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domingo, 27 de noviembre de 2011

EL DESAYUNO

Me metí en aquel local de forma instintiva, en ese momento era lo que tenía más a mano. A aquellas horas tempranas en la calle aún hacía un frío horroroso y, aparte de entrar en calor, necesitaba mi primera inyección de cafeína de la mañana para poder funcionar, al menos, las dos primeras horas de la jornada laboral.

El aspecto del bar no me agradó, pero bueno, total; para tomar un rápido desayuno podía ser válido. Estaba completamente vacío, así que podía elegir el lugar donde quería sentarme,  opté por una mesa situada en un rincón resguardado y lejos de la barra. Ante mi estupor la mesa estaba mugrienta, renegrida y mostraba todas las huellas secas, redondas, superpuestas y de distintos tamaños de los platos, tazas y vasos que la habían ocupado, como poco,  una semana antes.

Tranquilo Germán —me dije a mí mismo— por una vez en la vida no seas tan puntilloso.

Un camarero completamente desaseado se acercó a mí para preguntarme que deseaba, rápidamente me decanté por un café con leche bien cargado y un suizo. Cuando el camarero me trajo la comanda, mis manos se lanzaron frenéticas hacía la taza buscando el calorcito del líquido, tenía los dedos  completamente congelados.

— ¡Cachiendiez! Tenía que haber cogido los guantes —pensé.

Ni calorcito ni leches, el recipiente estaba tan frío como un trozo de hielo. Y eso no era lo peor de todo, para mi estupefacción, el café que contenía, parecía más bien agua sucia y los cuajarones de la leche navegaban, cual barcos a la deriva, por su superficie. Y el colmo ya fue descubrir en el borde de la taza una mancha tono rosa desvaído, o lo que es lo mismo, la huella delatora de lo que debía haber sido el color rojo brillante de unos labios cubiertos de carmín.

Con mucho tiento y desconfianza me dispuse a partir el bollo que reposaba en un plato repugnantemente pringoso, y efectivamente, me hallé con otro cuerpo del delito. Aquel amasijo de miga tenía color verde moho y tuve la sospecha que era más que probable que, en su interior, morase algún inquilino indeseado.

¡Se iban a enterar, menudo puro les iba a caer a aquellos cochinos! Eché mano de mi maletín, pero para mi asombro no lo encontré. ¿Habría sido tan imbécil cómo para olvidarlo en la oficina? Para un día que podía lucirme. Llamé al camarero y le recriminé el estado de todo el sitio en general, pidiéndole que avisase al dueño o al menos a un responsable, pero el hombre, impasible,  sólo añadió a la grosería —que debía ser innata en él— una dosis de descaro.

Abrumado y totalmente cabreado me puse en pie y le agarré por la solapa de su sucia chaquetilla, cerré los ojos —para no contemplar su amarillenta dentadura tan de cerca— y comencé a zarandearle. Había perdido mi compostura y mi temple habitual y eso no era propio de mí, pero a los pocos segundos fui consciente de que algo no cuadraba, no era yo el que zarandeaba a aquel tipo desagradable, abrí los ojos de nuevo y comprobé que aún estaba en la cama y era mi esposa, sentada a mi lado, la que me sacudía ligeramente la espalda. 

— Germán cariño, ya vuelves a las andadas, otra vez con las pesadillas. Llevabas años deseando que llegara la jubilación y ahora que ya tienes todo el tiempo libre del mundo, no haces más que soñar con tus dichosas inspecciones sanitarias.

FIN

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