado al casting de ese programa milagroso. Ese programa que iba a ser la novedad de la temporada y pretendía lanzar a la fama a un puñado de jóvenes talentos descocidos.

Las pruebas fueron muy duras, pero nunca perdió la esperanza. Su tesón tuvo la recompensa merecida. El intervalo de espera fue un tiempo perdido entre la angustia y la neurosis. La vuelta a su vida rutinaria había sido un desatino, había probado otras mieles, otros lugares y ya ese pequeño pueblucho se le hacía un lugar casi irrespirable. Pero a los dos meses recibió la carta salvadora, la carta que le abría las puertas a otro mundo, su mundo. Había pasado la primera selección, debía presentarse en la ciudad para iniciar las primeras grabaciones. El programa comenzaría a emitirse en otoño.

Todo fue sobre ruedas, fueron tres meses de locura, pero al final logró su objetivo. Sus aptitudes musicales y su físico fresco, nuevo y juvenil se metió a la audiencia en el bolsillo. Y ganó el concurso, el premio, grabar un primer disco con una de las mejores discográficas del panorama musical. La puerta de la cueva de los tesoros de Alí Babá se había abierto para ella y la boca de la vorágine que la engulló, también.

Lanzamiento. Programas promocionales de televisión. Gira multitudinaria por todo el país. La gente la vitoreaba. Los fans hacían colas interminables en los hoteles donde pasaba la noche. Las salas de conciertos, auditorios, teatros y cualquier lugar donde actuase llenaban el aforo y la gente pasaba horas y horas haciendo filas en las taquillas para comprar las entradas.

Cuando las luces se encendían y comenzaba el show se transformaba, la pequeña y tímida provinciana, se convertía en una diva con carita de ángel.  Había conseguido su sueño, ahora podía tocar las estrellas con la punta de los dedos.

La fama y el dinero fueron haciéndola olvidar su procedencia. La encantadora muchachita, ingenua, sencilla, tímida y humilde se volvió una niña caprichosa y mimada por todos los medios que, poco a poco, fue pidiendo más cosas: más caché, más extravagancias, más exigencias... Ya no le servía un cómodo camerino, ni un hotel de categoría media o alta. Ahora el camerino tenía que cumplir una serie de requisitos imprescindibles, color en las paredes, muebles determinados, luces especiales, etc. Y el hotel tenía que ser el mejor, el más lujoso que hubiera en la ciudad que visitaba. Hasta el punto de que si el lugar no cumplía con las exigencias solicitadas se negaba a actuar allí.

Tras el primer disco y su éxito arrollador, salió a la venta un segundo disco; que ¡oh cielos! No tuvo ni con mucho el éxito del primero. Algo lógico ya que en ese tiempo ya habían salido al mercado otros artistas que, al ser más novedosos, le robaron parte de su fama.

La discográfica se echó las manos a la cabeza, el desembolso había sido muy grande y comprobaban horrorizados que les iba a resultar imposible recuperar la mínima parte del dinero invertido.

La gira del verano estaba ya a la vuelta de la esquina y temían que fuese un rotundo fracaso, sobre todo, si los empresarios tenían que acceder a todas las pretensiones de la “diva”. Esa niña ególatra que, con una tozudez inquebrantable, se negaba a ver el estrepitoso fracaso en el que iba a despeñarse.

Todo se precipitó. Las ofertas no llegaban. Los fans la estaban olvidando; los que antes corrían, empujaban y hasta llegaban a los golpes por conseguir un autógrafo suyo, ahora perseguían al nuevo cantante de moda.

La discográfica le cerró las puertas. Se negaron a firmar un nuevo contrato y sus canciones, antes tan coreadas y aplaudidas, terminaron olvidadas en las estanterías de quienes antes ovacionaban cada una de sus notas.

El dinero se fue agotando y ahora dependía de alguna contratación de cuarta o quinta categoría en tugurios sin clase, donde los clientes acudían atraídos más por el olor al alcohol y los encantos de sus camareras, que por escucharla.

Ahora, en plena madrugada y en ese bulevar de los sueños rotos se veía sin ninguna salida. Hacía unos cuantos meses que no tenía nada de nada, hasta los garitos le habían dado con la puerta en las narices. Sus abrigos y sus joyas habían terminado mal vendidos en una tienda de empeño. Llevaba dos meses sin poder pagar a su casera y aquella tarde tuvo que abandonar la covacha que le daba cobijo.

Pero el final del bulevar no estaba vacío, allí, en medio de la plaza donde desembocaba, la esperaba la serena silueta de la estación de tren. Imperturbable, estática, con su grandes puertas de hierro y metal semejando  una boca que pronunciaba su nombre.

Entonces de sus ojos apagados saltó una pequeña chispa apenas perceptible. A su retina llegaron imágenes de una casita blanca con un pequeño huerto en la parte de atrás. El río de aguas cristalinas, con su puente de piedra; el escenario  donde tantos veranos había nadado y chapoteado con sus amigos. La vieja mecedora de la abuela que ahora utilizaba su madre.

Aspiró fuerte y a su nariz llegaron olores familiares. Olor a las castañas asadas del otoño. El aroma que desprende la madera del pino al quemarse en la chimenea en el invierno. La fragancia fresca a lavanda de la primavera. El tufillo de las barbacoas del verano.

Supo que todo no terminaba en aquel bulevar, que había otros cruces de camino, que no era tarde para elegir otro trayecto. El instinto la llevaba de vuelta a su hogar.

Mientras se acercaba a la taquilla rebuscó en el bolsillo de la chaqueta y contó el poco dinero que la quedaba. No tenía suficiente para el billete. En eso había terminado su desbocada carrera a la fama.


Se sentó en la escalera de la estación e instintivamente se abrazó a su guitarra, la única compañera de aventuras que le quedaba. Con dedos trémulos comenzó a rasguear sus cuerdas y poco a poco los movimientos se fueron haciendo más seguros. El sonido de la guitarra fue ocupando el vacío de la bóveda y comenzó a cantar. Primero con voz dulce y tímida, luego fue tomando fuerza hasta que se afianzó en cada nota.

Cuando terminó la canción vio que un grupo numeroso de gente se había parado a su lado. Era la primera vez en mucho tiempo que actuaba sin cobrar un penique. Ya ni recordaba cuando fue la última vez que había regalado su música. Y la gente a su vez, sin haber pagado entradas, ni discos, sin tener que apretar el mando de la televisión, le entregaba sus aplausos, sus sonrisas, su calor. Monedas y billetes fueron llenando sus manos y lloró. Lloró no por lo que había perdido sino por lo que había ganado. El camino del bulevar de los sueños rotos la llevaba de nuevo a su casa, no como un juguete roto con quien nadie quería ya jugar, sino como lo que era, una persona que tenía mucho que ofrecer.

FIN